Pérez Henares afronta en Tiempo de hormigas lo que considera cuestiones de vital importancia que hoy necesitan de un examen atento, profundo y sincero por parte de toda la ciudadanía. Así, en este libro, que de seguro generará más de un debate, pone sobre la mesa, entre otros, temas que afectan a la manipulación de la historia de España y a la crisis de la verdad en el que siempre ha sido su oficio, el del periodismo.
Reivindicando su derecho a ejercer el más preciado bien, el de la libertad, que «o es de todos y a todos ampara, o simplemente no existe», Pérez Henares realiza un ataque frontal contra lo que denomina «neototalitarismo».
Zenda reproduce el prólogo a Tiempo de hormigas, de Antonio Pérez Henares.
Para una hormiga una gota de agua es un diluvio. En estos tiempos menguados en que nos ha tocado vivir no había día que no fuera pregonado como histórico. Alguno hasta por dos veces. Bastaba con que una famosa televisiva anunciara que iba a contar, en diferido, claro, un coito o que un separatista catalán eructara. Salíamos a una media de unos cuatrocientos días históricos al año.
El único consuelo, con tanto día histórico y tanta hormiga trompetera con ínfulas, era que en apenas una semana todos los magnos acontecimientos que hicieron conmoverse al universo e infartaron los platós quedaron por completo olvidados.
Vino a resultar, para colmo, que el único día que en verdad lo fue, el que nos hizo un roto en la vida y detuvo acojonada a la humanidad entera, ese, precisamente ese, no lo contó como histórico nadie. Ni un prócer, ni un oráculo, ni hubo en toda la algarabía de tertulianos, donde yo por cierto figuraba, quien lo oliera.
Fue el del coronavirus.
Unos por conveniencia y otros porque ni se lo sospechaban, aquí nadie señaló lo que nos caía encima. Podría suponerse que habría algún escarmiento. En absoluto. A la catástrofe se respondió, es un decir, como pollos sin cabeza y la única lección que puede extraerse es que no se ha extraído ninguna. Es la primera lección que aprenderse puede de la historia de la humanidad: que jamás se aprende de las lecciones de la historia.
Sin pasarse el susto, pero mirando ya para otro lado, no hemos tardado ni un instante en seguir ahondando con fruición el hoyo del infantilismo más desatado en el que chapoteamos con estúpido alborozo: el dolor está mal visto, las lágrimas son de pésimo gusto, a no ser que sean de alegría, y no digamos ya la enfermedad, solo puede hablarse de ella como lucha y cuando ya se ha «ganado la batalla». Pero entonces ¿qué hacemos con la inevitable muerte? Pues ni mentarla. Es la señal definitiva de nuestro retorno a la infantilidad y olvido de la primera condición que nos hizo humanos: adquirir conciencia de que íbamos a morir.
Normal, pues, que se haya llegado a establecer que todo cuerpo de doctrina, una filosofía que desentrañe el porqué de la existencia, la teoría que explique el origen del universo, el compendio de una ideología y el ser o no ser del ser humano ha de caber, obligatoriamente, en 120 caracteres, ahora aumentados por generosa dádiva del gran ojo orwelliano a 240. O sea, en un tuit. Si no cabe, no vale.
Como gran aportación de estos tiempos hormigos hemos pasado a sustituir el argumento por la pedrada y el razonamiento por el escupitajo.
Esa sí es una de las señas de identidad de nuestra época y una de las más perversas consecuencias de una de sus grandes novedades. La impactante revolución digital global, cuyo alcance es tan determinante para la humanidad como pudo ser el descubrimiento del fuego, ha convertido la comunicación, la información y la opinión en un gigantesco y mundial campo de apedreamiento a base de mentiras, medias o enteras y escupidores profesionales a tiempo completo o parcial. Cada vocablo es una piedra lista para atizar el cantazo y cada signo ortográfico un punto de mira para apuntar mejor a la sien del enemigo. Argumento, debate, intercambio de ideas, capacidad de escucha y reflexión son antiguallas de quien ya no vive en este mundo y si se le ocurre salir a sus calles lo menos que le puede pasar es que lo atropellen.
Así está resultando que, en el momento en que el fácil y masivo acceso a la información podría contribuir a la alfabetización mundial y a alumbrar un nivel de pensamiento y capacidad crítica cada vez más relevante, ocurre lo contrario: la desinformación, el dogmatismo, la mentira. Ahora, además, hay que llamarlo fake news, por lo visto. Hay que decirlo en inglés, pero en español es la mentira cochina de toda la vida, la consigna y la tiranía de pensamiento que pretende ser único y absoluto.
No pretendo que haya siquiera un solo lector —ni yo mismo cuando lo relea ya publicado— que esté de acuerdo en todo lo que va a leer en este libro. De hecho, cada afirmación no deja de estar acompañada de una duda y nada más lejos de mí que atribuirme razón y verdad en grado ni absoluto ni de mayoría siquiera. Pero estoy firmemente convencido de la necesidad y la obligación de hablar de ciertas cosas, que cada vez son más tabú, sin tapujo; ponerlas encima de la mesa, debatir y soportar lo que venga. Porque el problema que tenemos hoy es que ya ni nos atrevemos a decirlas y nos causa pavor defenderlas. Nos rendimos a la tiranía de lo que se supone que debemos pensar y callamos acobardados porque podemos ser —lo seremos sin duda, si se nos ocurre rechistar— condenados y excluidos.
Para ir entrando en materia quizá sea bueno comenzar por hablar de la LIBERTAD, piedra angular y cimiento imprescindible del sistema más avanzado o menos malo, dígase como se quiera, que los hombres hemos inventado. Es lo que llamamos democracia, sin adjetivos, porque en cuanto se le aplican «orgánica», «popular», «socialista», «democrática», «real», etc., es que ha dejado de serlo.
No hay dictador ni dictadura que no se proclame demócrata
La LIBERTAD, y vuelvo a ponerla en mayúsculas, era algo que suponíamos, al menos el puñado de generaciones que la reconquistaron tras la Dictadura franquista. Iba a ser algo que nadie ya nunca, al menos en nuestra vida, pondría en duda y aún menos en peligro. Pero, aunque parezca una exageración, resulta que no es así. Lejos de avanzar y hacerse fuerte e indestructible, lo que asoma de manera cada vez más invasora son esas torticeras adjetivaciones con las que se nos quiere engañar y robar, camufladas en eso que llaman fake news, o sea, mentira podrida y tramposa, y que intentan ocultar las amenazas crecientes y feroces de siempre, camufladas y travestidas, contra la LIBERTAD.
Esa libertad, alcanzada no hace tanto tiempo, está en entredicho, vigilada, sometida a control obsesivo, bajo el escrutinio del ojo totalitario, aunque ahora en vez de vestirse de uniforme, cruces latinas, esvásticas o estrellas de cinco puntas se disfrace de arlequín y se tiña de lila.
Vivimos en el umbral —y es pecar de optimismo, porque bien puede que, sin darnos cuenta, la tengamos ya metida hasta la cocina— de una imposición y unos dictados de obligado cumplimiento sobre nuestras vidas, libertades y derechos colectivos e individuales que, por mucha blandura impostada, «dicta-blanda», con que se nos presenta atufa cada vez más a «dicta-dura».
Una dictadura cursi, ñoña, empalagosa. Pero no por ello menos feroz, represiva y sepulturera de nuestra libertad. Nos la adjetivan y proclaman como «buena» pretendiendo con ello camuflar el sustantivo. Pero ¿qué dictadura desde el principio de la humanidad no ha negado su existencia como tal y proclamado su intrínseca bondad?
Esa está siendo, más que nunca, la empalagosa estrategia, el mantra repetido, de captación y conversión de las masas de este neototalitarismo que está descargando sobre el mundo democrático, de un bienestar y protección nunca antes conocido, en el que vive mayoritariamente la ciudadanía de Europa y Norteamérica. Este nuevo absolutismo aparenta y publicita mieles, sonrisas y arrumacos. Pero su objetivo es idéntico al de cualquier totalitarismo: imponer un pensamiento único, aplastar cualquier resistencia y prohibir respuesta o expresión contraria alguna.
Apellidar y emboscar el lesivo y duro sustantivo, la tiranía y la imposición, con adjetivos untuosos y amables para convertir lo negro en blanco es, cada día hay tres casos, la tenaz artimaña que a cada instante nos aplican para emboscar las prohibiciones que nos quieren imponer y las libertades que pretenden arrebatarnos. Pongamos el ejemplo más visible y ya aceptado como «bueno» y hasta por ley sancionado. La discriminación. En sí es lo enemigo y lo contrario a la igualdad. Pero se le coloca el blanqueador adjetivo de «positiva» y ya está arreglado. Ahí la tenemos ya convertida en «buena». Como si tal pudiera darse, pues siempre conllevará a quien se le aplica su reverso y sufre su consecuencia el ser rebajado y postergado por ella.
Por ese río nos inundan cada vez más aguas y más polvos. Cada día que pasa estamos más sometidos a los lodos dictatoriales resultantes de toda una caterva de sacrosantos «ismos»: animalismo, climatismo o hembrismo, que me niego a confundir con conceptos como conservación, ecología o feminismo, por ejemplo, por señalar la Santísima Trinidad de los ismos. Antes de ser individuo, persona, eres un ismo, y como tal te presentas, te aceptan o si no eres del ismo «bueno» te excluyen. Te pones el hábito de la cofradía, de la cuadra, eres feminista, verde, LGTBI, antifa, multicultural, indigenista, climatista, etc., que se engloban bajo el sacrosanto templo salvador de PROGRESISTA.
“Antes de ser individuo, persona, eres un ismo, y como tal te presentas, te aceptan o si no eres del ismo «bueno» te excluyen. ”
Esto te sitúa en el lado bueno y luminoso de la «fuerza», mientras que, si te señalan, sin más y porque sí, como machista, facha, racista, o simplemente rico, cazador o taurino te coloca en el oscuro y perverso lado del mal. Eres un ser indigno y merecedor de toda repulsión social. La valía, la honradez o los valores personales e individuales no tienen por qué ser motivos siquiera de consideración.
Puede tildarse todo ello como otro elemento distintivo de una «dictadura cursi», de una simple molestia de trato y relación. Pero no es así. Ser «cursi» no impide, sino que da la perfecta excusa para ser feroz, represora, implacable. Sobre todos los aspectos de la vida, afectando hasta los rincones más íntimos del individuo y, lo más grave, estigmatizando a quien se atreve a contradecirla, consiguiendo nuestra sumisión por la vía del miedo a la exclusión y el ostracismo, forzando la invisibilidad o recluyendo a los disidentes en el lazareto de los leprosos ideológicos e inadaptados. Eso por las buenas. Por las malas, prohibición y aplastamiento de quien se atreve a plantarle cara y combatirla.
Para osar hacerlo es preciso encomendarse a Quevedo, quien hoy sin duda alguna ya habría sido condenado al ostracismo, arrojado a la ignominia, desterrado a las tinieblas exteriores y sus libros quemados, y acogerse a sus versos: «No he de callar por más que con el dedo / ya tocando la boca o ya la frente / silencio avises o amenaces miedo».
El miedo como arma
Miedo es lo que hay. Miedo a decir lo que se piensa y a expresar lo que se siente. Son muchos los que acatan sumisos la orden de ese dedo. La libertad está en entredicho. En esta España del siglo XXI se es menos libre que al final del siglo XX. Puede asombrar tal afirmación, pues en su último cuarto comenzábamos a salir de la Dictadura franquista. Pero aquellos años, desde finales de los setenta hasta completar el siglo éramos, y nos sentíamos, mucho más libres. Pensábamos, actuábamos, nos relacionábamos, amigábamos y discutíamos con mucha mayor libertad, sin autocensura, sin vetos al otro, sin desprecio a su persona por sus ideas.
¿Qué ha sucedido para que los medios de comunicación se hayan convertido en gozquecillos que siguen mansamente el dictado del poder? ¿Cómo es posible que se acepte y defienda como baladí la ocultación de decenas de miles de muertos y que no suponga el mayor escándalo? ¿Qué ha sucedido para que la información y la opinión hayan sufrido tal regresión que estemos de nuevo en pleno apogeo de la propaganda? ¿Qué ha cambiado en la profesión para que ahora se considere «normal» y «progresista» poner por delante de la verdad la militancia política y la pertenencia a un partido que el intentar un mínimo de ecuanimidad y equidad?
La libertad está en peligro. La libertad de algunos, claro. La de los «demás» es la que queda prohibida, pues los liberticidas la suya no solo la ejercen, sino que no le ponen límite alguno. Es «su» derecho y «su» libertad, que ellos consideran derechos superiores a cualquier otra libertad y derecho, empezando, por supuesto, por los derechos y libertades de los «otros». Esos pueden y hasta deben ser impunemente y «positivamente» agredidos en pos de la bondad eterna y la verdad absoluta.
Es esta la cuestión clave, la línea esencial de la existencia, o no, de la tan declamada palabra. Pues la libertad, «el más preciado bien» en cervantino decir, o es de todos y a todos ampara, o simplemente no existe, no es. Ejerceré, pues, la mía. Y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.
Por el momento, la dictadura aparenta ser pero avanza en su camino. Quien se oponga es «malo» y hace lógica la «prohibición» de criticarla. Si se incurre en tal pecado se cae en «la perversidad», el «odio» y, por tanto, eso ya no se puede considerar «libertad de expresión». No es equiparable a cuando sus adictos la ejercen, que entonces pueden llevarla a cualquier extremo, pues están amparados por una «causa justa» y un «fin noble» que acoge cualquier posible extralimitación. Con esa vara de medir y ese embudo lo de unos queda bajo el paraguas de la libertad de expresión y lo de los otros es sentenciado de principio como delito de odio. La diferencia está en quién lo diga, en qué cuadrícula esté inscrito y cuál sea el motivo y asunto que se critique o defienda.
La conclusión a la que se quiere hacer llegar es que quienes se oponen a ese advenimiento de la bondad, progreso y la verdad absoluta e infinita no tienen ya en realidad condición plenamente humana, o la han perdido por esencia, pecado original y comportamiento. No gozan, pues, de condición completa de «persona» ni son completos portadores de los Derechos Humanos que todo individuo de la especie humana posee en teoría.
Es en esos derechos donde la dictadura que llamaré «progrecrática» se aplica con la peor dureza y saña, yugulando nuestro libre albedrío, imponiendo sus preceptos, estigmatizando a quien se atreve a contradecirla y resistir. Porque la progrecracia es ante todo la bondad total, absoluta y salvadora. Solo desea nuestro bien y, si no la aceptamos, solo cabe en los considerandos de su sentencia que ello puede deberse a dos causas. Una donde aún cabe alguna probabilidad redentora y otra donde no hay otro remedio que la condenación eterna.
En la primera se determina y diagnostica que estamos alienados, o sea, tenemos la mente enferma, corrompida y putrefacta por nuestra educación y vivencia en valores repulsivos, odiosos y caducos, además de capitalistas, de lo que solo nuestra conversión, penitencia, catecumenado y reeducación podrá salvarnos y devolvernos a la luz.
La otra es terminal e irreversible: no hay reinserción posible en el paraíso de la bondad, ya que somos seres perversos, en los que el instinto homicida pasa al grado asesino y estigma total, que se niegan a recibir el bautismo de la verdad absoluta. No merecemos siquiera ser considerados humanos, personas, y por tanto, en este segundo caso no solo es legítimo, sino también necesario el despojarnos de todo derecho como tales.
El progre de ahora ya quizá ni sea «progre», y desde luego no es el «progre de ayer». Está cargado de rencor, te tiene sentenciado de antemano suponiéndote responsable de todos los crímenes pasados que en el mundo han sido, estás encasillado como no adicto, o sea, facha. Mientras, él, tu fiscal y juez al tiempo, por estar en el «lado bueno de la fuerza cósmica» es portador de todas las verdades, bondades, virtudes y logros que han tenido lugar en la tierra. Es un progre agrio, virulento, impositivo, amenazante y prohibidor. «Empoderado», según su propia expresión, que ejerce con todo el autoritarismo totalitario que puede y se le consiente ese omnímodo poder, alardea de él y lo exhibe sin pudor, en todo lugar y manera, desde un ministerio hasta la calle, pretendiendo ser al tiempo poder y oposición y no dejar al resto resquicio alguno ni en un lugar ni en el otro.
Quizá hasta esa vuelta del «facha» al «fascista» original, señale también ese cambio donde ya no hay ni siquiera aquella concesión coloquial. Es mucho peor. Y la respuesta por el otro lado, también. Se va haciendo a cada paso más dura y enconada, el apelativo «progre» desaparece de esas bocas y retorna el «rojo» cargado de ira y rencores. Igual que en el lado opuesto, destila el odio.
Por esos senderos transita la sociedad española. Ya no conversa, ni ríe, ya no comparte nada con «los otros». Las razones son cada vez más los hígados y los agravios, no personales ni individuales, pero sí grupales y colectivos. Si yo soy de estos, los «nuestros», no me puedo arrimar, ni rozar ni juntarme con aquellos, los «suyos». El adversario es enemigo, nada hay que hablar con él, solo hay que destruirlo y aplastarlo. Esa percepción creciente y cada vez más extendida imposibilita toda relación y corrompe los afectos. Lo que era normal y no tenía importancia apenas se convierte ahora en un muro cada vez más alto, espinoso y extendido por todas las capas sociales. Transgredirlo es cada vez más excepcional. Hay más odio ya por pertenencia a bando político que por cualquier otra cosa. Todo se va encuadrando en doctrinarios sectarios y fanáticos mientras que las gentes que se niegan a meterse en las trincheras son cada vez menos o, aunque sean más, se guardan mucho de asomar la cabeza, nos sea que se la vuelen desde los dos lados.
Por todo ello, casi cincuenta años después, se ve uno en la necesidad y obligación de tener que escribir contra la censura y por la libertad. ¡Quién me lo iba a decir!
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Autor: Antonio Pérez Henares. Título: Tiempo de hormigas. Editorial: B de Bolsillo. Venta: Todostuslibros y Amazon
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