En octubre de 1991, en la costa este norteamericana, se desató lo que los meteorólogos denominaron “la tormenta del siglo”: olas de más de treinta metros, vientos de 180 kilómetros por hora, oscuridad absoluta en el cielo. Pocos después, Sebastian Junger escribió este clásico contemporáneo de la literatura náutica, en el que reconstruye tres historias protagonizadas por hombres que se enfrentaron a aquel fenómeno.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de La tormenta perfecta (Libros del Asteroide), de Sebastian Junger.
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Prólogo
Recrear los últimos días de vida de seis hombres que desaparecieron en alta mar me planteó ciertos problemas evidentes. Por un lado, quería escribir un libro basado en hechos reales que pudiera considerarse un reportaje periodístico. Pero al mismo tiempo, no quería que el relato quedara sepultado bajo un alud de hipótesis y de datos técnicos. Durante un tiempo estuve sopesando la idea de novelar determinadas partes secundarias de la historia —algunas conversaciones, algunos pensamientos muy íntimos, ciertas rutinas cotidianas—, pero si lo hacía, corría el riesgo de devaluar la importancia de todos aquellos hechos incuestionables que sí había podido aclarar. Al final me decidí por ceñirme estrictamente a los hechos, aunque del modo más amplio posible. En el caso de que no supiera exactamente lo que había pasado a bordo del pesquero desaparecido, entrevisté a personas que habían sobrevivido a una situación similar. En mi opinión, esas experiencias aportarían una descripción bastante ajustada de lo que debieron de soportar y decir —y tal vez incluso sentir— los seis tripulantes del Andrea Gail.
Resumiendo, he escrito un relato tan amplio como me ha sido posible sobre un asunto que nunca podrá ser conocido por completo. Pero es justamente ese elemento desconocido lo que ha hecho que este libro resulte tan interesante de escribir, y —así lo espero— también de leer. Al principio, el título La tormenta perfecta no me acababa de convencer, pero al final decidí que el propósito del libro estaba suficientemente claro con ese título. Uso el adjetivo «perfecta» en su sentido meteorológico, es decir, como el de una tormenta que rebasó casi todos los límites conocidos. Por supuesto que en ningún momento he tenido la intención de faltar al respeto a los seis hombres que desaparecieron en alta mar ni a las personas que todavía lloran su muerte.
Mi experiencia como testigo de una tormenta se limitaba a haber contemplado desde el promontorio de Back Shore, en Gloucester, las olas de diez metros romper contra la punta de Cape Ann, pero no pasa de ahí. Al día siguiente leí en el periódico que un pesquero de Gloucester había desaparecido en alta mar. Recorté la noticia y la guardé en un cajón. Sin saberlo, había empezado a escribir La tormenta perfecta.
El banco Georges, 1896
Un día, en mitad del invierno, frente a la costa de Massachusetts, la tripulación de una goleta que pescaba caballa avistó una botella en cuyo interior había un mensaje. Como la goleta se hallaba en el banco Georges, uno de los caladeros más peligrosos del mundo, una botella con un mensaje suponía una señal funesta. Un mozo de cubierta la sacó del agua y le quitó las algas, y luego el patrón del barco extrajo el corcho y leyó la nota ante la tripulación reunida en cubierta: «En el banco Georges sin cable sin timón y con vía de agua. Dos hombres barridos por las olas y todos los marineros desesperados porque no tenemos cable ni timón. Quien encuentre esto que lo dé a conocer. Que Dios se apiade de nosotros».
El mensaje era del Falcon, un barco que había zarpado de Gloucester el año anterior y del que no se habían vuelto a tener noticias. Un barco al que se le parte el cable cerca del banco Georges va escorando a la deriva hasta que topa con aguas poco profundas, donde el oleaje lo hace pedazos. Alguno de los tripulantes del Falcon debió de meterse en uno de los camarotes de la tripulación y escribió aquella nota bajo la luz oscilante de una lámpara de tormenta. Era el final y todos los tripulantes del barco lo sabían. ¿Cómo actúan los hombres cuando se hunde un barco? ¿Se abrazan? ¿Se pasan la botella de whisky? ¿Se echan a llorar?
Aquel hombre se puso a escribir. Anotó en un papel los últimos momentos de vida de veinte hombres. Luego tapó la botella con un corcho y la arrojó por la borda. Y después bajó de nuevo al camarote. Respiró hondo. Intentó tranquilizarse. Y se preparó para recibir el primer golpe de mar.
Gloucester, Massachusetts, 1991
No es pescado lo que está usted comprando,
señor, sino la vida de unos hombres.Sir Walter Scott, El anticuario, capítulo 11
Cae una fina lluvia de otoño sobre los árboles y el olor del mar es tan intenso que casi podría absorberse a lengüetazos. Los camiones pasan traqueteando por la calle Rogers y unos hombres con camisetas manchadas de sangre de pescado se llaman a gritos desde la cubierta de los barcos. A sus pies, el océano se abalanza contra los negros pilotes del muelle y vuelve a ser engullido en dirección a los percebes. Latas de cerveza y trozos de poliestireno suben y bajan, mientras las manchas de gasóleo se ondulan como enormes medusas iridiscentes. Los barcos se balancean y crujen contra los cabos, y las gaviotas chillan y se agazapan y vuelven a chillar. Al otro lado de la calle Rogers y en la parte trasera del bar Crow’s Nest, cruzando la puerta y subiendo por la escalera de cemento, al final del pasillo alfombrado y tras una de las puertas de la izquierda, tendido sobre una cama doble, en la habitación 27, con una sábana extendida sobre el cuerpo, duerme Bobby Shatford.
Tiene un ojo morado. Hay latas de cerveza y envases de comida rápida esparcidos por la habitación. En el suelo hay una bolsa de lona de la que asoman camisetas y camisas de franela y pantalones vaqueros. A su lado, dormida, está su novia, Christina Cotter. Es una mujer atractiva, de cuarenta y pocos años y pelo castaño rojizo, con un rostro afilado y enérgico. En la habitación hay una televisión y un pequeño aparador coronado por un espejo y una silla como las que se ven en las cafeterías de instituto. El tapizado de plástico tiene quemaduras de cigarrillo. La ventana da a la calle Rogers, donde los camiones maniobran con dificultad para entrar en los almacenes de pescado.
Sigue lloviendo. Al otro lado de la calle está el almacén de suministros navales Rose Marine, donde se aprovisionan los barcos de pesca, y un poco más allá, en una pequeña dársena, está el Muelle de Pescado, donde los barcos descargan la mercancía. El muelle viene a ser un inmenso aparcamiento construido sobre pilotes. En el extremo que da a otro brazo de mar hay un astillero y un parque diminuto al que las madres llevan a sus hijos a jugar. En la esquina de la calle Haskell, con vistas al parque infantil, se erige una elegante casa de ladrillo diseñada por Charles Bulfinch, el famoso arquitecto de Boston. En un principio ese edificio se hallaba en Boston, en la intersección de las calles Washington y Summer, pero en 1850 lo izaron con grúas, lo metieron en una barcaza y lo trasladaron a Gloucester. Fue allí donde la madre de Bobby, Ethel, crio a sus cuatro hijos y a sus dos hijas. Ethel lleva catorce años de camarera a tiempo parcial en el Crow’s Nest. El abuelo de Ethel era pescador y sus dos hijas han salido con pescadores y sus cuatro hijos han sido pescadores en uno u otro momento de sus vidas. Algunos de ellos todavía lo son.
Las ventanas del Crow’s Nest dan a una calle orientada al este, por donde al amanecer aparecen los camiones frigoríficos. Los huéspedes de las habitaciones no suelen levantarse tarde. A eso de las ocho de la mañana, Bobby Shatford se despierta con dificultad. Tiene el pelo castaño claro, las mejillas hundidas y una complexión musculosa acostumbrada al trabajo duro. En unas horas tiene que embarcar en un palangrero de pez espada llamado Andrea Gail, que va a zarpar con rumbo a los Grandes Bancos de Terranova para un viaje de un mes. Bobby puede regresar con cinco mil dólares en el bolsillo o puede que no regrese jamás. Afuera, la lluvia sigue cayendo. Chris suelta un gemido, abre los ojos y lo mira de reojo. Uno de los ojos de Bobby está como una ciruela pasa.
—¿Fui yo?
—Sí.
—Dios santo.
Ella examina el ojo de Bobby durante un segundo.
—¿Cómo he podido llegar a hacer eso?
Se fuman un cigarrillo y luego se visten y bajan a tientas al bar. La salida de incendios es una puerta metálica que da a un callejón. La empujan y dan la vuelta hasta la entrada de la calle Rogers. El Crow’s Nest es un edificio de falso estilo Tudor que ocupa una manzana entera frente al almacén de pescado de J. B. Wright y la tienda de suministros Rose Marine. Se dice que el ventanal de la fachada es el más grande de la ciudad. Eso es un gran honor porque las cristaleras de los bares son muy pequeñas para evitar que las destrocen los clientes al ser arrojados sin contemplaciones a la calle. Dentro, hay una vieja mesa de billar, un teléfono de pago junto a la entrada y una barra de bar con forma de herradura. Una Budweiser cuesta un dólar con setenta y cinco, aunque no es raro que un pescador recién llegado de faenar invite a una ronda a todos los parroquianos. El dinero en manos de un pescador dura lo mismo que el agua en una red de pesca: uno de los clientes habituales llegó a acumular una cuenta de cuatro mil dólares en una sola semana.
Bobby y Chris entran en el bar y echan un vistazo. Ethel está detrás de la barra, y dos o tres clientes que suelen levantarse temprano ya están agarrados a sus botellas de cerveza. Un compañero de tripulación de Bobby, llamado Bugsy Moran, está sentado frente a la barra, un poco mareado.
—Una noche movidita, ¿eh? —dice Bobby.
Bugsy suelta un gruñido. Su nombre real es Michael. Lleva el pelo muy largo, tiene fama de loco y todo el mundo lo aprecia. Chris le invita a desayunar con ellos, así que Bugsy se baja del taburete y sale con ellos a la calle, donde sigue lloviznando. Se suben al Volvo de Chris, un coche que tiene ya veinte años, y se van al supermercado White Hen, en el que entran arrastrando los pies, con los ojos enrojecidos y la cabeza zumbando. Compran sándwiches y unas gafas de sol baratas y vuelven a salir a la implacable grisura del día. Chris los lleva de vuelta al Nest, donde recogen a Dale Murphy, que tiene treinta años y es otro miembro de la tripulación del Andrea Gail, y luego todos salen de la ciudad.
A Dale todo el mundo le llama Murph. Es un tipo tan grande como un oso pardo, de Bradenton Beach, Florida. Tiene el pelo negro y desgreñado, una barba poco poblada y los ojos rasgados, casi mongoloides. Llama la atención en la ciudad. Tiene un hijo de tres años, que también se llama Dale, al que todo el mundo sabe que adora. Su exmujer, Debra, fue tres veces campeona de boxeo femenino del suroeste de Florida, así que todo hace pensar que el jovencito Dale va a ser un tipo peleón. Murph quiere comprarle juguetes antes de hacerse a la mar, así que Chris lleva a los tres hombres al centro comercial que hay frente a la playa de Good Harbor. Entran en los grandes almacenes Ames y allí, Bobby y Bugsy compran ropa interior y camisetas térmicas para el viaje, mientras Murph recorre los pasillos y va llenando el carrito de camiones Tonka y cascos de bombero y pistolas láser. Cuando ya no cabe nada más en el carrito, paga la cuenta, se meten todos en el coche y regresan al Nest. Murph se baja, pero los otros tres deciden seguir, porque se van a tomar otra copa a la vuelta de la esquina, en el Green Tavern.
El Green Tavern es como una versión reducida del Nest, toda de ladrillo y vigas de madera artificial. Enfrente hay otro bar llamado Bill’s. Estos tres bares forman el Triángulo de las Bermudas del centro de Gloucester. Chris, Bobby y Bugsy entran en el bar, se acomodan frente a la barra y piden una ronda de cerveza. La televisión está encendida y la miran sin demasiado interés mientras hablan del viaje en el que se van a embarcar y de las locuras de la víspera en el Nest. Ahora la resaca va remitiendo. Beben otra ronda, pasa una media hora y luego entra en el bar Mary Anne, la hermana de Bobby. Es una rubia muy alta que trae locos a los hijos adolescentes de algunas de sus amigas, pero tiene cierto aire de sensatez que siempre pone a Bobby en alerta.
—Mierda, ahí está —susurra.
Oculta la cerveza con el brazo y se pone las gafas de sol para evitar que se le vea el ojo morado. Mary Anne se acerca.
—¿Crees que soy idiota? —pregunta.
Bobby saca la cerveza del escondite. Su hermana le mira el ojo.
—Muy bonito —dice.
—Anoche me metí en un lío.
—Vale.
Alguien la invita a un tinto de verano y ella le da un par de sorbos.
—He venido para asegurarme de que te embarcas —le dice—. No deberías estar bebiendo tan temprano.
Bobby es un tipo alto y fornido. De niño no tenía muy buena salud —su gemelo murió a las pocas semanas de nacer—, pero a medida que iba creciendo empezó a ponerse fuerte. Jugaba al fútbol americano en partidos improvisados que solían provocar una fractura por semana entre los jugadores. Cuando lleva vaqueros y sudadera con capucha tiene un aspecto tan característico de pescador que un fotógrafo usó una imagen suya para una postal del puerto. Pero Mary Anne es su hermana mayor y él no está en condiciones de llevarle la contraria.
—Chris te quiere —dice Bobby de pronto—. Y yo también.
Mary Anne no sabe muy bien cómo reaccionar. En los últimos tiempos ha estado muy enfadada con Bobby (por beber más de la cuenta, por el ojo morado), pero la franqueza de su hermano la ha desarmado. Hasta ahora, nunca le había dicho una cosa así. Mary Anne se termina el tinto de verano y sale del bar.
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Autor: Sebastian Junger. Título: La tormenta perfecta. Traducción: Eduardo Jordá. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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