El siglo XX comienza a quedar demasiado lejos. Hace ya veinticinco años, en enero del 93, Jean-Claude Romand intentó suicidarse después de asesinar a su perro, a sus hijos, a sus padres y a su esposa. Engullido en una espiral de mentiras, al intuir que sus allegados iban a descubrir que no trabajaba en la Organización Mundial de la Salud y que no había dado un palo al agua en toda su vida, este embustero francés decidió matar a sus allegados antes que afrontar sus miradas. En el 96 fue condenado a cadena perpetua y hoy sigue entre rejas.
En el 99, hace ya diecinueve años, su paisano Emmanuel Carrère contó la historia de Romand en El adversario, una novela real y deslumbrante.
Bien. En el libro de artículos Conviene tener un sitio adonde ir (Anagrama, 2017), Carrère recuerda el tumultuoso parto de El adversario. Cuenta que la sombra de A sangre fría, de Truman Capote, «se extendía forzosamente sobre todo proyecto de este tipo». Pero, fiel a su estilo, da una vuelta de tuerca más.
Los siguientes párrafos son oro de primera ley. Os dejo con Carrère:
«De 1960 a 1965, Capote vivió en un estado de angustia atroz un dilema moral insoluble. Deseaba fervientemente terminar y publicar su libro, que todo el mundo aguardaba y él sabía que iba a ser una obra maestra. Pero para terminarlo tenía que acabar la historia misma, es decir, que ahorcaran a los dos hombres que le consideraban su bienhechor.
Capote amaba a Flaubert por encima de todo. Había hecho suyo el voto de escribir un libro donde el autor esté, como Dios, en todas partes y en ninguna, y logró la proeza de borrar por completo su embarazosa presencia de la historia que contaba. Pero al hacerlo narraba otra historia y traicionaba su otra consigna estética: ser escrupulosamente fiel a la verdad. Refiere todo lo que les sucedió a Perry y a Dick desde su detención hasta su ejecución en la horca, pero omite el hecho de que durante los cinco años que pasaron en la cárcel él fue la persona más importante en su vida y la que cambió su curso. Optó por pasar por alto esta paradoja bien conocida de la experimentación científica: que la presencia del observador modifica inevitablemente el fenómeno observado; y él, en este caso, era mucho más que un observador: era un actor de vital importancia. Y pienso que el motivo por el que borró del libro la historia de sus relaciones con sus personajes no solo fue estético, parnasiano, porque el “yo” le parecía odioso, sino también porque fue una vivencia demasiado atroz para él y, en definitiva, inconfesable».
Poco después, en el mismo artículo, revela:
«Estaba atascado, sumido en una auténtica depresión, y por segunda vez decidí abandonar el proyecto. Me hizo un bien enorme esta decisión. Me sentí liberado y no lamenté el volumen de trabajo invertido para nada. Acabado Romand, acabó la pesadilla. Sencillamente, unos días después de este retorno a la vida, me dije que estaría bien escribir para mi uso personal, sin ninguna perspectiva de publicación, una especie de informe sobre lo que había representado para mí aquel caso. Me permitiría, pensé, dar carpetazo y olvidarlo completamente. Cogí mis viejas libretas y, sin torturarme, por primera vez desde hacía años, escribí la primera frase: “La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito”. Continué con ese modo y solo al cabo de unas páginas comprendí que por fin había empezado a escribir el libro que se me escapaba desde hacía tanto tiempo. Al aceptar la primera persona, al ocupar mi puesto y ningún otro, es decir, al deshacerme del modelo de Capote, había encontrado la primera frase y el resto vino, no diré que fácilmente, pero todo seguido y como por su propio impulso».
Las negritas son mías, que conste.
Aunque Carrère sostenga que se deshizo del modelo de Capote, ¿estos escritores no han padecido unos dilemas y han partido de unas consignas éticas y estéticas similares? Yo diría que el modelo de Carrère es una variación sobre un mismo tema, o una evolución. ¿Y exagera o yerra Carrère al recalcar que Capote traiciona su empeño de ser «escrupulosamente fiel» a la verdad? Si Truman siguiera en este mundo, seguro que habría sazonado su contundente réplica con un generoso pellizco de ironía y sarcasmo.
¿Se traicionó Capote? Quién sabe. Y da igual. Escribió una obra maestra, como Carrère. A sangre fría y El adversario son ya dos clásicos contemporáneos, además de dos libros tentadores, que podemos imitar tan fácil como desastrosamente.
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