De todas las ediciones de las obras de Lovecraft, en particular aquellas que contienen los secretos de Cthulhu —léase Katulu (con cuidado)—, hay algunas que son muy conocidas por el desempeño de sus traductores, otras lo son por la originalidad de los antólogos, otras por el especial cariño puesto en el libro en su condición de objeto culto. De entre tantas ediciones hay una, me temo, muy desconocida, cuando posiblemente sea además una de las más delicadamente elaboradas. No tuvo una presentación llamativa, ni fue recibida por los lectores de Lovecraft con la atención y el afecto que merecía. En esa desatención nada tuvo que ver, sin embargo, la falta de interés, sino más bien un desconocimiento general de su existencia, quizá porque Lovecraft ha sido tan prolijamente atendido por una editorial en concreto (Valdemar) que muchos lectores ya la consideran su editorial de cabecera. Sin duda la labor realizada por Valdemar con Lovecraft es ejemplar y sus lectores esperamos que siga siendo así por los siglos de los siglos, aunque mucho me temo que, con la salvedad de su gigantesca correspondencia, poco queda ya de Lovecraft por editar y reeditar. Pero no debemos olvidar que fue Alianza quien le abrió el camino en España de la mano de Rafael Llopis, y ese camino ha seguido forjándose a través de ediciones, reediciones y antologías revisadas, incluso cuando Lovecraft era despreciado (y eso si algún crítico o escritos soberano se tomaba la molestia de hablar de él) y tratado como un autor menor. Así que es justo reconocer el desempeño de Alianza tanto ahora que la obra de Lovecraft vive un buen momento como durante esos años oscuros en que sus lectores se contaban con los dedos de un tentáculo, y, entre tantísimas ediciones como colman el mercado, creo que ya podemos reivindicar su tomo titulado Los pilares de Cthulhu como una de las más bonitas y acertadas —lo primero en un sentido estético, en especial por su elegante forro en tela, lo segundo por el criterio antológico— que se hayan publicado en España.
Para quienes se inicien en la lectura de los mitos, este tomo lo contiene casi todo. Digo “casi todo” porque, por razones de extensión, se han quedado fuera las novelas cortas En las montañas de la locura, El caso de Charles Dexter Ward y El que susurra en la oscuridad, pero las restantes obras que conciernen al ciclo de Cthulhu se encuentran en esta antología, con la traducción clásica de Francisco Torres Oliver y ahora también las de Aurelio Martínez Benito y Fernando Calleja. Todas ellas siguen en orden cronológico el criterio de August Derleth sobre la construcción del universo mítico de Lovecraft, desde el primero de los cuentos publicados en torno a los mitos (“La ciudad sin nombre”, 1921) hasta el que apareció dos años antes de su muerte (“El morador de las tinieblas”, 1935). Salvo dos o tres excepciones, los relatos se publicaron en la revista Weird Tales, que pagaba tarde y mal aunque, a diferencia de otras cabeceras similares, por lo menos pagaba (Robert E. Howard murió sin llegar a ver los 20.000 dólares, al cambio actual, que se le adeudaban por varios de sus cuentos).
Para poder ganarse la vida, Lovecraft escribía relatos en colaboración, entre ellos algunos con Houdini, ejercía de consejero editorial y corregía textos ajenos. Dudaba muchas veces del valor literario de sus mejores cuentos, pero, pese a la obstinación posterior de Edmund Wilson en considerarlo un “escritorzuelo de segunda fila”, El color que cayó del cielo apareció en 1928 en una de las más prestigiosas colecciones de relatos (y algunas novelas cortas destacadas), la que antologaba anualmente el poeta Edward J. O’Brien, y por dos años Lovecraft estuvo muy cerca de ganar uno de los premios de cuento más importantes de la literatura americana, el O. Henry Prize Stories (que, por ejemplo, nunca ganó Ernest Hemingway, pero sí John Cheever por dos veces, y en 1996 ganó Stephen King para sorpresa de todos, especialmente la suya: véanse sus declaraciones al recibir el premio). Estamos tan habituados a un Lovecraft despreciado por sus contemporáneos que nos asombra descubrir que su fauna de infelices medio poseídos por las voces, obedientes a lo que les ordenan en sueños unas estatuillas ancestrales u obsesionados por unos libros que no deberían ser abiertos, fueron leídos y más o menos admirados no sólo en las páginas de las revistas especializadas sino también entre algunos prestigiosos pero (también aquí más o menos) silenciosos colegas.
He mencionado a Rafael Llopis y ahora que ha fallecido no quiero dejar de recomendar su obra Los mitos de Cthulhu como lectura acompañante de estos pilares (voy a insistir en ello una vez más) tan bellamente editados. Para quienes no conozcan su obra, Llopis no sólo fue uno de los mayores especialistas en Lovecraft que ha dado la literatura en español sino también, posiblemente, uno de los primeros en entender su obra como la cristalización de una tradición más o menos reciente en lo puramente narrativo aunque mucho más antigua y misteriosa si nos atenemos a la psicogeografía de los mitos. De ese entendimiento surgió El novísimo algazife o Libro de las postrimerías (al que dedicó Hiperión una cuidada edición que La Biblioteca del Laberinto retomaría años después), en la única incursión, que yo sepa, de Llopis en la literatura narrativa, y también, por supuesto, Los mitos de Cthulhu, aquí más como lector apasionado del terror en general que como el impávido y polvoriento estudioso que por suerte nunca fue.
En su lectura de los mitos, Llopis hizo algo que no sólo sirvió para enmarcar a Lovecraft en una tradición narrativa que tenía ilustres precursores —ilustres sobre todo en el mundo anglosajón y quizá también el francés, no tanto en España, si bien esa oscuridad en torno a nombres como Dunsany, Machen, Blackwood o Chambers ayudó a rodear a Lovecraft y sus profetas de una neblina mística— sino también para crear la misteriosa sensación de un culto en el que ancestros y descendientes eran tan reales como, posiblemente, los extraños libros que se citaban en sus obras: desde el abominable Necromonicón del árabe loco Abdul Alhazred al no menos horrendo Los misterios del gusano, ideado por un joven Robert Bloch. (¿Ideado? ¿Seguro?). Pienso ahora que a Llopis le hubiera encantado presentar también a Stephen King en su lista de continuadores, pues poco antes de Carrie había recuperado Los misterios del gusano en un buenísimo pastiche lovecraftiano. No sería, por cierto, el único.
Aunque ha habido muchas antologías similares a la de Llopis, Los mitos de Cthulhu sigue siendo la más atractiva e interesante de todas. Sólo por su desenfadada introducción y los relatos de los precursores —“Días de ocio en el país del Yann”, “Un habitante de Carcosa”, “El signo amarillo”, “Vinum Sabbati”, “El Wendigo”— el volumen ya merece la pena. Pero ningún lector que quiera iniciarse en la creación de Lovecraft podría encontrar unos guías mejores que relatos como “Los perros de Tíndalos”, “La Piedra Negra” (Robert E. Howard, por cierto, incorporó la Era Hibórea de Conan al universo de los mitos), “Estirpe de la cripta”, “El sello de R’lyeh” y esa perfecta pseudobiografía de Nyarlathotep titulada “La sombra que huyó del chapitel”, donde el mismo Lovecraft aparece como personaje, y el Caos Reptante, bajo la apariencia de un siniestro doctor, está involucrado “en ciertos debates relacionados con la secretísima Bomba H” (y con la apertura de un portal dimensional que conduce a la “sabiduría de las estrellas”, si leemos entre líneas el título de una de sus conferencias: Aplicaciones prácticas de la astrofísica a la técnica militar).
A Lovecraft (como a cualquier otro autor, en general, que sea digno de una maravillosa tradición) se le debe leer para disfrutar, para emocionarse, para conmocionarse. Pero los que buscan una utilidad en la lectura encontrarán una razón más para leerle: es uno de los autores, quizá con Kafka, que mejor comprendieron el futuro. Yo suelo citar una frase de Oscar Wilde que sirve para casi todo, en especial para entender la materia de que está hecha la mal llamada realidad (que no es más que una sombra proyectada desde los confines de un mundo mucho más real y menos ilusorio que este): “Siempre sucede lo ilegible”. Yo no creo de ningún modo en las lecturas útiles, soy más bien un creyente y fiel escudero de la inutilidad —en el sentido puramente material— de toda obra de arte. Pero con Lovecraft ocurre de manera inevitable una cosa: uno lo lee y de repente, como al trasluz de sus fantasmagorías, todo cuanto sucede se vuelve no sólo legible sino hasta transparente. ¿Y no es ya todo un logro, seamos grandes o pequeños escritores o simples vivientes, eso de encontrar el gozo del temblor, la luminaria, la transparencia, Cthulhu, la transparencia?
—————————————
Autor: H. P. Lovecraft. Traductor: Aurelio Martínez Benito. Título: Los pilares de Cthulhu. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.
VV.AA. Traductor: Francisco Torres Oliver. Título: Los mitos de Cthulhu. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: