No sé cómo ni cuándo escuché esta historia breve, lejana y amarga. Pudo ser en un anochecer de invierno al amparo de una chimenea de campana encalada en la cocina de atrás de una casa de la Tierra de Alvargonzález siendo un mozalbete, en esa transición extraña que navega entre la niñez y la consciencia de lo irremediable. Allí se reunían los mayores para hablar de los aconteceres del día, de las faenas del campo, de recuerdos, de familiares fallecidos y de otros disgregados por el mundo sin mayores noticias que a través de alguna carta esporádica con sobres finos de avión.
Parece ser que un hombre, que hace sólo dos semanas he sabido que correspondía al nombre de Faustino, Faustino Elvira, volvía solo vereda adelante desde Palacios en una tarde de diciembre del lejano siglo XIX, ya en su crepúsculo. Y seguramente silbando. Siempre se dijo que Faustino fue un hombre al que le gustaba silbar mientras caminaba, bien por su buen carácter, bien porque tenía cierto oído o afición musical, pues entre sus escasos enseres que se encontraron en un arcón reposaba envuelta en una áspera manta marrón una flauta tosca que fue afilando a navaja en sus jóvenes y aburridas tardes como pastor.
Cumplía aquel hombre de cierta edad, del que no se conserva ninguna fotografía, las cuatro horas largas hacia su casa, previendo que llegaría antes del anochecer. Y seguramente haciendo cábalas por lo que vio, habló y escuchó en aquella jornada de mercado, sopesando comprar o vender ganado para hacerse con una casona medio abandonada para vivir más holgado, tal y como había anunciado en el atrio de la iglesia algún domingo antes del oficio.
En aquellos parajes, según escribió Antonio Machado pocos años después, desde mediados de octubre el frío se adueña de laderas, pinares y vaguadas, las pequeñas lagunas se hielan y apenas los riachuelos conservan unos hilos de agua perezosa. Es de suponer que habría nieve porque la leyenda sitúa aquellas horas a finales de diciembre.
De lo que nadie duda fue lo que sigue. Varios vecinos de aquella aldea vieron antes de que encendieran las farolas cómo los perros de Faustino Elvira —con los años unos sostendrían que eran dos, otros que tres— salieron en tropel hacia las cuestas del Santo, desbocados, despavoridos, urgentes, y que otros canes los siguieron un rato, también asustados, hasta que se cansaron o se les pasó la curiosidad, pues al fin y al cabo la camaradería también se desvanece.
Faustino Elvira, en su inocencia de sueños, no fue consciente de que una manada de lobos le seguía. Los animales, tan taimados, le cercaban, le dejaban ir, desaparecían y al rato, desde lo alto de una loma, recortados en el cielo, aparecían con esa mirada de miel y advertencia. Los ojos fijos, brillantes, pérfidos como el granito. En ese juego macabro, dicen que Faustino les arrojó su bota de vino para que los animales se entretuvieran con ella. Que tan pronto —es de imaginar— corría como andaba ligero, que se volvía a menudo, que se deshizo también de un pañuelo, y después de su alforja. Y que al final les arrojó una albarca y luego la otra.
Es imposible saber cuántos lobos le acecharon, quizá cuatro, tal vez cinco. Pero sí es sabido que viéndose atrapado y descalzo no se le ocurrió otra solución que trepar a un pino. Cómo no recrear las bocas abiertas de los animales rabiosos, babeantes, dando vueltas al pino joven, escarbando entre sus raíces. No es descabellado imaginar que a aquellos lobos se sumaran otros y que su desesperación creciera.
Cualquiera puede suponer, y jurar sobre el fuego, que pensó en sus ocho hijos que este mes mi padre me recitó tras consultarlos con el ama de llaves que asistía a un primo suyo, de profesión sacerdote y que ejerció primero en el valle del Baztán y después en Pamplona, donde dirigió una coral que escuchó Pablo VI en audiencia privada: Leonardo, Venancio, Juana, Pascasio, Pedro, Margarita, Manuel y Laureana, sin perjuicio de que este orden sea el correcto.
Silbó y silbó Faustino Elvira a sus perros con el corazón débil, con la afinación justa, a borbotones. Silbó como pudo sintiendo que ya el pino empezaba a moverse, que más pronto que tarde podría ceder a los esfuerzos cada vez mayores de los lobos. Debió despedirse de su mujer, cuyo nombre no he podido conocer, debió verse ya escarnecido por el hambre y la furia de la manada, quizá incluso envuelto en un sudario y en ese mínimo viaje hacia el cementerio, tan cerca de su casa.
Llegaron los perros, los dos o los tres, y debieron durar lo suyo las escaramuzas entre ellos y los lobos, que debieron ser violentas, cruentas y feroces, cada bando defendiendo sus razones, desesperados todos. Tras la batalla, la manada ya en airada desbandada, perros y amo emprendieron las dos leguas largas que hasta la casa aún faltaban en noche cerrada.
“Dadles una hogaza de pan, se la tienen muy merecida” fue lo único que acertó a decir aquel hombre antes de empezar a subir las escaleras de madera hacia su cama entre el regocijo familiar, la lumbre centelleante y un pesar prendido en su alma como un alacrán.
La leyenda también dice que durmió sin que nadie entendiera lo que decía entre sueños, sin moverse un palmo, hasta más allá de las doce del día siguiente. En esas horas, la barba y sus cabellos se le volvieron tan blancos como la nieve. Parece ser que abrió los ojos, pero no la boca. Y que los cerró. Y que expiró con la misma mansedumbre de la nieve que no dejó de caer durante los tres días y las cuatro noches siguientes.
Tiempo después, ya por Reyes, alguien encontró una alforja con las iniciales F E desgarradas por las laderas del Santo. La flauta de caña y esa lona verduzca que llevó al hombro Faustino Elvira su último día las estoy contemplando ahora. Como todas las Navidades. Esta noche las arrojaré al fuego. Tal vez surja algún silbido entre los rescoldos.
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