Aseguran las crónicas viajeras que la insular Deià es uno de los destinos más bellos e imantados del planeta, y así será sin duda cuando lo escogen desde hace décadas para construir y emboscar sus lujosas mansiones las mayores fortunas del mundo. Y entre ellas, y mucho más ostentosa, la mía, haciendo alarde incluso de sus caudales obtenidos en impura, terca y febril especulación lírica, al tener entre mis posesiones y mitos más íntimos un lugar en el mundo al que peregrinar en horas bajas, para renovar votos y fe en el vértigo elegido hace ya siglos como oficio. O, dicho de otra forma, para empujarme de nuevo hacia el abismo.
“La diosa ha estado en verdad haciéndome sufrir mucho recientemente, sólo he conseguido aplacarla escribiendo otros dos poemas creados con sangre arterial…”, escribe Robert Graves a su amigo el poeta James Reeves en carta confesional, trampa para perder, tortura o autoflagelación que sólo puede disculparse tras escuchar a su hijo William, recordándome años después de morir el autor, y a dos pasos de su tumba, que para su padre,“la magia de un poema, la cualidad que le otorga la capacidad de hacer que se le ericen los cabellos en la nuca al lector, depende de lo cercano que esté la descripción de la presencia de la Diosa Blanca, la diosa cruel, cuya principal atribución es atraer al rey sagrado para luego sacrificarlo por un hermano gemelo”.
Rituales tan sólo del diván artístico, pensarán algunos, palabras sin más fuego real que la hoguera y metáforas esculpidas por quien tantas y documentadas prosas escribió y vendió a millones —él mismo las llamaba sus «libros comerciales», con Yo, Claudio a la cabeza—, pero sólo como poeta y sólo poeta y nada más que poeta se reconoció siempre. Y qué es la poesía y su ambición desmedida, sino una creencia ciega y desgarrada en la musa, y ponga aquí cada cual el género que corresponda a sus latidos, de la que él tanto sabía y a todas horas servía, con nombres inventados, todos de carne y hueso, todas de carne y humo. La diosa blanca convertida a la postre y pasados ya mil siglos en un texto de culto y recaída permanente para quienes siguen empeñados en inmolarse de cuando en cuando en el pan nuestro de cada herida.
Poesía empeñada en poner las tripas sobre la mesa y el corazón a merced, siempre a merced, incluso tras haber sucumbido y sobrevivido gravemente ileso a las peores y más despiadadas pesadillas.
Amélie fue una musa tan violenta que estoy en deuda con ella… por todo lo que despertó en mí.
Llegué a Deià esta vez en autobús de línea, apenas despuntado el día, para aprender muy pronto que todo viaje a un lugar es siempre el primer viaje, por muy familiar que nos resulte, el que aguarda ahí para depararnos —del latín deparare, estar preparado para algo—, sorpresas, encuentros, acontecimientos, luces, escalofríos nuevos. Como ese termómetro a ras de tierra, apenas cero grados, y una tiniebla en sombra y despiadada como boca de embrujo o amor roto cubriéndolo todo: bancales, pinos, olivos más tensos y retorcidos que nunca, piedra roja ennegrecida ahora a los pies de la mole totémica llamada monte Teix. Una nueva Deià, cerrado por fin el ciclo claroscuro de la vida misma, absolutamente distinta a la de mediodías anteriores, con el cuello del abrigo alzado, como alzado había viajado también hasta ella, y por primera vez en autocar, descendiendo a tumba abierta y sin cinturón de seguridad alguno, peaje del trance, por abruptas y hermosísimas curvas del demonio, pero esta vez dos ángeles por encima, dos metros por encima de catarsis anteriores, dos metros por encima de la realidad, de la imaginación acelerando en prohibido desde las ruedas del sueño y los tacones, aún más altos y paganos que otras veces, entregado ya, antes de llegar, a la causa del vuelo y el misterio… No existe la luz sin una oscuridad previa.
Y luego ya otra vez la calma, y su lujuria. El ajuar del azul, la seducción del verde, el pájaro quebrado del silencio, el mar, la fruta, el sol, la tentación, la torcaz plenitud al fin del mediodía, la tinta en carne viva y a destajo tras visitar el hogar, la huerta, el hacha cretense y el despacho intacto de don Roberto Graves, como le llamaron los payeses desde el día de 1927 en que, junto a la poeta Laura Riding, aterrizó en este lugar remoto de la isla mallorquina, y donde levantarían juntos una casa abierta al amor, la escritura y la intemperie a la que el bardo, el druida nórdico, bautizó S’Alluny, la casa lejana, y donde moriría en 1985, tras cientos de libros publicados y un coro sucesivo de musas proclamadas diosas y a quienes sólo pedía a cambio de su entrega en cuerpo y alma —o quizás viceversa—, belleza, inteligencia, humor, independencia y, eso sí, cierto desdén, desdeño incluso, a las atenciones del poeta. “La tranquilidad no tiene nunca utilidad poética”.
Pero sí la armonía y la derrota final, la siempre intuida, unidas en una de las lápidas más despojadas que conozco y a la que regreso de cuando en cuando, siempre por primera vez, siempre encinta, para poner una piedra sobre la tumba de quien, tras haber recogido todos los laureles oficiales y académicos de la tierra, quedó recogido al fin en ella, bajo un humilde pero invencible hatillo de cinco frágiles letras escritas a mano por un vecino el día de su entierro, mientras el yeso mallorquín estaba aún fresco: poeta. Y basta.
Porque tal vez eso sean tan sólo los poemas. Palabras capaces de ser escritas mientras el yeso del momento, la emoción, el día, el frío, la belleza, la pasión o el abismo están aún frescos.
Este viaje sin fin a la mujer poema.
Fotos de Fernando Beltrán
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La tumba sola, de Fernando Beltrán
La tumba encontrada, de Fernando Beltrán
La tumba imprevista. Fernando Beltrán
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