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La tumba sola

La «tumba sola» de Zorrilla en Madrid con dos rosas rojas recientes colocadas por Fernando Beltrán.

Ocurrió el año pasado, bicentenario del poeta romántico José Zorrilla. Abandoné mi estudio a media mañana, empujado por tercas telarañas del alma, y me puse como tantas otras veces a caminar con intención terapéutica, sin rumbo fijo, Madrid adelante. Me encantan estos días entresemana, cada uno a lo suyo y yo en lo de todos, en todas partes.

Y así, fisga fisgando, deambulé manzanas enteras hasta dar allá abajo con el río Manzanares y su menguado caudal señalándome un camino a seguir, como cualquier otro. La solanera ejercía con mayor rigor del que podía pedírsele a febrero, o era mi grueso abrigo matinal el que no había previsto dónde andarían mis pasos a la hora del ángelus, cuando pasé frente a la Sacramental de San Justo y me dio por cruzar el río y aceptar cuesta arriba su reclamo. O mi estado de ánimo. De ánimas ya mientras busco el nicho de mis abuelos, cuarta altura, a quienes llevaba siglos sin honrar. Y realmente qué solos se quedan los muertos, si admites encima que no vadeaste el río pensando en ellos. Maldita poesía, siempre quiere los laureles para ella sola.

"Me atreví a preguntar por la tumba del poeta Zorrilla a aquellos simpar rezagados. ¡Válgame dios!"

Había leído días atrás una crónica sobre el multitudinario entierro de Zorrilla en 1893, la mayor muchedumbre recordada en las calles por donde cruzó el cortejo, y pensé de pronto en acercarme a celebrarle en su Pabellón de hombres ilustres, vaya nombre…, máxime cuando son varias, Jerónima Llorente, Blanca de los Ríos, las mujeres que lo comparten. Y allí también Zorrilla, sí, aunque absolutamente missing, porque Larra, Espronceda y demás copaban el panteón entero, e incluso tras escudriñar arriba abajo el gigantesco patio de Santa Gertrudis, mi querido poeta seguía brillando por su ausencia.

Y arrojaba ya la toalla, cuando emergió de pronto al fondo la comitiva más espectral de la historia contemporánea. Un cura con sobrepelliz, sotana a rastras y anacrónico bonete, sujetando una cruz con una mano y el misal en la otra, y tras él un ataúd a hombros de cuatro uniformados precediendo el parvo duelo de tres familiares apenas compungidos tras los que cerraban la siniestra compaña dos cansinos operarios, con pala y pico al hombro. Me eché a un lado para abrirles paso, y cuando ya me creí a salvo del respeto debido, y juro que en voz muy queda, me atreví a preguntar por la tumba del poeta Zorrilla a aquellos simpar rezagados. ¡Válgame dios!

Porque fue escucharme y agitar su pereza con desarbolado exceso, palas a un lado, picos al otro, quitándose la palabra con tal alboroto que la comitiva detuvo su marcha y se sumó para mi estupor a la refriega, que si aquí, que si allá…, hasta el cura aportando sapiencia mientras los familiares, trágame tierra, asistían al vodevil sin excesiva molestia, tan sólo los funerarios fruncían los hombros ante aquel inesperado Google Map Popular que echaba cábalas hasta que el más enterado impuso autoridad indicándome otra sección del cementerio, otro patio hacia donde acudí ligero para abandonar el bochorno de la escena, no sin antes oír a mis espaldas un último aviso que me dejó perplejo: “Le advierto que está muy solo…”.

"Subí de nuevo la cuesta para que al menos en su bicentenario estuviera acompañado Zorrilla y abrigada aquella tumba, la más helada de todas"

Tampoco fue fácil topar allí con esa tumba arrumbada en un extremo, y que, en efecto, ni una triste flor, verso, corona, estampita o qué sé yo, alguna memoria que llevarse a la lápida justo el día anterior a celebrarse el bicentenario natal del romántico por antonomasia que escribió aquello de “que el poeta, en su misión / sobre la tierra que habita, / es una planta maldita / con frutos de bendición.

En fin, que fuera por romanticismo, o por sensibilidad mal entendida, que diría mi madre, o por simple corporativismo literario, me despeñé cuesta abajo hasta el puesto de flores, y subí de nuevo la cuesta para que al menos en su bicentenario estuviera acompañado Zorrilla y abrigada aquella tumba, la más helada de todas. Porque estaba vacía.

Lo supe entonces. Porque, aunque para varias crónicas madrileñas siga enterrado allí, e incluso algún empleado del propio cementerio le crea muy solo, el cuerpo de Zorrilla fue trasladado a su ciudad natal, Valladolid, tres años después de morir, como explica una vetusta y desvaída lápida que pocos se esfuerzan en encontrar, y menos en leer. Extraña tumba, por tanto. Vacía, sola, latente aún ciento veintiún años después, “como una planta maldita / con frutos de bendición…”.

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