Jordi Amat recuerda en la nota final de El hijo del chófer (Tusquets) un curso en el que se discutía sobre «el mal de los otros y el mal que habita en nosotros». Salieron a relucir célebres personajes malignos elevados a personajes literarios. Entre ellos, el Adolf Eichmann de Hannah Arendt, el Ramón Mercader de Gregorio Luri, el Enric Marco de Javier Cercas y el Perry Smith de Truman Capote. Amat ya tenía entonces, en 2018, a su propio malvado en la cabeza: el periodista Alfons Quintà. Era un personaje literario. Sólo faltaba plasmarlo en libro e incorporarlo, como ha hecho Amat, a la selecta galería de los perversos.
Testigo de los secretos del poder
Convertido en periodista, Quintà inicia su carrera en diarios impulsados por la burguesía catalanista: Tele/eXpress, donde firma su primer artículo sobre el «caso Matesa», y El Correo Catalán. Llega a ser ayudante del todopoderoso corresponsal de Le Monde, Antonio Novais, colabora con la agencia Associated Press y el New York Times. Con Franco aún vivo, en 1973, dirige Dietari, el primer informativo radiofónico en catalán desde la República. Es un periodista con una sólida formación, con valiosos contactos nacionales e internaciones, como pocos en aquella España. Y además, como recuerda Amat, ha sido un testigo privilegiado: «No hay un solo periodista de su generación que sepa como él cómo se ha desarrollado el poder en Cataluña durante la posguerra desarrollista».
Su gran salto profesional se produce siendo delegado de El País en Barcelona. Allí destapa el mayor escándalo financiero de la historia de España: el «caso Banca Catalana», entidad financiera de la familia Pujol. Las presiones obligan al entonces director, Juan Luis Cebrián, a paralizar la investigación y a desechar a Quintà como director de la edición catalana de El País.
La función del cuarto poder
A propósito de su primera información de Quintà sobre Banca Catalana, Jordi Amat introduce una muy clarificadora reflexión sobre la relación entre la prensa y los otros poderes, que merece leerse con detenimiento. «El artículo —escribe— es un ejemplo de la función democrática del cuarto poder, pero el cuarto poder solo es independiente en teoría. No lo es en la práctica. Al fiscalizar los otros poderes, en especial los poderes duros —el dinero, la ley, la política— ejerce una función en la batalla que se da dentro de cada uno de los poderes y en la interrelación que se establece entre ellos, creando una trama que garantice su estabilidad pero también su impunidad».
Y concluye asegurando de forma tajante que «los ingenuos no sirven para este oficio. No es un territorio para la moral. Es una batalla destructiva. Abrasa a quien la juega y la pierde, encumbra a quien la gana». Es la otra cara de la tan manida e incomprendida sentencia de Ryszard Kapuściński: «Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas».
El constructor del «mito» catalán
De Alfons Quintà no se puede decir que fuera ingenuo ni buen ser humano. Ayudado por su aparente incongruencia y su capacidad para levantarse tras la caída, pronto se repone del golpe que supuso la censura en El País. Su enemigo número uno, el político al que había intentado destruir, el presidente de la Generalitat, le hace un encargo que iba a transformar para siempre la imagen y la conciencia de Cataluña: poner en funcionamiento TV3, un instrumento de propaganda que en manos diestras, como las de Quintà, es la más poderosa de las armas. Alejado del folclore, de la sardana y la butifarra, la televisión catalana se convierte en una de las más modernas e innovadoras del mundo. Una televisión de vanguardia para una nación moderna, se dirá. Como si de una Leni Riefenstahl se tratara, Quintà glorifica a Pujol —a quien antes quiso destruir—, convierte al villano enriquecido irregularmente con su banca en un mártir de la persecución de Madrid, y construye lo que hoy conocemos como el mito catalán.
Desde lo más alto, el periodista vuelve a caer, seguramente porque su alta competencia profesional se ve lastrada por sus maneras de tirano a la hora de dirigir sus equipos. Pero ahí está de nuevo la mano derecha de Pujol, Lluís Prenafeta, para recogerlo y ofrecerle la que iba a ser la penúltima oportunidad de convertirse en el mejor periodista de su generación. Se trata de un nuevo e insólito proyecto, El Observador, un diario en español para catalanistas. Entre los inversores llama la atención el entonces magnate Javier de la Rosa, quien aporta mil millones de pesetas procedentes de su inversión en Grand Tibidabo.
¡Qué puede salir mal! Baste una anécdota como muestra de lo disparatado del proyecto. Como la salida del diario se retrasa una y otra vez, el propio director imprime un ejemplar de 8 páginas con artículos incendiarios contra su propia empresa. Por la presión, o por otras razones, el periódico nace finalmente el 23 de octubre de 1990. Antes de cumplir los tres meses, Quintà es otra vez destituido.
El Mundo, la última oportunidad
A partir de ahí, la decadencia. Cada vez se le hace más difícil levantarse de las caídas. Los grandes logros no compensan la mala reputación. La definitiva y última oportunidad se la da en 1991 Pedro J. Ramírez, quien le ofrece la corresponsalía de El Mundo en Barcelona, con la misión de organizar una delegación. En ese momento tengo la oportunidad de conocerle. Soy su interlocutor en Madrid y soporto estoicamente sus largas peroratas. Deambula por la redacción en busca de alguien que quiera escucharle. Opina sobre todo, ante el recelo de los demás periodistas. Lleva de un lado para otro una foto hecha por él mismo de un muro en el que aparece una enorme pintada contra España; según él, el mejor reflejo de la opresión que vivía Cataluña. Se la enseña a todo el que se cruza. Por pesadez —como si fuera un becario mendicante— consigue que se publique. Fue su primera aportación al diario, en el que tampoco duraría mucho. De nuevo, hubo de refugiarse en sus colaboraciones —esas nunca le fallaron— en el Diari de Girona.
Estrambótica y violenta personalidad
Hasta aquí el periodista Quintà. Falta el personaje. Y eso es precisamente lo que aporta Jordi Amat al entretejer la estrambótica y violenta personalidad con su indudable capacidad profesional, aunque, eso sí, siempre inspirada por un activismo cambiante. Y como fondo, una Cataluña que avanza en la historia desde el acomodo a la dictadura franquista hasta los delirios independentistas, todo ello bien aliñado por la corrupción que todo lo impregna.
Quintà es un hombre condicionado por el odio al padre, un padre que le dejó marcado de por vida, y no solo con la pretina. Recurre con frecuencia al chantaje. Extorsiona al propio Pla, su otra figura del padre. Se convierte en una práctica habitual. Siendo ya delegado de El País, saca tiempo para estudiar Derecho. Algunos profesores le aprueban a cambio de que él consiga publicar sus artículos de opinión. Incluso en una ocasión, una profesora le sorprende copiando y el periodista se indigna hasta tal punto que la denuncia al día siguiente en un breve del periódico.
Sostiene Amat que “hay dos dimensiones de Quintà que pueden solaparse en el día: la del director que cumple con el intenso programa de reuniones y la del ogro arbitrario”. En El hijo del chófer quedan perfectamente ensambladas. «Su conducta —puede leerse— va de la mala educación al asedio. No es que sea raro o excéntrico. Es pérfido. Sabemos de su grosería, que come ansiosamente con las manos, y no solo de su plato, que acosa a las redactoras con procaces y amenazantes propuestas sexuales, que llega a ser un maltratador, que persiguió pistola en mano a una pareja que osó abandonarlo. En la redacción de TV3, cuentan los que lo vivieron, impuso un clima de terror, incluso con amenazas de muerte».
El sangriento final
El carácter violento se mezcla con la depresión por la decrepitud. Visto desde ahora, el más trágico de los finales posibles parece estar predeterminado como en las tragedias griegas. El 19 de diciembre de 2016, en su casa del barrio de Les Corts, asesina con una escopeta de caza a su esposa, Victòria Bertran, médico de 57 años, que lo había abandonado y había regresado a la vivienda para cuidar al enfermo. El asesino aún tiene tiempo para escribir una nota de despedida antes de dispararse con la misma escopeta un tiro en la cara.
Una vida que es una novela. Una novela que ahora llamamos de no ficción, porque la vida, por novelesca que sea, no es ficción. Jordi Amat cuenta los avatares de la tormentosa existencia de Alfons Quintà con una medida mezcla de profusa información y opiniones deslizadas por el propio autor. Y lo cuenta de una forma que estremece al leerla, en un rabioso tiempo presente, como si lo que narra estuviera sucediendo en el mismo momento que el lector lo lee.
Novela, crónica, libro documento, nuevo periodismo, nueva narrativa… Qué más da el nombre que le pongamos. Eric Vuillard (El orden del día) o Emmanuel Carrère (Limónov) han resucitado esa forma de contar que ha inspirado a Jordi Amat. Lo cierto es que ahora ya sabemos quién fue Alfonso Quintà y sabemos un poco más sobre «el mal de los otros y el mal que habita en nosotros».
Cuando Pedro J. Ramírez me llama el 20 de diciembre de 2016 para informarme de la muerte de Alfons Quintà y proponerme escribir su obituario, declino el ofrecimiento. Lo conocía, lo había tratado, pero apenas sabía nada sobre él. Siempre me quedó un mal sabor de boca por no haberlo intentado. La lectura del libro de Jordi Amat me ratifica en la decisión: no sabía quién era Quintà.
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Autor: Jordi Amat. Título: El hijo del chófer. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Y he aquí uno de los aspectos que más dudas me han generado de la lectura de este libro: Jordi Amat no se limita a describir esa conducta anómala de Quintá. Trata también de explicarla. Y para eso acude a la psicología:
Habla de complejo de Edipo, de psicopatía, de necesidad de matar al padre para explicar ciertos ataques personales en sus artículos: «El mito se neurotiza. Su padre ha muerto y parece que transfiere a Pujol su complejo nunca resuelto…» (p.219).
Esa «narración de hechos reales» que propone Amat, ¿no ganaría abreviando esas referencias psicológicas que trufan todo el relato?