A Javier Marías, in memóriam
El viernes 14 de diciembre de 2001, el prestigioso escritor alemán Winfried Georg Maximilian Sebald, más conocido entre el público por sus iniciales, W. G. Sebald, y como Max Sebald por sus amigos, conducía un coche acompañado de su hija Anna, cuando de repente un infarto al corazón le fulminó en una curva de Norfolk, Reino Unido. Su vehículo se empotró contra un camión. Él murió en el acto, a los cincuenta y siete años, y su hija quedó gravemente herida. Hacía poco menos de una década de la publicación de la novela que le dio fama internacional, Los emigrados, así que sólo durante ese breve tiempo pudo saborear las mieles del éxito y el reconocimiento de la crítica, aunque tampoco es algo esto que le preocupara en exceso.
Sebald nació en Wertach, al sur de Alemania, el 18 de mayo de 1944, nueve meses después de la noche en que 528 aviones de los aliados bombardearan la ciudad de Núremberg. Su madre, Rose Sebald, de soltera Egelhofer, regresaba de visitar a su marido, oficial destacado en Bamberg, cuando se quedó a las puertas de la ciudad en llamas, desde donde la vio arder. La madre partió para Wertach y allí crió a sus hijos, Winfried y Gertrud, la hermana mayor, junto a los abuelos maternos en un entorno idílico y complaciente en el que el ruido atronador de los bombardeos no llegaba, al pie mismo de los Alpes, en la frontera con Austria.
Tres años después, a principios de 1947, apareció el padre, Georg Sebald, recién liberado de un campo de prisioneros de guerra en Francia. Pesaba cincuenta kilos y tenía un aspecto demacrado, arrasado por los horrores del combate y el cautiverio. Pronto, sin embargo, impuso su carácter autoritario y exigente, y acabó con el ambiente tranquilo y sosegado que habían construido los Egelhofer. Huraño, dado al silencio y a evitar todo tipo de comunicación y afecto, el padre nunca fue claro con lo que le tocó vivir, y en la familia surgió una “conspiración del silencio” en la que nadie hablaba de lo sucedido en los oscuros tiempos de la guerra. El hijo, de tan solo tres años de edad, fue consciente del cambio con esa lucidez tan propia de los niños, y aquello se le grabó a fuego en el barro lento de la memoria. Más tarde, decidiría prescindir de sus dos nombres (Winfried lo aborrecía porque le sonaba demasiado parecido al femenino Winnifred, y Georg venía por el padre, a quien odiaba) y firmar con las iniciales W. G.
Se dice que fue el abuelo quien ejerció una notable influencia en el joven Sebald. Antiguo policía rural y ya jubilado, era dado a llevarse al niño a hacer largas caminatas por las montañas y le ilustraba en geología, en botánica y en entomología, además de contarle la historia de las gentes del pueblo. Cuando Sebald estaba a punto de finalizar la educación primaria, su abuelo Egelhofer murió en una noche de nieve, en abril de 1956, hecho que le dejó la segunda muesca indeleble en su ánimo. Según cuentan sus biógrafos, la primera novela de Sebald, escrita durante su etapa universitaria pero nunca publicada, giraba precisamente en torno a la larga descripción del funeral y el entierro de su abuelo.
Sebald abandonó su país en 1965. Fue primero a Suiza y cinco años después se marchó a Norwich, en el Reino Unido, como profesor de literatura a la por entonces recién fundada Universidad de East Anglia. Estuvo más de treinta años enseñando literatura en Norwich como profesor universitario y, al parecer, nunca se recuperó de la pérdida de su tierra natal y, sobre todo, del silencio y de la naturaleza que poblaron su niñez. Cuando iba a Alemania se sentía un extraño (allí era un perfecto desconocido) y en Inglaterra se veía de continuo como un extranjero. Todo ello fraguó en su concepción narrativa. En los textos de Sebald hay siempre un narrador que está solo, al margen de la sociedad, un caminante que vaga por lugares vacíos con una sensación de extrañeza en su interior, un outsider que se topa con historias antiguas y con objetos a los que fotografía para incluir en sus libros. Sebald era un apasionado de la foto, y en sus muy frecuentes viajes para documentarse llevaba la cámara y fotografiaba todo aquello que pudiera valerle: un billete de tren, un escaparate, una fachada descascarillada, una ventana sin cortinas, una máscara mortuoria, una factura de un bistró. Fue uno de los novelistas más audaces en el uso de imágenes en los libros, a veces reales, tomadas por él mismo, y otras veces anacrónicas, cogidas de libros antiguos o de arte o de historia, e incluidas como si el narrador las hubiera hecho en sus viajes. Esta confusión entre la invención y lo biográfico es uno de los rasgos más característicos de su escritura.
En realidad, Sebald fue un escritor tardío, ya que su primera novela la publicó con cuarenta y tres años. Según contaba, no leía a autores contemporáneos y mucho menos a los jóvenes. No estaba para perder el tiempo. Sostenía que ni siquiera los escritores más reconocidos sabían articular las frases adecuadamente. Tenía una preocupación obsesiva por la sintaxis y por trabajar el lenguaje (siempre escribía en alemán, nunca en inglés), y notaba sobre sus hombros el peso centenario de la tradición literaria. De los antiguos, admiraba a Goethe, a Rousseau, a Kafka y al escritor suizo Gottfried Keller, y de los más cercanos tenía un profundo respeto por la obra de Thomas Bernhard, Peter Handke y Robert Walser.
Sebald fue un hombre tranquilo y serio, más bien sobrio, pero con algunas manías. No le gustaban los aeropuertos ni las grandes ciudades y odiaba la crítica literaria a pesar de dedicarse a enseñar literatura y, por tanto, a destripar los libros. Detestaba el exceso de sentimientos en las novelas y el confesionalismo barato (“se escribe con la cabeza, y no con el cuerpo», sentenció en una ocasión). Tampoco le gustaba conceder entrevistas a los medios de comunicación. En las entrevistas de radio que se pueden escuchar en Internet se aprecia que su voz era cavernosa cuando hablaba en alemán y se aflautaba algo al pasar al inglés. Su hablar era pausado, más bien moroso, con un timbre como de ultratumba, cavernario, y siempre sardónico. En las fotos vemos que tenía una frente despejada (con generosas entradas), un mostacho denso y una mirada triste. Era fumador y corpulento, de hombros anchos, y vestía como un discreto profesor universitario inglés. Y aunque era solitario, no lo era tanto como el Sebald de sus narraciones pseudo biográficas. Como hemos dicho, fue un escritor preocupado por su tradición y sus antepasados, y frecuentó las líneas de sombra de la historia reciente alemana, rehuyendo de la simplicidad que siempre reflejan el blanco y el negro.
Cuando se le preguntaba por su escritura, solía responder cosas como ésta: «Tengo unas dudas tenebrosas acerca de lo que hago, tanto desde un punto de vista moral como estético. Escribir cada vez me cuesta más (…). A veces tengo la sensación de que debería dejarlo, de que ya basta».
Y bastó. Sebald murió en plena madurez creativa, y lo que escribió en apenas una década le valió para convertirse en uno de los grandes escritores de todo el siglo XX.
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