En algún lugar y de noche, que sigue siendo el momento más propicio para cualquier aparición nebulosa, han tenido que encontrarse una vez más los fantasmas de don Miguel de Unamuno y de su personaje Augusto Pérez. Posiblemente como sueños recíprocos, cada uno evocando al otro, del único modo que les queda en ese mundo que ahora habitan, se habrán reunido alrededor de una mesa camilla y se habrán puesto a conversar, para recordarse aquello de que no se sueña dos veces el mismo sueño, y que lo que sea que está soñando ahora España no es, definitivamente, al verdadero Unamuno, sino un remedo bastante enjuto, más bien ridículo, de lo que fue en su vida y sus escritos el rector eterno de la Universidad de Salamanca.
El caso es que desde hace algún tiempo el nombre del escritor vasco ha regresado de repente, resucitado de cuando en cuando por políticos de todas las latitudes ideológicas, que no han dudado en adueñarse de sus frases para apoyar sus propias opiniones pero, sobre todo, para utilizarlas como armas contra sus rivales directos.
Tampoco importa. Aun con todo, ni siquiera eso es lo más triste. Lo verdaderamente preocupante, teniendo en cuenta los anhelos del mentado, es que esa vacía evocación corra ahora el riesgo de contagiarse entre la gente de a pie, y que de pronto y de la nada aparezcan en las conversaciones incontables Unamunos, todos únicos y todos falsos, por incompletos, para librar así una batalla unamuniana en el recuerdo de su pueblo, que fue siempre el español, y en la que el único vencido será él mismo, condenado a perderse definitivamente en los abismos de la desmemoria.
Porque Unamuno vivió y murió luchando por seguir viviendo eternamente, aun después de muerto. Y por eso se esforzó en plasmarse a sí mismo en sus acciones y en sus libros, todo él, con sus constantes contradicciones, que no fueron más que la prueba dolorosa de una coherencia más profunda, nuclear. Lo hizo por sobrevivir en los demás; por despertar en la conciencia de todo aquel que le leyese en un futuro. Aun sin esperanzas de victoria, peleó contra el destino quijotescamente, y gastó su única bala con su pluma, retratándose desnudo y ofreciéndose a la posteridad, abrazado a esa esperanza como un santo a un crucifijo.
Pero ahora resulta que Unamuno ha vuelto, aunque en realidad no sea él. Que todos vencen pero ninguno convence, según parafrasean las multitudes siguiendo el ejemplo de sus políticos, como si en lo que cada uno entiende de esa frase estuviese encerrada la esencia misma de don Miguel. O, todavía peor, como si aquella admirable admonición, desenraizada y sacada de su contexto, hubiese sido la única que pronunció en su vida.
Si Unamuno hubiese tenido éxito y los españoles le conociesen —con todo el significado unamuniano que encierra la palabra «conocer»— poco sentido tendrían muchos debates en su nombre. Se acudiría a él con el ánimo de quien discute por encontrar una verdad, de quien huye de los dogmatismos, y se utilizarían sus palabras pensando siempre en una posible convivencia entre hermanos, antes que en una disputa eterna e irreconciliable. Pero el problema es que pocos le conocen porque pocos le han leído en realidad, y muchos menos han intentado comprenderle.
Tal vez no sea cierto, pero parece, desde luego, que lo que más se le recuerda tiene que ver antes con la guerra civil infinita que algunos se empeñan en seguir librando que con él mismo. Y así, para esos eternos combatientes de ambos bandos, su discurso en el paraninfo contra Millán Astray no es un ejemplo de coherencia y valentía impresionante, sino más bien un atril desde el que los hunos pueden seguir peleando con los hotros.
Hoy por hoy, cuando se parafrasea a Unamuno se utilizan sus razones como carcasas huecas. Poco importa lo que quiso decir, y más el prestigio y el renombre que su firma puede aportar a las opiniones de terceros. Si se le conociese, sin embargo, se sabría que su vida fue una guerra constante consigo mismo y con los demás. Que perdió la fe cuando aprendió a pensar, y que trató de recuperarla sin éxito durante toda su vida. Que, pese a todo, aborreció siempre las blasfemias obscenas e innecesarias, y que nunca entendió la seguridad militante con la que algunos renegaban de Dios. También que condenó el separatismo en todas sus formas, que peleó contra los nacionalismos periféricos, siendo él vasco, y que sus personalísimas convicciones republicanas fueron las que le llevaron a renegar de la República.
Si se le leyese y se le conociese, se comprendería la sorpresa que suscitó su extraña adhesión al bando sublevado, más aún después de una vida en guerra con el estamento militar; pero todavía podría entendérsele en ese abandono desesperado a una última carta. Jamás dejó de ser republicano, aunque dejase de apoyar a la Segunda República —principalmente por el Estatuto catalán y por el artículo 26 de la Constitución, que prohibía que las órdenes religiosas se dedicasen a la enseñanza—, y si creyó en la lucha franquista fue porque se convenció de que estaba motivada por la salvación de la República. Si se le conociese, en definitiva, se entendería mejor ese discurso del 12 de octubre, recitado después de haber comprobado durante meses que los sublevados que campaban a sus anchas por Salamanca eran igual de cainitas y criminales que los radicales del otro bando.
Unamuno quiso inmortalizarse en sus escritos para poder vivir eternamente en la conciencia de sus lectores. En otras palabras, Unamuno quiso abandonarse a la esperanza de ser leído en un futuro. Ahora, recuperando su nombre pero no su espíritu crítico, otras tantas personas han decidido cargar contra una película antes incluso de su estreno, sin haberla visto, porque no llegan a comprender que el lugar en el que él se encuentra no es en la pantalla, sino en sus libros. Poco importa si el último trabajo de Amenábar es maniqueo y revanchista o no —las opiniones de aquellos pocos que lo han visto son ante todo positivas—; lo sintomático en toda esta historia viene a ser algo que lleva pasando desde siempre: el hecho de que algunos que ni conocen ni lo intentan se sirvan del nombre admirable de un muerto para continuar haciendo una guerra que desgarró a sus antepasados.
Al final, es imposible que una cinta de unas horas de duración pueda resucitar enteramente a una persona de carne y hueso, que con la carne y el hueso pensaba y con la carne y el hueso sentía. Tampoco es esa su función. Para ello, más bien, Unamuno dejó escrita toda su obra. Sin embargo, parece demasiado pedir que aquellos que no le leen se esperen a ver una película antes de tirarse los trastos a la cabeza utilizando como estandarte su propio nombre.
En las páginas de Niebla, Unamuno escribió cómo después de haber matado a su protagonista, Augusto Pérez, comenzó a dudar y a plantearse resucitarlo, pero que éste se le apareció en sueños y le atajó: “No se sueña dos veces el mismo sueño”, le dijo. “Ése que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro”. Del mismo modo, el Unamuno que España ha vuelto a soñar tan repentinamente no es él. Es otro. Por más esfuerzos que dedicase en vida por dejarse en sus escritos, nunca pudo controlar la libertad de aquellos que no querrían leerle ni comprenderle, pero que se empeñarían en profanar su recuerdo resucitando a un personaje que no puede parecérsele menos.
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