Europa, ¿otoño o primavera? es el nuevo libro de Zenda. Un ensayo en el cual diplomáticos, periodistas, profesores, estudiosos, científicos e historiadores han expresado sus puntos de vista acerca de Europa.
A continuación reproducimos ‘La Unión Europea en el laberinto global: una mirada histórica a sus logros y retos’, el texto escrito por Enrique Moradiellos para esta obra.
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La Unión Europa, en su calidad de organización supranacional que hoy agrupa a 27 Estados continentales, comenzó su andadura hace ya poco más de 65 años atrás, con los Tratados de Roma de 1957 que dieron lugar a la primera Comunidad Económica Europea. Fue aquel un hito crucial de un proceso de integración iniciado en 1945, casi al compás de la costosa victoria aliada sobre Alemania y sus satélites [1]. Su misión era asegurar el cumplimiento de tres objetivos supremos para superar el legado de la trágica historia europea precedente:
1º) La Paz en el continente: acabar con nuevas carnicerías humanas después de dos guerras europeas devenidas en mundiales entre 1914 y 1945, originadas por extremas rivalidades políticas nacionalistas, antagonismos económicos y conflicos socioculturales, que provocaron en menos de dos generaciones bastante más de 70 millones de muertos y una cifra incalculable de heridos y mutilados;
2º) El respeto a los derechos humanos: evitar nuevas experiencias de Estados totalitarios racistas, que usaron la violencia más extrema contra sus propios ciudadanos y contra los vecinos invadidos, generando una masiva mortandad de civiles no combatientes e indefensos, como los casi seis millones de judíos europeos exterminados en el Holocausto organizado por la Alemania nacionalsocialista;
y 3º) La promoción de la prosperidad compartida: impedir que la miseria y la extrema desigualdad social volvieran a ser caldo de cultivo idóneo para ensoñaciones nacionalistas autoritarias y xenófobas, que ofrecían la ilusión de la salvación particular a costa del enemigo interno o del extranjero supuestamente inferior y acabaron generando en Europa destrucción hasta límites inimaginables.
Las generaciones que emprendieron la tarea eran conscientes de que cumplir los propósitos fundacionales (evitar la guerra, la tiranía y la pobreza) exigía conformar una organización comunitaria de soberanías compartidas e interdependencias concordadas, superando el marco de las soberanías nacionales irrestrictas. Resultado de aquellas iniciativas es la Unión Europea, que supone más que una confederación de Estados pero menos que un Estado federal (aunque tenga apariencia de una Federación de Estados). Este singular OPNI (Objeto Político No Identificado) ha logrado tal éxito en su andadura que, a través de sucesivas ampliaciones, integra hoy a buena parte de los países europeos [2]. Y pese al revés que supuso la salida del Reino Unido, tiene a sus puertas la demanda de incorporación de otros países continentales.
Un somero repaso a los logros alcanzados por la UE en este tiempo acredita una trayectoria de éxito histórico realmente inédito. Conviene recordarlo porque no son suficientemente valorados debido a la mentalidad presentista y antihistórica que predomina en nuestras sociedades, que lleva a pensar que esos activos de la UE son fenómenos “naturales” y no resultado de procesos históricos contingentes, perfectamente reversibles en poco tiempo. Empecemos por atender a dos datos de partida esenciales para entender nuestro mundo: el espacio y la población.
Los países que componen la UE en 2022 apenas representan un 3% del espacio terrestre mundial: algo más de 4 millones de km2 del total de más de 150 millones de km2. La UE es así cuatro veces más pequeña que Rusia y algo más de dos veces más pequeña que China o Estados Unidos: ningún país europeo, por separado, está entre los quince más grandes del mundo ni llega a la mitad del tamaño del último de la lista (Indonesia). En cuanto a número de habitantes, en 2022 apenas viven en el seno de la UE el 6% de la población mundial: unos 448 millones de los casi 8.000 millones de habitantes registrados en el planeta. Cifra muy lejana de los 1.425 millones de China o de los 1.400 millones de India (que son estados unitarios). Con la peculiaridad de ser una población envejecida (la edad media europea es hoy de 44,1 años, frente a los 28 de la India) y en proceso de reducción (se calcula que en 2060 sólo será el 4% de la población global del planeta) [3].
Sin embargo, ese conjunto de países unidos tan pequeño en espacio y limitado en población tiene el privilegio de contar con algunos beneficios extraordinarios en términos globales [4]. Baste mencionar los siguientes datos para apreciar su dimensión:
1º. Los europeos tienen una de las rentas per cápita más elevadas del mundo, por detrás de los Estados Unidos, pero por delante del resto de países. Pese a la intensa recesión vivida, en 2021 era todavía de 27.880 euros frente a los 10.324 euros de Rusia, los 14.993 euros de China, o los 1.926 euros de la India (por citar a países del G-20: los “más ricos” del planeta).
2º. Los europeos tienen uno de los Índices de Desarrollo Humano más altos del planeta. En 2022 superaba el 0,90 de conjunto (Noruega a la cabeza con 0,961 frente a Rumanía con 0,821), casi igual al de Estados Unidos (0,921), pero muy superior al de Rusia (0,822), China (0,768) o India (0,633).
3º. Los europeos tienen una de las mayores esperanzas de vida del globo y no sólo viven mejor que otros sino que viven más tiempo (dato antropométrico ligado al bienestar existencial). En 2021 esa expectativa media de vida era de casi 82 años para hombres y mujeres, frente a los 77 de China, los 72 de Rusia o los 55 de Nigeria.
4º. Y, finalmente, los europeos tienen a gala consumir algo más del 50% del gasto social público del mundo en conjunto. Ése es el pilar de su inigualable sistema educativo, sanitario y de pensiones: el estado del bienestar que es orgullo del llamado Modelo Social Europeo.
En definitiva, la UE es un verdadero oasis en un triple sentido. Es un oasis de paz y de seguridad en un mundo conflictivo (y por mucho que la guerra ruso-ucraniana iniciada en 2022 nos haya puesto en contacto territorial con un conflicto de suma gravedad). Es también un oasis de bienestar y prosperidad en un planeta que tenía en 2020, según la FAO, unos 700 millones de hambrientos: la mayoría en el sur y sureste asiático, el África subsahariana y en la América del centro y sur [5]. Y finalmente la UE es un oasis de respeto a los derechos humanos y buen funcionamiento de la “democracia electoral” en un contexto en el que una tercera parte de países del mundo son regímenes “híbridos” (Rusia o Pakistán) o autocráticos (incluyendo potencias como China o Arabia Saudita), han sido derrocadas en los últimos lustros no menos de 24 democracias jóvenes (Afganistán y Tailandia) y proliferan estados fallidos (Somalia y Haití) [6].
Pero quien dice oasis dice igualmente su concepto conjugado: desiertos y zonas de transición. Y la UE está rodeada de tales espacios que amenazan la continuidad de su modelo y el nivel de sus logros, aunque sea en forma de arenas migratorias que tratan de entrar en sus dominios a la fuerza. Aquí empiezan los retos pendientes porque esa delicada situación no es sólo el producto de la presión de un entorno más desfavorecido que trata de llegar a la tierra prometida. Esa sería una visión sincrónica cierta pero incompleta. Si aplicamos la lente diacrónica, percibimos que esa situación es también resultado de unos cambios políticos y geoestratégicos de magnitud macrohistórica, que están poniendo en peligro el agua y las palmeras de ese oasis por movimientos telúricos seculares. Estamos ya en el escenario apuntado en 2011 por un informe del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional de España:
En el entorno del año 2025, el sistema de relaciones internacionales será totalmente diferente del sistema actual, ya que la Globalización económica habrá adquirido toda su dimensión, se habrá completado la emergencia de los nuevos actores mundiales, la transferencia de riqueza y economía del oeste hacia el este será una realidad. Por otro lado, el océano Pacífico será el centro de gravedad estratégico mundial, mientras que la influencia de los sujetos no estatales habrá alcanzado una posición privilegiada [7].
En efecto, el mayor reto de la UE no está sólo en mantener su propia existencia como asociación supranacional frente a las tensiones centrífugas gestadas en su interior, con toda la importancia de estos fenómenos: el resurgimiento de nostalgias nacionalistas y soberanistas (como las que alentaron el fenómeno del Brexit y atizan las derivas húngaras o polacas); la presión de nacionalismos fraccionarios (como el manifestado en la crisis secesionista catalana, banco de pruebas para las decenas de nacionalismos subestatales latentes en la UE); el radicalismo de movimientos populistas de variada orientación (como en Grecia en su momento, de perfil izquierdista, y en distintos países europeos recientemente, de perfil derechista o combinado, como en Italia), etc.
El principal desafío para la UE reside en la tarea de acomodarse a ese mundo globalizado que cada vez es menos eurocéntrico e incluso menos euroatlántico (o lo que es igual: menos occidental). Y aquí los retos son grandes por la simple razón de que la UE y Norteamérica albergan juntas sólo a un ser humano de cada siete existentes (y siguen empequeñeciéndose y envejeciéndose). Y porque sólo dos países, China e India (ninguno europeo, ni atlántico, ni occidental), albergan ya a casi tres de cada seis seres humanos y siguen aumentando su población y rejuveneciendo sus filas demográficas. Como apuntaba en 2012 el sociólogo Göran Therbon, por entonces, ya casi el 60% de la humanidad se concentraba en tres regiones: el este, sur y sudeste de Asia. Y no sólo crecían sus poblaciones, sino también su riqueza económica, su influencia política, su peso cultural y su potencia militar [8].
La tendencia de entonces es hoy realidad, como revelan los estudios de Branko Milanovic sobre la desigualdad dentro y entre Estados generada por la intensificación de la globalización desde el inicio del milenio. Los cambios geopolíticos y tecnológicos han socavado la situación privilegiada de las clases medias y populares europeas (y occidentales), que acabaron resultando así “las grandes perdedoras de la globalización”, en beneficio de “las clases medias y populares de Asia” [9]. Quizá por eso las encuestas muestran un persistente pesimismo en las poblaciones europeas y norteamericanas respecto al futuro, en tanto que registran lo contrario en otras sociedades: 14 de los 15 países cuya población es más optimista son africanos, ni más ni menos [10]. Una panorámica que ni siquiera la pandemia mundial parece haber modificado.
A la hora de analizar la magnitud de esos procesos debe mencionarse una dimensión enmarcada en la perspectiva de la “larga duración”, por usar el concepto acuñado por Fernand Braudel. Estos procesos tienen transcendencia histórica porque, desde hace pocos decenios, asistimos al retorno al centro del escenario de “las dos civilizaciones asiáticas más ricas en vísperas del amanecer del mundo moderno” de perfil eurocéntrico: la sinosfera y la hindosfera [11]. Dicho de otro modo: vivimos en una época de reemergencia acelerada de las grandes culturas de Asia centrooriental, que hasta finales del siglo XVIII tenían similar nivel civilizatorio que Occidente y todavía no habían sufrido los efectos de la “gran divergencia” generada por el despegue industrial del mundo occidental [12].
Hay que recordar que la historia de la humanidad, tras la revolución neolítica iniciada en el área que va de Egipto a Mesopotamia, tuvo como eje geoestratégico el espacio ribereño del Mediterráneo (el Mare Medi Terrae: el mar del medio de la tierra). Como dejó escrito Braudel, “todos saben que las ‘primeras civilizaciones’ nacieron en el Mediterráneo oriental del Cercano Oriente” [13]. En torno a ese mar se estructuró la civilización grecolatina durante la Antigüedad, tanto al norte como al sur de sus riberas, con casi igual penetración. Y ése fue igualmente el ámbito de expansión de la religión cristiana que acabó heredando la cultura clásica tras la crisis del siglo V. Ni siquiera la irrupción del Islam en el siglo VII, con su ruptura de la unidad religiosa según un eje N-S, consiguió cambiar la primacía de la posición estratégica del Mediterráneo en la historia.
Esa transformación se produjo a partir del siglo XV, con la Era Moderna, y dio origen al crucial “viraje del siglo XVI” y a su “destino atlántico”. El cambio se consolidó entre los años que van del descubrimiento de América por Colón (1492) a la circunnavegación del globo terráqueo por Magallanes-Elcano (1519-1522). La existencia de nuevos continentes y la comprobada esfericidad del planeta dieron paso a una concepción geográfica que plasmó Gerardus Mercator, cartógrafo flamenco que representó la esfera sobre un plano con proyección cilíndrica modificada: el mapamundi de 1595, con Europa en el centro del globo y en su parte superior (sobredimensionada por las coordenadas de la proyección). Esa vital traslación geo-histórica del Mediterráneo al Atlántico explica la decadencia de las Repúblicas de Venecia o de Génova. Y también explica la expansión imperial de Portugal o de Castilla, así como el ascenso del marginal reino de Inglaterra al rango de primera potencia universal.
El trasvase de hombres, productos e ideas iniciado en aquel siglo XVI y continuado de la mano de la constitución de los imperios ibéricos y europeos tuvo como resultado la conformación de una cultura “occidental” cimentada sobre esa vía de comunicación y configurada por las contribuciones de las poblaciones indígenas americanas y de las sociedades colonizadoras de origen europeo. Una cultura occidental (no sólo europea), de base atlántica, que impulsaría un insólito dinamismo económico y tecnológico y propiciaría desde finales del siglo XVIII “la gran divergencia” (en grado de desarrollo) del Occidente moderno respecto de las viejas civilizaciones del mundo asiático (tanto de China como India o el Islam). Una cultura occidental que registraría la “modernización” socio-económica y político-cultural de la Era Contemporánea: los procesos de industrialización, las reformas socio-institucionales liberales, la innovación ideológica del nacionalismo y el fenómeno de los imperialismos del siglo XIX, entre otros [14].
Sin embargo, desde finales del siglo XX, ese espacio geoestratégico crucial para la historia está experimentando cambios notables en morfología interna y en relevancia mundial, en gran medida como resultado del proceso de globalización económica y tecnológica en curso: el eje atlántico está perdiendo peso por un desplazamiento del protagonismo universal hacia los países ribereños del Océano Pacífico, al compás del crecimiento económico y demográfico de países como China, India, Japón, Corea, Indonesia y otros “pequeños dragones” asiáticos.
Esta nueva importancia geopolítica del eje Indo-Pacífico es un elemento crucial para entender el contexto global de la UE en el siglo XXI, con sus amenazas de pérdida de significación internacional y sus oportunidades para readaptarse a la situación. Porque ambas cosas, amenazas y oportunidades, están presentes en el escenario, como señalaba el pasado noviembre de 2022 Andrea Rizzi con motivo de la cumbre del G-20 celebrada en Bali (Indonesia), al subrayar que Europa está tardando en “asumir la gran realidad de nuestro siglo: el centro de gravedad del mundo se desplaza a gran ritmo hacia el sudeste asiático”. Y proseguía:
Tres de los cuatro países más poblados del mundo se hallan aquí (India, China y el país anfitrión de la cumbre, Indonesia, con casi 280 millones de habitantes); tres de las cinco mayores economías del mundo son de la región (China, Japón e India); dos de los principales desafíos de seguridad (Taiwán, Corea del Norte) se cuecen en estos lares; la zona es además la gran fábrica del mundo (no sólo la potencia manufacturera de China; también la de Vietnam, los chips de Taiwán, la alta gama de Japón o Corea del Sur, los recursos mineros de Indonesia y un largo etcétera). (…) Conviene no dormirse en un eurocentrismo inconsciente. Lo urgente –el desafío ruso– no debe desplazar de la agenda lo importante: encarrilar de la mejor manera posible la posición de Europa en este mundo con creciente protagonismo asiático [15].
Sobre ese fondo de incertidumbre se entienden mejor los fundados pero difusos temores de la ciudadanía europea ante el futuro. Y sobre ese fondo cabe comprender los procesos que nutren la inestabilidad socio-política y el malestar cultural reflejados en las últimas consultas electorales y encuestas de opinión de ámbito continental (y occidental): lo que se ha dado en llamar “la politización del malestar” que sacude a muchas de las sociedades europeas o partes de ellas [16].
No es fácil hacer frente a esos procesos, como tampoco lo es frenar su dirección y el empequeñecimiento del mundo occidental en el marco de la globalización. Pero lo que sí es fácil de enunciar es que el enfado de estos inesperados “perdedores de la globalización” no se arregla con derivas nacionalistas proteccionistas, ni tampoco con recursos a la vieja retórica autoritaria y xenófoba, como si fuera posible retornar a la Arcadia Perdida o edificar aisladamente el Edén Terrenal en el viejo solar europeo (o en parte de él). Todo lo contrario. Buscar soluciones miopemente nacionales a problemas inmensamente globales sólo condenaría a los países europeos a la más absoluta irrelevancia mundial. Tampoco parece solución “mirar para otro lado”, a la espera de que escampe una tormenta que quizá ya no es mero incidente temporal en una trayectoria de progreso ilimitado, sino sistema duradero de existencia social. Sobre todo porque la intensidad de los riesgos exige actuaciones acordes para preparar a esa ciudadanía europea inquieta ante el futuro incierto, logrando superar tanto la desesperanza que nutre la pasividad suicida como la falsa ilusión que alimenta las distopías del nacionalismo fraccionario y xenófobo. Sencillamente porque si la UE fracasa como proyecto y su lugar es ocupado por una riestra de Estados mal avenidos o micro-Estados sucesorios peor conciliados, estará abriendo la puerta a su auto-destrucción (como sucedió en 1914 y volvió a suceder en 1939) y consagrando la definitiva marginación de Europa de las grandes dinámicas mundiales.
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[1] Como la bibliografía disponible es ingente, bastará citar un repaso histórico actualizado sobre los orígenes y desarrollo de ese proceso de integración europeo: Eugenio Nasarre, Francisco Aldecoa y Miguel Ángel Benedicto (eds.), Europa como tarea. A los 60 años de los Tratados de Roma y a los 70 del Congreso de Europa de La Haya, Madrid, Marcial Pons, 2018.
[2] Supuestamente, la definición de la UE como OPNI procede de Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995. Cfr. Jean-Louis Quermonne, “Existe-t-il un modèle politique européen?”, Revue Française de Science Politique, nº 2, 1990, p. 196.
[3] Salvo otra indicación, las cifras proceden de los servicios estadísticos de la UE: The EU in the World. 2020 edition, Bruselas, Eurostat, 2021. Enlace de referencia [en línea], <https://data.europa.eu/doi/10.2785/932944>. Para las cifras de población extraeuropea, la fuente es Perspectivas de la población mundial 2022, Nueva York, ONU, 2022. Enlace de acceso [en línea], <https://population.un.org/wpp/> [Consultas: 6 de diciembre de 2022].
[4] Además de las fuentes referenciadas, los datos que siguen proceden de: Informe sobre el desarrollo humano, Nueva York, Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, 2022. Informe sobre el desarrollo mundial 2022, Washington, Banco Mundial, 2022. Informe mundial sobre la protección social, 2020-2022: La protección social en la encrucijada, Ginebra, Organización Internacional del Trabajo, 2022.
[5] Los datos proceden de El Estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo. Versión resumida, Roma, Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, 2020.
[6] El Estado de la Democracia en el Mundo y en las Américas. 2019. Confrontar los desafíos, revivir la promesa, Estocolmo, Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, 2019. Se entiende por “democracia electoral”, frente a “democracias populares, orgánicas o aliberales”, aquellas en las que el poder político se decide por competencia libre por el voto ciudadano.
[7] Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional, BRICS. Una realidad geopolítica singular, Madrid, Ministerio de Defensa, 2011.
[8] Göran Therborn, El Mundo. Una guía para principiantes, Madrid, Alianza, 2012, pp. 168 y 179.
[9] Branko Milanovic, Desigualdad global. Un nuevo enfoque para la era de la globalización, México, FCE, 2019.
[10] Álvaro Imbernón, “Desigualdad global: elefantes y olas”, Informe económico de ESADE. Primer semestre de 2017, Madrid, Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas, 2017. Enlace telemático de acceso [en línea], <https://es.weforum.org/agenda/2017/01/desigualdad-global-un-nuevo-enfoque-para-la-era-de-la-globalizacion/>, [Consulta: 12 de diciembre de 2022].
[11] G. Therborn, El Mundo, p. 181.
[12] Kenneth Pomeranz, The Great Divergence. China, Europe and the Making of the Modern World Economy, Princeton, Princeton University Press, 2000.
[13] Fernand Braudel, El Mediterráneo. El espacio y la historia, México, FCE, 1989, p. 75.
[14] Sendos repasos, no siempre coincidentes, sobre ese “ascenso de Occidente” en: Niall Ferguson, Civilización. Occidente y el resto, Barcelona, Debate, 2012. Eric Lionel Jones, El milagro europeo. Entorno, economía y geopolítica en la historia de Europa y Asia, Madrid, Alianza, 1994. Philip D. Curtin, The World and the West, Cambridge, CUP, 2002. Robert B. Marks, Los orígenes del mundo moderno. Una nueva visión, Barcelona, Crítica, 2007.
[15] Andrea Rizzi, “La UE vista desde Bali”, El País, 19 de noviembre de 2022.
[16] Pau Marí-Klose, “Los cambios en la sociedad europea. La globalización en el centro de la controversia”, en María Andrés Marín et al., El futuro de un sueño. Europa 046, Luxemburgo, Parlamento Europeo, 2017, p. 119.
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VV.AA. Título: Europa, ¿otoño o primavera?
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