Quisiera hablar sobre nuestra Universidad, pero no sobre cuestiones como que cerca del cincuenta por ciento del profesorado universitario cobre entre 200 y 500 euros al mes; o de esa Universidad que dispensa títulos académicos con un criterio más que discutible; ni siquiera sobre esa nuestra Universidad que no está nunca en ningún ranking internacional de excelencia (ni se le espera). No, para eso ya están los medios de formación de masas —por recurrir a la expresión tan empleada por don Agustín García Calvo—.
No, en esa Universidad —de la que formo parte— no tengo ningún interés.
Lo que me mueve a escribir estas líneas es una cuestión en apariencia marginal, anecdótica, pero que resume mi postura académica, la que me ha ocasionado no pocos sinsabores, y mi visión de lo que debe ser la relación entre Universidad y universo extramuros.
Son las 13:10 de un nueve de diciembre cuando me dispongo a escribir esta breve nota. Acabo de leer la siguiente noticia: «Los historiadores del arte, contra la exposición sobre Da Vinci coordinada por el presentador y escritor Christian Gálvez». Las razones esgrimidas son las que cabría esperar: intrusismo profesional (como si la cultura fuera un bien tan sólo custodiado por sus representantes oficiales y debidamente acreditados), inexactitudes en sus obras (como si en los trabajos académicos al uso no las hubiera), ausencia de carácter científico de las mismas y de experiencia de Gálvez como comisario de exposiciones…
Ante esta «inadmisible» intromisión, quinientos catedráticos, historiadores del arte y demás, han puesto el grito en el cielo y han mostrado su profundo malestar. Es comprensible, ¿no? A fin de cuentas, que una persona se sirva de su proyección mediática para sacar adelante proyectos ajenos a su campo de actuación supone una traición y un acto fraudulento, ¿verdad? Ahora bien, ¿en qué momento tener competencias en un terreno excluye de manera automática tenerlas en otro? Sería algo así como reprochar a Bruce Dickinson ser, entre otras cosas, aviador, campeón internacional de esgrima, graduado en inglés, historia y economía, con un doctorado honorífico en música, por el mero hecho de ser el frontman de la banda de heavy metal Iron Maiden. Los ejemplos en esta dirección son innumerables. ¿Debería Brian May, de Queen, haber prescindido de la música al ser astrofísico también, o viceversa? ¿O Greg Graffin, líder de la banda punk-rock Bad Religion, abandonar o bien el grupo o bien la Universidad de California, donde es profesor de ciencias? Repito, no hace falta insistir.
El caso es que muchos garantes de la firme y reputada tradición académica e institucional no se han tomado muy bien el asunto.
Sin embargo, lo que personalmente he echado en falta —y es algo que suele pasarme— es un poco de autocrítica. La pregunta clave a la que ninguna de esas doctas cabezas, al menos hasta donde yo llego, ha logrado dar respuesta es: ¿por qué no han conseguido ellos despertar el mismo interés por Da Vinci que el «invasor» Gálvez? No basta decir que se debe únicamente a su impacto mediático. Claro que no. Su logro, en realidad, se debe a que ha conseguido hacer accesible la información a un público amplio.
Y es que, por mucho que algunos se nieguen a verlo, la toga y el birrete no son sexy. O, dicho en otros términos, sus sesudos estudios —en parte financiados con fondos públicos— y análisis, sus artículos endogámicos que no lee nadie y que sólo sirven, al peso, para ir ascendiendo en el escalafón universitario, no resultan atractivos ni llaman la atención de los lectores.
¿Significa esto que debemos despreciar la tradición académica, como un millennial (no todos) desprecia todo lo anterior al año de su nacimiento, que debemos vulgarizar el conocimiento? En absoluto. Eso resultaría tan absurdo como decir que la literatura ya debe quedar única y exclusivamente en manos de influencers, participantes en programas de telerrealidad y fabricantes de souvenirs en forma de libro, o el cine en manos de Youtubers.
Ahora bien, y éste es el punto clave de este breve artículo, convendría potenciar una colaboración entre estudiosos y catalizadores de la cultura; dar cabida a la divulgación, el ensayo, a las propuestas más amables y cercanas (como la de Gálvez) dentro de la esfera universitaria. Y no me refiero a que las «ratas de biblioteca» (no es un insulto, yo mismo lo soy) tengan que asumir esa función —o sí, si se sienten preparados (baste recordar que Yuval Noah Harari no se ha hecho conocido por sus trabajos académicos puros, sino por obras de divulgación como Sapiens u Homo Deus)—. Me refiero a que ambos pueden colaborar de manera eficaz: unos buceando en las profundidades últimas de la cultura y el saber, y otros, con más carisma, chispa, proyección mediática si se quiere, don de gentes, capacidad de conectar con los demás, etc., compartiendo con el público general los hallazgos y los resultados de las investigaciones (siempre acreditando la autoría de las mismas, claro está).
De este modo, el conocimiento llegaría y serviría a un mayor porcentaje de la sociedad y no a un minúsculo y hermético grupo de personas. O, en el peor de los casos, impulsaría el interés general por ahondar en tales cuestiones, ampliando, quizá, el público potencial de dichos estudios ultra-académicos.
Asimismo, convendría tener en cuenta los logros profesionales, y no sólo los títulos, para evitar situaciones tan ridículas como ciertas, como, por ejemplo, que Steven Spielberg y una persona que hubiera escrito dos o tres artículos sobre su obra se presentasen a una plaza universitaria y… ¿sabéis quién se la llevaría? Suena tremendo, pero os aseguro que no sería el director de Indiana Jones (a quien, dicho sea de paso, tampoco admitieron en la facultad de cine de la universidad de Southern California y que, tras dos tentativas fallidas, logró matricularse en otra menos prestigiosa, la de Long Beach, para abandonar la carrera en 1968, antes de terminarla, y recibir su título —imagino que ya en calidad de honorífico— en 2002, cuando, a todas luces, ya no lo necesitaba).
¿O te pondrías tú en manos de un cirujano que hubiese aprendido a operar leyendo muchos libros y vídeos tutoriales?
Es muy importante abordar esta problemática en una época donde Google, Apple y otras grandes y visionarias empresas anuncian que no es obligatorio disponer de un título universitario para optar a un puesto de trabajo dentro de ellas.
Después de todo, las fuentes de conocimientos no dejan de crecer; la rapidez, flexibilidad y creatividad fuera de los muros de la Academia son mayores. Especialmente en el terreno de las ciencias sociales al menos, ya contamos con una universidad que llega tarde, que establece teorías cuando ya han sido ampliamente rebasadas por la sociedad (algo así como que te recomendasen abrir una cuenta de correo electrónico de Yahoo o Hotmail cuando todo el mundo hace siglos que se pasó a Gmail, o que te instasen a usas filminas de acetato cuando hasta un niño de diez años sabe hacer presentaciones con Power Point o Google).
Claro que tiene que haber un filtro o baremo que determine la calidad de un documento, material o investigación, pero dichos requisitos deber ser actualizados, a menos que queramos ofrecer información momificada, desactualizada, abstrusa, alienígena, endogámica, alejada de los intereses generales.
Mientras esto no suceda, nuestra Universidad será como aquel rey del cuento: un rey en paños menores, un rey cuya desnudez percibe hasta un niño, pero que sigue desfilando mientras hace gala de una dignidad que hace mucho tiempo que ha ido perdiendo por el camino.
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