Al principio fue una forma, un cuadro en una tela de visillo, enmarcado como un retrato geométrico. Luego, unos artesanos de una tierra lejana, unos artesanos cuya técnica hemos olvidado, diseñaron la Ventana.
Dicen que su propósito imitaba el de la mesa del rey Salomón, la mesa que apoyaba su sabiduría y le hacía vencer en las batallas. Una ventana a través de la cual se ve lo invisible, el pasado y el futuro.
Su historia es una lección para la humanidad y se puede contar en pocas palabras. Napoleón era un hombre culto y curioso. Durante la campaña francesa en Egipto, en 1799, Pierre-François Bouchard descubrió la piedra de Rosetta y luego Champollion consiguió descifrar los jeroglíficos. Pero en esa campaña hubo más logros: entre las vendas que envolvían una momia, en una mastaba despreciada por los anteriores arqueólogos, los sabios franceses descubrieron una especie de fórmula. Era la “receta” que permitiría construir la prodigiosa Ventana.
Compuesta de metales, mercurios, cristales y un sinfín de materiales desconocidos para el hombre vulgar, la Ventana era una especie de espejo en un marco. Sus fabricantes, bajo la supervisión de Bonaparte, debieron utilizar varios crisoles y recitar diversos salmos. Luego, según las instrucciones halladas en aquellos papiros, tenía que ser bañada en cuatro mares distintos, en cinco grandes ríos y llevarse a la cumbre de seis grandes montañas, exponiéndola al viento del Este.
Como ha ocurrido tantas veces en la historia de los hombres, un objeto daba a su poseedor el dominio del mundo. Dicen que Napoleón utilizó la Ventana en todas sus campañas militares, en todos sus movimientos políticos, y que se servía de ella, incluso, para elegir sus lecturas o sus ministros. Dicen también que justo antes de su primera caída, le fue robada. A la isla de Elba ya fue sin la Ventana, consiguió recuperarla y la perdió de nuevo antes de ir a Santa Helena en su definitivo destierro.
La Ventana viajó por el mundo, estuvo olvidada durante siglos, y luego fue propiedad de los hombres más poderosos de la época, que se la pasaban unos a otros, siguiendo una periodicidad equitativa, sembrando de guerras y paces el mundo. La Ventana fue entonces patrimonio de cámaras acorazadas y de los ojos y las manos de unos cuantos privilegiados.
Finalmente, tras un largo periplo, la Ventana acabó en atracción de feria. La gente, los domingos y fiestas importantes, pagaba el mismo dinero por verla que por contemplar a la mujer barbuda, los domadores de leones, o el tesoro del pirata Barbarroja. Pero ya había perdido casi todo su poder, y tan sólo era capaz de mostrar el rostro de la gente en la infancia, en la vejez, el día de su boda o de su muerte.
Ahora los papiros egipcios han sido redescubiertos, y los nuevos amos del mundo luchan por reunirlos, construir una nueva Ventana y utilizarla para fines más o menos nobles.
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