Se cumplen mil novecientos años (más o menos) de la muerte del historiador romano Cornelio Tácito, lo cual nos parece buena excusa para dedicar una pequeña nota a este personaje por tantas razones peculiar. Porque Tácito, más allá de su calidad literaria y méritos historiográficos —que aquí damos por bien atribuidos y divulgados— ha dado mucho juego a lo largo del tiempo, generando amor u odio (sobre todo, odio) en las generaciones sucesivas con una intensidad como en muy pocos otros casos se puede encontrar. No, por cierto, como el bueno de Tito Livio, siempre bienquisto por la posteridad y los estudiosos.
Y es que, aunque la antigüedad lo trató, en general, de manera benevolente —con excepciones: para Plinio o Salustio merece la máxima admiración, pero Tertuliano lo llama ille mendaciorum loquacissimus, el más locuaz de los mentirosos— y en la Edad Media desapareció, fue a partir del Renacimiento cuando Tácito se convirtió en un referente no tanto de la Historia como del pensamiento político. A partir de entonces aparecen admiradores y detractores, se acuñan los términos tacitismo y antitacitismo, según el gobernante atienda o no a la razón de Estado como guía de actuación, y la lectura y exégesis de su obra pasan a ser materia común en los ambientes ilustrados. Especialistas, algunos muy recientes, han llegado incluso a colorear el nombre para resaltar matices según su radicalidad: hay “tacitistas negros”, los más extremos; “tacitistas rojos», más convencionalmente republicanos, y hasta “tacitistas rosados”… En fin, hoy en día nuestro historiador vuelve a estar un tanto postergado, y al teorizar sobre realpolitik se suele recurrir más a Maquiavelo; el cual, por cierto, era un tacitista desorejado.
¿Y en España? Pronto hubo traducciones, algunas con notas y comentarios e incluso selección de textos, como el célebre Tácito español ilustrado con aforismos, de Baltasar Álamos de Barrientos, del que bien se puede decir que, además de conocer la teoría, tuvo ocasión de probar la práctica: Felipe II, muy tacitistamente, lo mandó doce años a la cárcel por ser amigo y recomendado de Antonio Pérez, en el contexto de la famosa intriga que costó el puesto y casi la vida al famoso secretario.
Muchas ediciones se suceden a partir de entonces. Valga un ejemplo: Los cinco primeros libros de los Annales de Cornelio Tácito en Madrid por Juan de la Cuesta (1615), compartiendo año e imprenta con la segunda parte del Quijote. Para documentarse de ellas, como de otras muchas particularidades, puede recurrirse a Tácito en España, de Francisco Sanmartí Boncompte, editado por el CSIC en 1951, así como a la tesis doctoral de Enrique Tierno Galván, El tacitismo en las doctrinas políticas del Siglo de Oro español (1945).
Y entre la bibliografía española encontramos otra obra que merece comentario. Se trata de La verdad sobre Tácito, título rotundo donde los haya, que hemos copiado para encabezar esta nota. El autor, Isidoro Muñoz Valle, catedrático de Griego de la Universidad de Valladolid en la segunda mitad del siglo pasado, fue un filólogo de amplio espectro, como demuestra la variedad de escritos suyos —principalmente ensayos breves— disponibles en las páginas especializadas de Internet. De su vida sabemos poco, más allá de la cumplida necrológica que le dedicó el gran helenista Luis Gil, donde se destacan méritos académicos y virtudes particulares, concluyendo con el tópico al uso: Se fue de este mundo sin dejar un solo enemigo. Sin poner ello en duda, los que conocemos su libro sabemos que en el más allá le esperaba al menos uno: el propio Tácito.
Tirando de revistas especializadas, hemos podido leer algunos textos de Muñoz Valle, todos de tema filológico o histórico relacionado con el mundo antiguo, y en ellos siempre da la impresión de equilibrio y moderación, además de amor por la tradición clásica. Pero La verdad sobre Tácito es otra cosa… Es —utilicemos el término adecuado— un libelo. A don Isidoro Tácito le parece un presunto historiador que se maneja con la más frívola superficialidad y no sirve ni para recoger las migajas de la mesa de Tucídides; además de un aristócrata refinado con una conciencia hiperestésica de clase que, sin embargo, cuando le convenía se despojaba de su famosa gravedad romana para comportarse con la vulgaridad más abyecta, brindándonos una información, es decir, unas burdas calumnias que parecen extraídas de cualquier taberna, lupanar o cuerpo de guardia.
El autor considera a Tácito parte de una camarilla de intelectuales y funcionarios heredados de Trajano que Adriano no tuvo más remedio que disolver, donde figuraban Plinio el Joven y Suetonio, del que también se despacha a gusto:
Estilo árido hasta abrumar de tedio, carente de toda actitud como historiador (…). Dotado de un gusto perverso para la descripción de lo nefando, acumula hasta el delirio todas las abominaciones, reales o imaginarias (…). Entre sus producciones ocupan un lugar relevante sus biografías de los Césares. Esta obra le acredita un puesto de honor al lado de los representantes más conspicuos de la coprofilia (…). No es difícil detectar a lo largo de su obra una complacencia malsana en los pormenores de lo mismo que pretende condenar al ludibrio.
En fin, la obra de Tácito es un monumento a los más infames prejuicios de su época contra la Humanidad. Para Tácito sólo queda un lugar en la Historia: la galería de traidores a la Verdad, a la Justicia y a la Libertad.
Nos hemos recreado en los denuestos de don Isidoro porque, convendrá el lector, tanta aversión y, sobre todo, adjetivos tan gruesos no casan con la circunspección y gravedad que se espera en un catedrático de provincias del tardofranquismo, máxime cuando el objeto de su inquina queda a distancia de siglos, vestía solemne toga y manejaba una excelsa prosa latina. Un ejemplo de hasta qué punto Tácito, el frío y sensible Tácito, ha sido capaz de generar pasiones… y de negarse a sí mismo lo que su famoso dictum proclamaba: sine ira et studio.
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Autor: Isidoro Muñoz Valle. Título: La verdad sobre Tácito. Editorial: Heraldo de Valladolid. Venta: Todostuslibros
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