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La viajera del tiempo

Stanley Milgram fue un controvertido psicólogo que en los años sesenta llevó a cabo varios experimentos sobre el comportamiento humano. En uno de ellos hacía creer a los participantes que podían castigar a otros participantes cuando estos últimos se equivocasen al contestar las preguntas de un cuestionario. Para llevarlo a cabo construyó un escenario con cabinas aisladas y máquinas que provocaban descargas eléctricas, y contrató a falsos supervisores del experimento y a falsos participantes, tanto para castigar como para ser castigados. Realmente, nadie sufría ni hacía sufrir, pero los únicos que no sabían que todo era parte de una representación eran los verdugos, que le aplicaban corriente eléctrica a sus víctimas cuando estas no daban una respuesta correcta y lo hacían casi siempre sin pestañear. Al sacar a los verdugos de su trance o al desengañarlos sobre su capacidad para juzgar, castigar y corregir, algunos se sorprendían y otros se enfadaban, pero la mayoría abandonaba el «escenario del crimen» enseguida, sin saber ya cuál había sido su papel en aquel experimento. Milgram quería establecer hasta qué punto los seres humanos somos capaces de obedecer órdenes y participar en la tortura de nuestros semejantes si se dan ciertas circunstancias. La sombra del Holocausto durante la Segunda Guerra Mundial aún se proyectaba a comienzos de los sesenta sobre las conciencias de los occidentales por haber actuado demasiado tarde, y la guerra en Vietnam comenzaba a convertirse en un recordatorio de que siempre hay un escalón no descendido e infierno más allá del infierno, de que nunca hemos aprendido lo suficiente para dar ciertas lecciones por sabidas y para sentirnos a salvo de errores pasados.

"Solo en contadas ocasiones se sale Rebeca Martín de esa zona de seguridad del nosotros, para dar alguna opinión no sustentada por otra cosa que por sus impresiones"

Hasta cierto punto, los escritores de true crime se colocan en una situación muy parecida a Milgram, del mismo modo que sus lectores nos colocamos en la posición de los participantes de su experimento, sin saber muy bien cuál es nuestro papel mientras creemos estar actuando como simples lectores. ¿Somos víctimas o verdugos? Para descubrirlo, no obstante, deberíamos conocer las intenciones de los autores. Con esa duda comienza Rebeca Martín su extraordinario libro Crímenes pregonados, como si fuese Bruce Chatwin preguntándose qué demonios hace en algunos de los lugares adonde viajó, bastante a menudo sin intención de escribir ni tan siquiera una pieza periodística, solo porque en el fondo le gustaba su vida nómada. Quizás porque sabe que ninguna respuesta es convincente, ni siquiera una que apele a la irracionalidad estética, la autora de Crímenes pregonados se refugia en la primera persona del plural al narrar, dando a entender así que está utilizando un punto de vista algo menos subjetivo de lo habitual. No pretende hacer un uso mayestático del «nosotros», pero tampoco un uso del plural de modestia. Utiliza —creo— la primera persona del plural al recorrer cada una de las cinco causas que explora en su libro porque cada una le debe parecer un laboratorio donde no solo se determina la culpabilidad o la inocencia de las personas, sino también la perversidad de una época y la complicidad de una cultura con respecto a cuestiones relacionadas con el género, la edad, la raza o la religión, por nombrar algunas de las muchas capas en las que se mueve la autora de este libro en su búsqueda de «verdades». Ese punto de vista plural en las páginas del libro parece arrastrarnos a los lectores, para hacernos «más testigos» del proceder de la justicia, que no siempre es el de la verdad y tampoco el de la justicia, y que le sirve a la autora para sentirse menos sola —creo— mientras asiste a cierta exposiciones de hechos, tomadas de la prensa de la época, de cartas, de informes forenses, de actas judiciales y de textos literarios, a menudo con sesgos estremecedores, llenos de odio y desconfianza hacia las mujeres, los homosexuales o los extranjeros. Solo en contadas ocasiones se sale Rebeca Martín de esa zona de seguridad del «nosotros», para dar alguna opinión no sustentada por otra cosa que por sus impresiones, como sucede al final del capítulo sobre Romualdo Denis, un africano que acabó en Filipinas y que mató a tres de los cuatro hijos que tuvo con su esposa blanca, cuando —después de haber sido ejecutado en las páginas del libro— lo libera de las cadenas del honor y los celos que habrían justificado a cualquier otro, porque puede que Romualdo Denis los hubiese matado un poco por ser más blancos que él y posiblemente fruto de relaciones adúlteras de su esposa, como se sugirió en la época y siguió sugiriéndose años después, pero a la increíble autora de este libro le parece importante no dejar de tener nunca en cuenta la condición de esclavo con la que el parricida tuvo que separarse de su padre, se había separado antes de su madre y vivió su infancia y juventud, y por los posibles efectos emocionales que algo así tuvo en él, efectos que en general casi ningún occidental ha de soportar desde hace ya mucho tiempo, algo que no ha servido para evitar que la esclavitud todavía hoy siga existiendo, acaso metamorfoseada y, sin embargo, casi seguro que igual de perniciosa a la hora de moldear las emociones de una persona.

"En cada caso se estudia cómo se divulgaron los hechos y cómo fueron transformados por grabadores, pintores, libretistas de ópera, compositores, novelistas o poetas, que prolongaron la vida de esos hechos a través de la ficción"

Crímenes pregonados comienza en 1770 y acaba en 1893, al término de dos juicios que ni marcan su principio ni marcan su final argumentalmente, porque el libro juega en una liga cuya cronología tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna. El primer caso, aunque tuvo lugar en el siglo XVIII, sostiene su andamiaje en textos generados más de medio siglo después, en un lapso de tiempo en el cual se acumulan hechos históricos del calibre de la Revolución Francesa o de la Guerra de Independencia española. Paradojas así parece que podrían esclarecer ciertas cosas, hacerlas más diáfanas, más comprensibles para nuestras entendederas, por desgracia a veces se produce el efecto contrario. La causa de Romualdo Denis, sin ir más lejos, la recuperó por extenso un novelista, que la publicó en varias ocasiones, primero en fascículos, luego por entregas en un periódico y finalmente en formato libro, introduciendo seguramente cambios entre unas y otras e instigando copias y variaciones, entre cuyas líneas se iban filtrando apreciaciones y detalles anacrónicos, ante los que uno intuye a Rebeca Martín en pugna con la Historia con mayúscula, los relatos, la interpretación de las leyes, los chismorreos, el periodismo amarillista, el clamor popular y el abismo que se abre cuando uno necesita abarcar todo, cualquier cosa que pueda acabar siendo relevante, algún apunte que ayude a cincelar una adjetivación, a ampliar los periodos subordinados de ciertas oraciones. En cada caso se estudia cómo se divulgaron los hechos y cómo fueron transformados por grabadores, pintores, libretistas de ópera, compositores, novelistas o poetas, que prolongaron la vida de esos hechos a través de la ficción, debidamente adecuados, unas veces para ilustrar libros y agradar a sus lectores, otras para servir como base teórica para clases de derecho, medicina o psicología… En palabras de Rebeca Martín, «la reconstrucción de los hechos no encierra ningún interés si no los vemos a través de sus distintas representaciones, siempre saturadas de sentido. El rumor trasvasado al papel, el romance impreso, la noticia en la prensa, el retrato pictórico de un criminal son, para mí, tanto o más importantes que la reconstrucción puramente objetiva de los hechos».

"No se trata de un simple libro, es un festín enciclopédico, es el viaje de Rebeca Martín al interior de la máquina, al interior del nodo donde confluye la información antes de dispersarse en miles de direcciones diferentes"

Para contar cada uno de los cinco casos de Crímenes pregonados, quiero creer que Rebeca Martín se impuso desde el principio que cualquier anécdota, nombre o dato pudiera ser verificable. Verificable, no fiable; que se pudiera leer en otros libros, en otros textos, no necesariamente experimentar. Su juez, en ese sentido, podría ser Jorge Luis Borges, cuya idea del universo tenía la forma de una biblioteca; sus fuentes fueron innumerables y se detallan en un apéndice bibliográfico, con el escrúpulo de una erudita y también con cierto espíritu irónico, comparable al de Jorge Luis Borges o W. G. Sebald cuando en alguno de sus textos van descendiendo o ascendiendo enciclopédicamente los escalones cronológicos de un hecho, ella desviándose para comprobar teorías sociológicas sobre el infanticidio entre los siglos XVI y XIX en Inglaterra o Nueva Inglaterra, o para acudir a una fuente en la cual se proporcionaba el paradero y las actividades de un asesino a quien previamente se había considerado enfermo mental gracias a un informe médico y se había internado en un manicomio de donde al final había huido. En muchos casos, Rebeca Martín nos pide que escuchemos, no que creamos. Lo que nos cuenta es extraño, curioso, subyugante, y a veces también irritante, sobre todo cuando nos hace ver cómo comportamientos o hábitos mentales que ya deberían estar superados siguen con nosotros. Pero no es menos subyugante la manera como presenta el conjunto, interrelacionando las partes. Quizás la extrañeza sea el meollo de la cuestión, la extrañeza que producen ciertos hechos delictivos (que comienzan, acaban y vuelven a empezar, en un extraño círculo maléfico en el que parecemos estar encerrados los seres humanos) y la extrañeza que produce escribir sobre ellos. Pensar que el crimen provoca escritura y que esa escritura provoca lectura invita a pensar hasta qué punto se pueden disociar unas cosas de otras, hasta qué punto el crimen existiría sin escritores y lectores, del mismo modo que se podría pensar en qué medida podrían existir la literatura, los escritores y los lectores sin el crimen. A veces las partes están asociadas a una cadena infinita, no siempre lógica. «Para cultivarse hay que ser prudente y sobrio, pero al escribir hay que ser licencioso y desinhibido», decía el poeta Hsiao Kang. Nuestros hábitos al leer tienden a establecer reglas allí donde las reglas a menudo no existen; quieren continuidad, una lógica que dé forma a un mundo con partes en apariencia inconexas, y en este libro la continuidad y la lógica son conceptos que se conquistan línea a línea. No se trata de un simple libro, es un festín enciclopédico, es el viaje de Rebeca Martín al interior de «la máquina», al interior del «nodo» donde confluye la información antes de dispersarse en miles de direcciones diferentes. Allí avanza con el firme propósito de no perder pie pero siempre con la amortiguación de la ironía cuando su poderosísima inteligencia llega a una playa desierta, a un argumento indócil, a un byte defectuoso.

"Si os gusta leer para saliros de los libros y entrar en otros libros, y si os gusta leer para realizar luego grandes viajes o para fijaros metas o rumbos, para divertiros y aprender, Crímenes pregonados os está esperando"

Hasta cierto punto, Crímenes pregonados me ha recordado a las novelas de Gustave Flaubert, con su excentricidad por el detalle, por su capacidad para detener una frase ante un abismo y dejarla así durante semanas, hasta no haber leído varios tomos de alguna enciclopedia ya en desuso, porque solo en ella podía encontrarse un indicio medianamente fiable para utilizar una palabra y no otra, para vestir un nombre con el adjetivo adecuado o a un verbo con el adverbio que mejor precisa su funcionamiento. También me ha recordado el trabajo de muchos cineastas que creen que se pueden establecer vínculos materiales entre el presente y el pasado, de ahí que trabajen con una extraordinaria meticulosidad y que se tomen su tiempo para conseguir filmar sus películas, preocupados por los detalles más nimios en el vestuario, los muebles y los elementos ornamentales propios del periodo histórico que pretenden reflejar. No les importa viajar a los lugares más remotos, pagando además precios astronómicos por un simple detalle que luego apenas será perceptible en el encuadre, pero que para ellos marca la diferencia entre una imagen útil y una imagen inútil, una imagen necesaria y una imagen innecesaria, una imagen real y una imagen falsa. Hay incluso quienes piden que para una banda sonora de una película de época se utilicen instrumentos antiguos, porque solo así se puede conseguir un sonido viejo.

Si os gusta leer para saliros de los libros y entrar en otros libros, y si os gusta leer para realizar luego grandes viajes o para fijaros metas o rumbos, para divertiros y aprender (que parece el lema de Thomas Pynchon cuando nos advierte: «diviértete pero no te despistes»), Crímenes pregonados os está esperando. No es un libro, es una fiesta.

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Autora: Rebeca Martín. Título: Crímenes pregonados. Editorial: Contraseña. Venta: Todos tus libros.

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