Por mucho que nos cueste dejar ciertas cosas atrás, la vida acaba obligándonos a decirles adiós. Al principio no nos damos por aludidos, el mensaje es demasiado discreto y no logramos descifrarlo. Con el paso del tiempo sentimos que algo no va tan bien como pensamos y toma forma un extraño desasosiego difícil de definir. Al final ese murmullo, que nos ha acompañado durante buena parte del camino, se convierte en un grito inconfundible. Entonces, enajenados por un momento de lucidez tardía, nos apresuramos a meter en una maleta cuanto nos puede servir en un futuro cercano, cerramos la puerta, dejando la llave dentro, y nos vamos.
Como cuando pasamos una página mientras leemos un libro: a veces queremos volver atrás para releer esa frase que nos marcó o revivir esa escena que ya no está tan nítida en nuestra memoria y nos ayudaría a entender lo que sucede en el actual capítulo. Si no la encontramos en ese mar de palabras impresas, indescifrable sin las referencias adecuadas, no nos queda más remedio que descubrir la siguiente hoja. Esa huida hacia delante es la única que puede dar un sentido a lo ya leído: confirmar cuanto sabemos o refutarlo con un giro argumental que nos haga ver la historia desde otro ángulo. Impacientes, devoramos los párrafos en busca de un final que esperamos nunca llegue, deseando que el placer del viaje se prolongue indefinidamente.
Todos hemos fantaseado con la romántica idea de pasar página, de dejar atrás cuanto no aguantamos y empezar de cero. Algunos lo hicimos así, literalmente: llenamos una maleta y cambiamos de país. Hablo de los exiliados que, como yo, dejaron el lugar que les vio nacer para buscar un mundo mejor. No soy el único al que la reciente crisis económica quitó sus sueños. Somos un numeroso grupo de personas que se enfrentaron a la misma encrucijada. Una vez acabados los estudios, con un flamante diploma bajo el brazo (el de arquitecto en mi caso), nuestra hoja de ruta desapareció y tuvimos que improvisar. Comprendimos que no pintábamos nada aquí, que nadie se preocuparía por devolvernos un volatilizado futuro y que no quedaba más remedio que partir para ser coherentes con nosotros mismos. No queríamos regalos de nadie, sino trabajar con ganas en la disciplina a la que tanto tiempo y esfuerzo dedicamos.
«Exilio» es una palabra seria, que pesa mucho y cuesta utilizar, pues evoca realidades muy duras y diferentes motivos por los que partir. Si bien se suele asociar a los políticos, se puede referir a todo tipo de expatriado. Y tras ocho años y medio viviendo en el extranjero, en Francia exactamente, creo que me he ganado el derecho a usarla. Aquí he encontrado oportunidades que mi país no me ha dado, me he casado y he tenido un hijo. No estoy de paso y si no vuelvo a mi tierra, no es porque no quiera. Aunque el regreso es posible, sé que no llegará a corto plazo y que resulta difícil parar la inercia de la vida.
Así que, por ahora, seguiré en el país galo, buceando en su cultura en busca de tesoros inesperados. Y en este consulado de Zenda contaré los desmanes de quien, a pesar de ser señalado por su distinto origen, disfruta con el sabor de una mezcla bien sazonada. Tal vez este rincón se convierta en un manual de instrucciones de la vida del exiliado, como el evocador título de la gran obra de Georges Perec. Del mismo modo que La vida, instrucciones de uso disecciona un edificio parisino para mostrar la efervescencia de un mundo de historias superpuestas, este blog pretende mostrar las experiencias que, desde el otro lado, tienen un significado distinto al que estamos acostumbrados. Desde aquí compartiré descubrimientos vitales y literarios, que dan fe de un viaje que acabará cuando el momento del regreso se presente. Cuando la vida me vuelva a señalar el preciso instante en que decir adiós, pasar página y ver qué depara el siguiente capítulo.
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