Una aproximación a la obra que el poeta Fernando Beltrán ha escrito en prosa, recopilada por Leopoldo Sánchez Torre para la Universidad de Valladolid, que Zenda adelanta en exclusiva.
La huella poética de Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) es un ejemplo de coherencia y belleza. En 1982, con 26 años, obtiene el accésit del Premio Adonais con el libro Aquelarre en Madrid, un himno existencial considerado uno de los poemarios emblemáticos de la generación de los 80.
La amada invencible. 80 poemas incurables (KRK, 2006), El corazón no muere (Hiperión, 2006), Mujeres encontradas (Sins Entido, 2008), o el que recoge toda su obra, desde 1980 al 2010, Donde nadie me llama (Hiperión, 2011), con prólogo de Leopoldo Sánchez Torre, son solo algunos títulos de su elegante y comprometido edificio poético. En el último piso de esa gran casa que ha ido construyendo a lo largo de una vida se sitúa, de momento, Hotel vivir, un libro en el que Beltrán continúa elevándose como una cometa indómita rompiendo cualquier barrera establecida por el mercado, las modas o la crítica.
Ahora, la Universidad de Valladolid ha tenido el acierto y la delicadeza de incluir su obra en prosa en la colección Renglón Seguido, dirigida por Javier García Rodríguez, al cuidado del poeta y profesor de literatura Leopoldo Sánchez Torre.
La vida en ello contiene toda la prosa de Fernando Beltrán que Sánchez Torre ordenó con estos epígrafes que hablan también del mundo personalísimo de Beltrán: “Hombre con paraguas”, que comienza con “Errores y paraguas”, un homenaje a su padre, un texto que escribió en 2004 y que hasta este libro permanecía inédito, un aturdido grito de amor. Le siguen “Charcos, piedras, poéticas”, “Músicas escuchadas” (en donde se recogen, entre otros textos, los que se publicaron en Zenda sobre Gary Snyder, Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y Gregory Corso), “Abismos y bellezas”, «Ásperos y esenciales”, “El mundo entero” y “Canción del hijo”, que contiene dos textos sobre su madre, “la más hermosa”. Amor y dolor…, “Morirse es quedarse con la palabra en la boca… Con mil palabras en la boca”, escribe Beltrán.
La vida en ello es un libro capital para ahondar aún más en la obra de Fernando Beltrán, que ya había dado a sus lectores parte de su biografía en sus poemas. Ahora lo tenemos abierto en canal, con sus miedos y sus vértigos, sus zozobras y sus lluvias, su luminosidad y su verdad. Corregido y aumentado. Un poeta en carne viva.
La cara en prosa de Fernando Beltrán, por Leopoldo Sánchez Torre
La vida en ello reúne una selección de los textos en prosa que Fernando Beltrán ha ido redactando, desde el inicio de su trayectoria creativa, a pie de poema. Entre los más alejados en el tiempo –de finales de los ochenta– y los más recientes, han transcurrido tres décadas de una infatigable reflexión sobre la experiencia poética que el autor ha difundido en forma de artículo, manifiesto, reseña, conferencia, presentación, prólogo, semblanza o memoria personal y familiar. Estos textos componen la cara en prosa de su itinerario poético y nos proporcionan un conjunto de materiales de suma importancia para completar nuestro conocimiento y enriquecer nuestra lectura de su obra. Y para revisar, de su mano, algunas peripecias y algunos rostros representativos de la literatura y de otros testimonios artísticos contemporáneos.
Fernando Beltrán ha ido conjugando desde bien temprano la práctica de la poesía con la indagación acerca de su sentido y su función social, de sus cauces y de sus proyecciones, y este es uno de los primordiales ejes constructivos de toda su escritura, incluso de la concerniente al dominio más íntimo. Así puede verse en “Hombre con paraguas” y “Canción del hijo”, la sección que abre y la que cierra este libro, que toman como motor sentimental y como impulso especulativo las figuras tutelares del padre y de la madre, pero que hablan directa u oblicuamente de la poesía. Porque, a la vez que se recorren sucesos e instantáneas del álbum familiar, se insertan meditaciones sobre la experiencia poética, de la misma manera que, en el interior de un texto sobre un poeta o artista determinado, surge funcional una anécdota, un personaje, un ambiente, un destello subjetivo. No hay fronteras —o todo es lo mismo y forma parte de ese territorio fértil que es la frontera— en estas prosas en las que quedan desleídas las convencionales líneas de separación entre lo privado y lo público. Y es que lo poético se manifiesta en la retícula toda de la memoria doméstica, porque incluso los detalles aparentemente más insignificantes que se convocan son convertidos, por medio de un súbito quiebro característico del imaginario del autor, en metáforas imprevistas —pero dotadas a la vez de una implacable clarividencia y de una excepcional capacidad de sugestión— del ejercicio de la poesía. Y es ahí, en el plano más epidérmico, en el borde más tenue de la memoria, en la más delgada franja de una pieza artística ajena, en la grieta apenas entrevista de un paisaje, donde emerge de pronto el hallazgo, la sutil puesta en relación de esa aparente pequeñez con la absorbente experiencia de la poesía, cuando no con la experiencia total del ser humano.
En “Charcos, piedras, poéticas…”, se agrupan piezas expresamente pensadas para articular reflexiones más o menos sistemáticas sobre la poesía: exposiciones de sus ideas acerca de la creación estética, consideraciones sobre la gestación, el rumbo y el sentido de determinados proyectos en los que se vio involucrado o recreaciones del contexto y el “estado de ánimo” con el que fueron compuestas algunas de sus obras. Manifiestos como “Perdimos la palabra” (1987) y “Hacia una poesía entrometida” (1989) se publicaron con un claro afán de intervenir en las controversias del momento, pero no para alimentar estériles polémicas; fueron, más bien, una sensata llamada de atención hacia lo que el autor consideraba dos serias disfunciones para la circulación de la poesía: la “insoportable incomunicación con los lectores” y el alejamiento de la realidad circundante. En sus futuras poéticas, irá matizando esa apuesta por una poesía que hará extensible su entrometimiento, mucho más allá del plano estrictamente cívico, a todas las inflexiones de la vida y a todas las dimensiones del ser humano, para desembocar en una escritura “que dice lo que no se quiere oír, y aspira a decirlo de tal forma que, una vez escuchado, no pueda tampoco dejarse de oír”.
Como se observa ya desde esos primeros escritos, el eje principal sobre el que gravitan sus preocupaciones estéticas es el lector. La poesía, en efecto, no se entiende si no implica una especie de transferencia, de estado de ánimo compartido; si no se traslada al lector el vuelco emocional que supone para el poeta. Desde esta perspectiva, se comprende la relevancia que Beltrán otorga a la presencia del sensismo en la poesía española de finales del pasado siglo, por cuanto proponía una “nueva sensibilidad literaria que hacía metáfora de la cotidianidad” y “del entorno punto de partida”, a la par que renegaba de la inflación culturalista. Se añade, además, una oportuna reivindicación del espíritu de la Movida y de la incardinación de los movimientos de renovación poética en las nuevas formas de vida y de pensamiento que, con todas las limitaciones y contradicciones que se quiera, aventó de hecho este estallido social y cultural de tan amplios horizontes.
Dos secciones de La vida en ello recogen lecturas y semblanzas de otros poetas. Por las páginas de “Ásperos y esenciales” desfila una decena de autores coetáneos o más jóvenes que no solo lo incitan a adentrarse en sus libros, que presenta o prologa con aprecio y afinidad declarados, sino también a investigar sobre la práctica poética en general y sobre él mismo como poeta. Se trata de escritores que participan de una cosmovisión emparentada con la concepción de la poesía como emoción y conmoción y como clamor inconformista y alerta. Esta es para Fernando Beltrán la actitud estética y ética propia del poeta, que es el que se inmiscuye, “un instrumento de riesgo”, el que está justo donde no se le espera, aunque en el fondo todos lo esperamos ahí, pues solo desde esa posición curiosa e indiscreta se adivina posible una obra a la altura de los hechos y de los tiempos. Como ocurre con la suya, la que personifican estos autores es una poesía habitada y habitable; amable, pero incómoda; cómplice, pero no complaciente; desarraigada y enraizada; anclada a la superficie, pero dispuesta al vuelo.
En los artículos de “Músicas escuchadas”, queda establecido parcialmente su linaje y asentadas algunas de las más robustas columnas de la muy plural tradición en la que se reconoce, un manantial de referencias e influencias que se evalúan y se describen desde el corazón mismo de su escritura, entrañadas en ella como cualquier otro avatar de su rutina personal y cultural. En ellas encuentra el abono para apoyar la doble visión de la vida que alienta en toda su escritura (“Un no estar satisfecho nunca del todo con el mundo de alrededor, mientras lo amas a la vez hasta las últimas consecuencias”) y para sustentar esa acuciante llamada a salir a la calle en la que coinciden los guías de la generación beat (“descender a las calles del mundo”) y los goliardos (“bajemos a las plazas”), pero también los abanderados del realismo crítico o un Dámaso Alonso que “fue capaz de convertir su estado de ánimo en estado de conciencia”.
El interés por el resto de las artes y de las manifestaciones culturales y científicas se vuelca en “Abismos y bellezas”, donde están representados el mundo de la fotografía, la pintura, el diseño y la ilustración, la música, la danza, el cine y la antropología. En sus acercamientos a estas disciplinas se examinan tanto los personajes como el sentido de la actividad que realizan, y estas figuras y estas tareas son finalmente el espejo en el que se refleja quien las describe, que acaba siempre por interrogarse, al formular preguntas sobre ellos, acerca de sí mismo.
En los textos de “El mundo entero”, Beltrán explora los múltiples enclaves de la intimidad, ya se encuentren en las pobladas, humildes y abrigadas calles de la India, en los míseros pero peinados y aseados arrabales colombianos, en las solitarias y tentadoras estaciones de tren, las recortadas veredas y las aisladas playas del litoral asturiano o en la rendija por la que entraba en la casa familiar, con las páginas del periódico, la realidad externa para cimentar el mundo interior de sus habitantes. “Poesía, en definitiva”: eso contienen estos espacios materiales que, poblados por personas, están, por ello, colmados de palabras y abiertos a la experiencia estética, a “trasplantar latidos de uno en los latidos del otro”, pues en eso, se nos dice, consiste la poesía.
Las palabras críticas de Fernando Beltrán están concebidas desde el entusiasmo, con todos los sentidos en ebullición; sin embargo, por encima del desbordamiento apasionado, del agradecimiento delicado y cómplice, se alza siempre un revelador acierto interpretativo. Como proponía Serge Doubrovsky, el ejercicio de la crítica requiere una simpatía, pero una simpatía “armada, apoyada en todos los conocimientos pertinentes que le puede ofrecer su tiempo” a quien la practica. En su proceder, nos dice Beltrán, no hay “regla o método fijo de trabajo que vaya más allá de pasear, mirar y sentir siempre con los ojos muy abiertos”, pero no puede prescindir de ningún modo de su sólida formación, de su muy madurado depósito de lecturas y de su cultivada sensibilidad. Por ello, lo que encontramos son “armadas” lecturas emocionales –impulsadas desde lo que él denomina su “trampolín sentimental”–, tientos exegéticos esgrimidos simultáneamente con pasión y con precisión, descubrimientos que emanan de la razón a la vez que de la intuición.
Replicada de modo diverso en las partes que lo conforman, el lector tiene a su disposición en La vida en ello la meditación más completa y extensa sobre poesía y poética publicada hasta ahora por Fernando Beltrán. Algunas de estas prosas parecen haber nacido condenadas a una existencia frágil, la de la ocasión para la que fueron escritas, pero es indudable, al verlas reunidas en este volumen, que no merecían ese destino. Porque en todas ellas, en las que poseen ese sesgo y en las que surgieron con un mayor afán de permanencia, se lanza al ruedo una mirada crítica profunda, “a cántaros” —así es, a juicio de Beltrán, la que activa el poeta—, que aspira a prolongar las preguntas de las que emerge, no a resolverlas; que provoca inquietudes, dudas, enigmas; que crea un lector más inteligente, dispuesto a ir y a volver al texto y a transitar con decisión y criterio por las dependencias de un edificio verbal de apariencia simple, pero de naturaleza laberíntica. Porque la Ariadna de estas prosas no libera al lector del laberinto: lo prepara para recrearse, para crecer en el encierro. Para que le pueda ir la vida en ello.
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Autor: Fernando Beltrán. Título: La vida en ello. Prosas a pie de poemas. Introducción y selección de textos: Leopoldo Sánchez Torre. Edita: Universidad de Valladolid. Venta: Amazon y Casa del libro
Leopoldo Sánchez Torre es profesor de Literatura Española en la Universidad de Oviedo. Sus principales líneas de trabajo están relacionadas con la poesía contemporánea, las poéticas del compromiso, la metaficción y la literatura asturiana. Ha publicado La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX (1993) y ha coordinado, en solitario o en colaboración, los volúmenes colectivos Víctor Botas y la poesía de su generación. Nuevas miradas críticas (2006), Palabras reunidas para Aurora de Albornoz (2007) y Compromisos y palabras bajo el franquismo. Recordando a Blas de Otero (1979-2009) (2010). Es codirector de Prosemas. Revista de Estudios Poéticos, que edita la Cátedra Ángel González de la Universidad de Oviedo. Es el responsable de la programación del Aula de las Metáforas de Grado (Asturias), una biblioteca y un espacio cultural para la celebración y la difusión de la poesía.
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