El séptimo sello, de Ingmar Bergman.
Y yo digo: ¿por qué? ¿Por qué tenemos que seguir
como si no hubiera pasado nada fuera de lo normal?
Ocurre en un instante, después no hay término medio: la vida sigue o la vida se detiene. El instante, en cualquier caso, se desvanece. Los días prosiguen su marcha, lo hacen contigo y lo hacen también sin ti.
I. Un primer contacto con los bordes del vivir.
A Maggie O’Farrell tenemos la fortuna de conocerla por estos rincones del mundo, en buena medida merced al trabajo de rescate efectuado por Libros del Asteroide, editorial que, tras publicar su novela Tiene que ser aquí, repescó la fabulosa La primera mano que sostuvo la mía. Aquellas dos novelas sirvieron, claro, para arrastrarnos hacia una certeza: la de que O’Farrell es un portento narrativo, una detallista constructora de palacios afectivos. Sigo aquí contribuye a este acercamiento, pero lo afronta desde un lugar diferente: aquí, la novelista norirlandesa se pliega sobre sí misma para construir una suerte de crónica de la supervivencia. Un poema autobiográfico, si queréis; a fin de cuentas, una caudalosa celebración del hecho de vivir: aquí, ahora.
Este es un recuento de abismos, un repaso amalgamado de los momentos en los que la biografía de la escritora estuvo a punto de frenar su transcurso —más o menos bruscamente, dependiendo de la ocasión—. Más allá de la anécdota —en los libros de O’Farrell la distancia del lector siempre resulta fundamental: no se lee lo mismo palabra por palabra que oteando el libro en su plenitud—, Sigo aquí se transforma rápido en una relectura de su relación con la muerte a lo largo de diferentes estadios de su vida, que todavía late, incrustada en su teórico ecuador.
Plantea O’Farrell un lugar virginal: la mirada del niño que sólo concibe lo inmortal. El miedo a la muerte es entonces un dibujo diluido en el viento, acaso una intuición vaga que pulsa el mundo desde algunas grietas. La vida es entonces la protagonista. Los niños irradian vida porque es lo único que comprenden: celebran el instante, abaten al largoplacismo y se inventan una rutina de disparatadas urgencias. Preguntan: ¿si yo no soy feliz ahora mismo, de qué serviría todo esto que estamos haciendo?
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De esta manera, el aterrizaje de esa consciencia es un golpe brutal, definitorio. El niño recibe la certeza de su temporalidad como una masa imposible de gestionar, como una enredadera dispuesta a asfixiarlo. En el caso de Maggie O’Farrell, esto sucedió cuando, a los 8 años de edad, se le diagnosticó una encefalitis aguda que amenazó con mantenerla el resto de su vida postrada en una silla de ruedas. Sin embargo, sorteó ese diagnóstico pesimista y, apoyada en un servicio de fisioterapia insistente, pudo reordenar su vida, aproximarse lo máximo posible a la niña que una vez había sido, aun sin olvidar que, cuando uno cambia, cambia para siempre. Sobrevivir a aquello fue un impulso. Escribe:
Seguir viva me parecía un regalo, un premio, una bendición: podía hacer con mi vida lo que quisiera. […] ¿Qué otra cosa podía hacer con mi independencia, con mi condición ambulatoria, sino sacarle todo el provecho posible?
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II. La libertad y el segundo que resuelve.
A lo largo de esos años a los que Maggie O’Farrell atribuye una cierta inconsciencia juvenil, la muerte se transformó: de ser un miedo lacerante pasó a convertirse en un quedo compañero, en una presencia silenciosa e incluso apacible. Sus revueltas, sin embargo, lo ponían todo en peligro. A lo largo de su juventud, O’Farrell relata una serie de acontecimientos que, incrustados en un estado de aparente normalidad, pudieron significar el fin, exactamente el mismo que años atrás, cuando ese cruce de caminos era un lugar temido. El temor o la calma, pues, no son más que distintas predisposiciones ante un hecho común.
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En un escalofriante capítulo —concretamente, el que abre Sigo aquí—, la novelista norirlandesa relata una traumática experiencia que sufrió a los 18 años, cuando, un verano, se decidió a dar un paseo solitario por las rocas en la costa. Allí, un hombre apareció súbitamente y, tras dirigirse a ella, rodeó su cuello con la correa de sus prismáticos. En un intento por mantener la compostura, O’Farrell expone cómo trató de sostener la conversación, de dirigir al hombre hacia un lugar abierto, en el que más gente pudiese socorrerla en caso de que la agresión se prolongase. Su denuncia fue desestimada por falta de pruebas; dos días después una chica apareció muerta, estrangulada con unos prismáticos. Se pregunta la autora, entonces, qué azar resolvió que ella pudiese sortear a la muerte frente a un potencial asesino. Allí estaban, de repente: las dos salidas posibles para el instante definitorio. Ella, en este caso, representaba la vida. Volvería a casa, comería con sus padres, retomaría sus estudios, publicaría libros, tendría hijos. La otra chica no haría nada de eso. Así que Maggie O’Farrell se mira las manos, aun en medio de esa inconsciencia juvenil, y se repite, entre dientes: «sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí«.
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La amenaza de un atraco con arma blanca en Chile; corrientes desconocidas capaces de desplazar un cuerpo humano al interior del mar; incapacidades motrices herederas de la encefalitis sufrida durante la infancia: varios son los episodios de juventud que la escritora sorteó para seguir aquí, varias las partidas concretas de las que se resolvió vencedora. Podríamos aseverar, de hecho, que las ha ganado todas. Ella, al fin y al cabo, aquí sigue. ¿No es así?
III. El desplazamiento de los miedos.
Una de las líneas discursivas primordiales en la novelística de Maggie O’Farrell es la que traza círculos alrededor de la maternidad. De algún modo, ella comprende este fenómeno biológico como una suerte de desdoblamiento: el hijo que nace asume una serie de características de sus progenitores; con todas ellas absorbe su miedo. De esa manera, apunta O’Farrell, la inconsciencia juvenil no se extingue por completo hasta la fecha en que una tiene hijos. Entonces, la muerte recupera su rostro antiguo y negruzco, su vil apariencia asesina. No es uno, sin embargo, el que sufre ahora. Es el pequeño quien lo hace.
Maggie O’Farrell explica esta disociación del miedo a través de la figura de su segunda hija, que nació cuando todos los pronósticos médicos empezaban a asumir que su primogénito acabaría siendo hijo único —finalmente, O’Farrell ha tenido tres hijos—. Desafiando los preceptos del mundo, igual que hiciera su madre décadas atrás al levantarse y caminar: así nació la pequeña. Sin embargo, pronto se desveló el motivo de su singular y extrema fragilidad: un eczema atópico aunado a una larga lista de alergias que, para su débil organismo en formación, podrían incluso resultar letales.
Así, la narradora se transforma en una suerte de mano protectora, que recuerda a aquella palma tendida en La primera mano que sostuvo la mía, y que ya es introducida en el capítulo en que O’Farrell relata el sufrimiento de su primer parto. Entonces, un misterioso hombre vestido de beige la cogió de la mano y la acompañó durante el proceso. Escribe: «Cuando conocí a este hombre, hacía unos diez minutos que yo era madre, y él, con un gesto pequeño, me enseñó una de las cosas más importantes de este trabajo [la maternidad]: la ternura, la intuición, el contacto, y que, a veces, hasta las palabras sobran».
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La mano, pues, es consciente de la vida. Sabe que pertenece a la tierra, recuerda la fortaleza de los afectos de los que hoy, aquí, disponemos. Y nos hace pensar que todo esto debe ser un poco mágico, este absurdo hecho de estar vivos en este preciso instante. Un centímetro más y la muerte; un segundo más y la muerte; un grito más y la muerte. Pero nunca ese paso más. Pero, hasta hoy, siempre la vida.
Al otro lado de las paredes, la mañana desemboca en la
hora de comer, en la tarde, en la noche y vuelta a empezar.
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Autora: Maggie O’Farrell. Traductora: Concha Cardeñoso. Título: Sigo aquí. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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