Nunca he terminado de entender que sólo unos pocos privilegiados —mi amigo Andrés Trapiello, entre ellos— se hayan ocupado a fondo, con el rigor y la seriedad precisos, de la obra literaria de José Gutiérrez-Solana. Su pintura, aunque a regañadientes, puesta en cuarentena hasta no hace tanto, triunfó, sobre todo, a raíz de su muerte, acaecida un 24 de junio de 1945, “un día de lluvia pertinaz”, como dejó escrito uno de sus biógrafos, a causa de un ataque de uremia, cuando aún no había cumplido los sesenta años de edad.
Alguno de sus contemporáneos, como Ramón Gómez de la Serna, hizo bien poco para que sus libros fuesen tomados en consideración. Ramón, a quien tanto le gustaban los calificativos y las frases hechas, tildó de “prosa con tropezones” el estilo tan particular, único e irrepetible, de Solana. Sin embargo, La España negra, aparecida en 1920, cuando los hombres del 98 estaban en todo su apogeo, pasa por ser uno de los libros más raros y originales de la historia de la literatura en lengua española del siglo XX. Unas memorias en donde el pintor y escritor saca los colores a un país anclado en su pasado, supersticioso y fiero, que se oponía al progreso por miedo a las penas del infierno inculcadas por el clero. Creo que es en La España negra en donde Solana ofrece curiosos detalles sobre su visita a la farmacia de un pueblo de Castilla. Allí, en ese local, a la vista de todos los clientes, en recipientes de cristal, el boticario se había entretenido en coleccionar las solitarias (parásitos que viven en el aparato digestivo), conservadas en formol, de los personajes más ilustres de aquel lugarón: el alcalde, el cura, el practicante, el cacique…
La vida que le tocó en suerte a Gutiérrez-Solana no fue ninguna ganga. Así se entiende que cuando uno de sus biógrafos —quizás Sánchez Camargo— le preguntó qué era para él la vida, el artista, sin vacilar ni un instante, le respondiera: “¿La vida? Una puñetera mierda”. Y no es para menos si reparamos en algunos detalles de su biografía. Cuando tenía tan sólo cinco años, a escondidas de todos los demás, pudo contemplar el ataúd con los restos de su hermana sobre la mesa de mármol de la casa familiar. El frío de la muerte penetró en su alma con tal profundidad que jamás se apartará de él. Tanto es así que el doctor López Ibor, que estudió con detalle el comportamiento de Solana, llegó a afirmar, a propósito de su pintura, que la máscara, tan repetida en sus cuadros, fue su única defensa contra el vértigo de la angustia y de la náusea.
Para empezar, su padre, don José Tereso Gutiérrez-Solana y Gómez de la Puente, nacido en la ciudad mejicana de Coliche, ya fue un hombre maniático y excéntrico que terminó refugiándose en el coleccionismo: libros raros, relojes, alfombras, tapices y joyas. A su muerte, su esposa y madre del pintor, doña Josefa Gutiérrez-Solana y Montón de Abril, prima carnal de su marido y natural de Arredondo, Santander, comenzó a dar señales de perturbación mental. En la época en la que estuvo a cargo del artista, éste la amordazaba para amortiguar sus gritos cuando recibía visitas en el estudio de posibles compradores. Segunda, la hermana de su madre, también había enloquecido tras la muerte accidental de uno de sus hijos. Y por si todo ello fuera poco, su tío Fernando, hermano de su madre, fue encerrado en un manicomio después de haber asaltado la casa de socorro, en donde se hallaba el cuerpo sin vida de su hijo. Finalmente, Luis, uno de los ocho hermanos del propio José Gutiérrez-Solana, volvió completamente loco de su viaje por los Estados Unidos. Su manía consistía en dar vueltas y más vueltas alrededor de un árbol. No es, pues, de extrañar que Solana, depositario y heredero de todas estas locuras, se mantuviera soltero hasta el fin de sus días, porque tenía verdadero pánico a seguir propagando eternamente la enfermedad. Vivía con su hermano, también soltero, una perra bull terrier, a la que retrató en uno de sus mejores grabados, y la criada, quien, según las malas lenguas, era muchacha para todo.
Cuando en 1999 llevé a cabo la edición crítica de su única novela, Florencio Cornejo, anduve un tiempo a la búsqueda de sus posibles herederos para resolver todo lo relacionado con los derechos de autor. Uno de sus más firmes estudiosos y admiradores, Pepe Esteban, muy puesto en cuestiones jurídicas y sucesorias entre los escritores, me lo dejó bien claro: “Tú pon a los herederos, por si acaso. Pero que sepas que, al final de su vida, sus cuadros y sus pertenencias pasaron a manos de la criada de la casa”. Parece ser que poco tiempo después, a toda prisa, la buena mujer lo acarreó todo hasta el rastro de Madrid y lo malvendió por cuatro perras. Esa fue la mayor locura.
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