Si Luis Mateo Díez no hubiera dado antes sobradas muestras de una capacidad inventiva de orden moral incomparable en nuestras letras, produciría asombro cercano al estupor el contundente cúmulo de peripecias reunido en Vicisitudes. Por eso a nadie de sus fieles —el puñado de unos miles de lectores selectos que siguen con perseverancia sus cosas— sorprenderá este libro insólito. En realidad, aunque su forma sea muy original, incluso dentro de la propia obra del escritor leonés, no resulta por completo novedosa, o inesperada. Tiene un subterráneo parentesco con el centón de historias funerarias enhebradas en La ruina del cielo. La diferencia reside en que mientras en esta segunda entrega del ciclo de Celama no hay más que muertos, en Vicisitudes los personajes son vivos, aunque se desviven, si se me tolera el juego semántico. También guarda familiaridad con Fábulas del sentimiento. Con esta comparte la cualidad de «novelas ejemplares» en las que un buen número de casos dan pie a una intemporal comedia humana. En conjunto, el bloque novelesco de la última etapa de nuestro autor adquiere en Vicisitudes la dimensión de recuento de personajes, escenarios y obsesiones.
Otros datos parciales más hacen obvia la comunidad literaria a la que pertenece Vicisitudes. A ella remiten unos protagonistas con un punto de excentricidad y un determinado medio urbano, ambos soportes, psicológico y material, de una inherente conflictividad anímica. Por eso es imprescindible subrayar la atención preliminar, previa al desarrollo de las «vicisitudes» en cuestión, que L.M. Díez presta al establecimiento de un marco espacio temporal privado.
El marco físico resulta familiar por otros escritos precedentes del autor. Encontramos lugares cuyos topónimos ya conocemos o que amplían una extensa geografía simbólico-realista: Solba, Balboa, Celesta, Armenta, Balbar, Ordial, Doza, Borela, Meza, Mentra, Oceda, Borenes, Sermil, Balma, Oleza, Buril, Ormeda, Oresta, Moravines, Burma y otros. Se trata de las Ciudades de Sombra, según las denominó hace tiempo el autor, que colindan con el territorio ficticio, a la vez indefinido y exacto, del Páramo, sobrenombre de Celama, que se emplaza en una elástica cartografía asturleonesa apuntada por los medios de comunicación que la recorren (el regional de Castro, el expreso Galaico, el rápido Astur) y ceñida por los ríos Bega y Margo. Unas ciudades sobre las que pesa el estigma del abandono y la incuria.
Al paisaje realista onírico corresponde la curiosa onomástica de los personajes, salida de un santoral imposible. Las mujeres se llaman Lena, Vela, Sira, Onelia, Odilia, Ola, Barsu, Celesta, Marda, Nila, Melita, Oscisa, Labina, Elorza, Eria, Resma, Dorama… Ellos: Bento, Elodio, Belisario, Autil, Emerio, Dodes, Cordino, Beruelo, Perto, Orencio, Benicio, Bardo, Mogardo, Cavedo, Sesmo, Calo, Rancel, Vildo, Lomeño, Varilo, Belisco, Mirandolino, Corsino, Gavela, Medro, Lindero… En total, un centenar largo de nombres de semejante curiosa catadura en eficaz contraste con otros corrientes.
Las ciudades participan de un rasgo trascendental de la poética del autor, el puntillismo referencial. Lástima que la medida prudente para un comentario de prensa exija limitar otras jugosas anotaciones. Vayan unas pocas. L.M. Díez señala con precisión muchos lugares urbanos. Abundan alojamientos, quizás por la condición itinerante de la vida humana que antes ya encarnó en la figura emblemática del representante o agente comercial: los hoteles Miranda, Avento, Báltico, Conmemoración, Mediavilla; los hostales Caldera, Buendía; las pensiones Miralba, Buda; la residencia Calvero. Menudean los lugares de esparcimiento típicos de la cotidianeidad provincial: bares y cafés (Linaza, Contertulio, Palisadas, Catalva, Cantares, Morente, Baremo, Oporto, Claridades), restaurantes (Cima, Venera, Garabito), cines (Claridades, Aramis, Proclama), teatro (Somiedo), bailes (Salones Encina o Encomienda, el Recreo Industrial). Se citan comercios (Confecciones Maricalva, Modas Solsticio, Almacenes Tintado o Componenda). Se apuntan los espacios de la educación (colegio Santa Mila) y los de la religión o la beneficencia (Asilo de las Madres Penitenciarias, iglesia de la Santa Hospitalidad, Eremitorio de Santa Sina, Hospital de San Gabito, iglesia de los Hermanos Adversativos). Más congregaciones religiosas (Padres Tolontinos, Padres Polotinos, Adoratrices de la Santa Cima, Madres Compasivas). Y se detallan puntos urbanos concretos: la escalinata del Santo Sepulcro, la torre de los Consiliares, los puentes Cibar y de las Ánimas, muchas calles… También se encuentran, en fin, precisiones temporales: los protagonistas de «Alumnos» celebran las Bodas de Oro de la promoción de 1952; Orencio Semal cumplió los cincuenta años el 14 de abril de 1996.
El conjunto de datos dispersos por Vicisitudes se salda con la forja de un mundo casi por completo autónomo que tiene un pie en un verismo realista y otro en la alegoría. El gran hallazgo de L.M. Díez es la creación, en este y en otros libros, de una realidad que conecta con algo cercano a nuestra experiencia común y contemporánea y que a la vez se dispara hacia la dimensión de lo simbólico. Ahí radica la profunda innovación que lleva a cabo en el peligroso dominio del costumbrismo.
Espacio y tiempo tienen la condición de algo inactual que resulta gran acierto descriptivo para que las «vicisitudes» que desfilan por la novela encuentren su perfecto acomodo. La novela se organiza como un artefacto narrativo compuesto por ochenta y cinco capítulos que son a su vez ochenta y cinco narraciones independientes, sin relación alguna entre los personajes, las anécdotas y los narradores. Podrían parecer, incluso por su extensión que da un promedio de siete páginas por texto, otros tantos cuentos. Pero no es un libro de cuentos que junte piezas con sentido unitario. Dejando de lado un debate acerca del género de Vicisitudes que poco interesa al lector común, aunque entretenga a los especialistas en teoría narrativa, importa considerar qué sea formalmente el libro porque en ello se encuentra su sentido último. La cubierta del volumen dice con claridad que es una novela y el contenido revela la inspiración orgánica de la obra. Vicisitudes es una novela cuyas anécdotas independientes reúnen análisis de pasiones, retrato de pulsiones anímicas, flashes de impulsos mentales; en suma, exploraciones del alma (de las «enfermedades del alma» de las que ha hablado en otras ocasiones el autor).
Metido en esa tarea analítica y sobre la base de una imaginación borboteante, Luis Mateo Díez levanta piedra a piedra el edificio de la condición humana. La revelación de sentimientos, de emociones varias y de aspiraciones diversas que aportan cada uno de los personajes se convierte en sillares del inmueble comunitario. Una vez será el secreto inconfesable, otra el destino forzoso, otra la enfermedad, otra una herencia, otra la boda, otra la vejez, y así hasta ese cerca de un centenar de situaciones, o, para decirlo con el término más exacto, el de título, vicisitudes, entendido con el preciso sentido que le da el autor, una circunstancia decisiva en la vida.
En cada una de las ocasiones que propician la vicisitud determinante despliega Luis Mateo Díez una fecundidad imaginativa inigualable. Se encadenan casos sorprendentes, extraños, ocurrentes: la claudicación vital durante una jornada de guardia de un psiquiatra que lleva como un estigma el bulto que le cuelga de la oreja a la manera de pendiente; las relaciones abocadas al fracaso de un hombre con las mujeres; la perturbación de un oficinista a quien siguen unos hombres con un baúl; la intermitente desaparición del novio el día de la boda; la fuga de un adolescente y las conversaciones que mantiene con algunos ocasionales acompañantes; la relación de un subordinado, ya difunto, con su jefe; la perdurable enemistad de dos condiscípulos; el matrimonio de un hombre con la hermana de su amada para no perderla; la experiencia cuartelera, el «servicio», de un cojo; la venganza de un ser esquinado por medio de un revanchista testamento; la extenuación vital al llegar la jubilación; la transformación de un ser bondadoso en otro desalmado, y otras decenas más, todas sin desfallecimiento de una inventiva que participa tanto de la observación como del absurdo.
Estas peripecias, «aventuras a la vuelta de la esquina», como gusta calificar el autor sus anécdotas, asumen la representación de la naturaleza humana con diversidad de registros. Pero quizás haya un tono general que se refleja en el estado anímico de «Cumpleaños«: «No era Orencio Semal un hombre atribulado, aunque tampoco fuese feliz. // La vida la medía por la distancia de la desgracia, de manera parecida a como se administra el bienestar en proporción a la salud». En una evaluación global de Vicisitudes, los personajes, desasosegados por una vida interior secreta, cargan con una imagen emblemática del fracaso: en sus historias palpita la sensación de extravío, el desamparo, la soledad, la fragilidad de la vida, la desdicha, la infelicidad, la amargura, la soledad, el engaño, la ensoñación incumplida, la frustración de las ilusiones, la imposibilidad de la alegría… Estas vivencias son resultado de una panoplia de circunstancias concretas: la inestabilidad emocional, el desequilibrio mental, la enfermedad física, el desencuentro con los seres próximos (matrimonios, padres e hijos), rarezas, extravagancias y piramientos.
Las ciudades de sombra albergan, en resumen, un catálogo de antihéroes, el más amplio de toda la literatura española actual. En ellas prevalecen seres desvalidos que, además, tienen una clara conciencia del carácter fungible de la vida, de la provisionalidad de la existencia y de la naturaleza efímera de la felicidad. Como leyenda global del libro podría servir la creencia del doctor Ansúrez, el psiquiatra protagonista de «Guardia»: «La vida es un trastorno que no tiene curación». Así de oscura es la visión del mundo que reverbera Vicisitudes.
Al respecto deben hacerse un par de observaciones. Primera. No es el autor leonés un escritor solitario en su desalentadora consideración de nuestra naturaleza. Al contrario, la historia literaria está repleta de visiones semejantes a la suya, y aun más sombrías. Pero él no cae en el griterío, ni en la mortificación. Tampoco condena la especie. De ahí los ramalazos de humor frecuentes en historias tristes. Más bien la contempla con templanza senequista. Con mirada compasiva, con una complicidad que revela el profundo fondo cervantino de su pensamiento. Segunda. Si esta visión no constituye novedad intrínseca, pues todo está ya dicho y representado en dicha historia, sí es nuevo —personal y sorprendente— el modo de decirlo. La construcción alegórico realista de Vicisitudes, que se cimienta en un trabajo iniciado hace tiempo, supone una de las aventuras narrativas más originales y profundamente renovadoras de la prosa narrativa castellana contemporánea.
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Autor: Luis Mateo Díez. Título: Vicisitudes. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon y Fnac
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