Portada: ‘Mujer con abanico’, de Gustav Klimt.
En 1893 Marcel Proust escribe El abanico, un texto breve que acabará formando parte de Los placeres y los días. El artista ha decorado con precisión de miniaturista un abanico, lo presenta como regalo a la aristocrática dama en cuyo salón, ahora cerrado para siempre por una razón que no se revela, se celebraban encuentros y reuniones de los miembros más elegantes, más delicados e inspirados de la sociedad mundana de aquellos días. Sí, son tiempos recientes, pero ahora irremisiblemente perdidos, pues con la clausura del salón han terminado aquellos felices encuentros de una erudición más bien ligera y de innegable esnobismo, encerrándolos en el mausoleo de los instantes muertos, y tan irrecuperables, por tanto, como si hubieran ocurrido en la edad de piedra.
El docto pincel del artista ha embellecido la superficie del abanico confiriendo un instante de inmortalidad a todos aquellos que poblaron el salón de la gran dama y que ahora solo habitan el recuerdo de sus vanidades. No sin cierto temor a la incomprensión, e incluso la burla, de quienes hayan de contemplar las escenas sin entender cómo se ha recuperado ese tiempo perdido elevándolo a la inmortalidad que confiere el arte, el innominado pintor plasma con su miniado los ambientes expuestos a la luz por los brazos de grandes lámparas que ponen ante nuestros ojos la palidez de las flores y la amplia gama de objetos de todas las corrientes artísticas y de todas las épocas con las que se decoró la estancia, como si cada uno de los períodos de la humanidad hubiera ornado aquellas paredes. Muestra a los habitantes habituales de sus rincones. Son ricos incultos que gustaban de aleccionar a poetas, y mujeres que no comprenderían que solo pintores como Whistler y Bouguereau lograran plasmar su hermosura, porque quien realiza y encarna la belleza no siempre logra comprenderla, ni formularla, ni explicarla. Figuras elegantes sostienen frasquitos de perfume, se diría que aún no se ha perdido su esencia y desde la miniatura pintada es como si nos acariciara delicadamente un aroma de violetas, para recordarnos cuántas veces hemos recurrido a sucedáneos artificiales de la verdadera naturaleza para traerla junto a nosotros.
Sobre la mesa se extienden obras de música y se ha logrado hacer visibles entre las imágenes evocadas por el arte de la pintura, los nombres de Wagner, de Franck y de Indy entre los contemporáneos; y de entre los maestros del pasado las partituras de Hayden, Händel y Palestrina.
Todo ha sido pintado con cariño, concebido con devoción, evocado con amor. De hecho, hay más amor que comprensión, hay más impresión emotiva que análisis racional. La corriente destructora del tiempo se ha llevado consigo el salón y sus visitantes. Pero por obra maravillosa del abanico, con solo que la mano de su propietaria lo despliegue gradualmente, irán cobrando vida aquellas figuras desaparecidas, ahora sombras llevadas al frágil papel; volverán de la nada los artistas y poetas deseosos de fama, o las damas bellamente vestidas, deliciosamente perfumadas, y los más nobles señores del gran mundo.
Ya cerrado o abierto, igual que cuando la luna se muestra o se oculta según una antiquísima ley de alternancia entre luz y oscuridad, recuerdo y olvido, vida y muerte, regresarán entre nosotros aquellos que ahora habitan, desterrados, el tiempo perdido. El movimiento oscilante del abanico insuflará el aliento de una vida que parecía extinguida. Y comprendemos, que aunque fugaz, ningún instante se ha vivido en vano, ni se ha perdido para siempre, si el arte lo rescata y lo eleva.
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