Ellos partiéndose el ligamento cruzado de la rodilla, y yo aguantando de espectador televisivo al comentarista invitado de turno mientras dice que los jugadores “apretan” mucho y no aguantarán más allá de “vente” o “trenta minutos”, si no hacen la presión más “alante”. ¡Qué circo!
No solo hemos apreciado una cierta insuficiencia de cultura general en algunos de estos personajes ocasionalmente televisivos, insuficiencia que nos parece violenta e impresentable en público, sino que existe además otro tipo de violencia, ésta en el terreno de juego, muy evidente en los partidos de los equipos punteros.
La lista de jugadores lesionados es cada día más abultada. Algunos entrenadores sudan gotas de sangre para sacar una alineación medianamente aceptable ante la falta de efectivos por culpa de las lesiones sufridas por sus pupilos. Las razones hay que buscarlas en la insuficiente preparación física, en la falta de atletas, y especialmente, en el exceso de partidos.
Recuerdo que en mi infancia relacionábamos al fútbol con el domingo, porque solo había fútbol los domingos. Era el día en que “la afición” podía ir al fútbol porque no se trabajaba. La Hoja del lunes, hoy desaparecida como periódico, que daba descanso semanal a los diarios y a sus trabajadores, triunfaba y se vendía bien, gracias al fútbol dominical.
En estas dos últimas semanas hemos visto seis partidos de fútbol de diferente categoría. Y en todos ellos, los futbolistas han buscado la victoria tratando de eliminar al contrario como si se tratara de un enemigo a batir, haciendo del terreno de juego un campo de batalla. No he visto un juego entre colegas, sino entre enconados adversarios.
El Reglamento permite muchas acciones que, en apariencia, son enérgicas y contundentes, propias de un juego practicado entre hombres, pero nunca las contempla como acciones dañinas quebrantadoras de la salud del oponente.
Un futbolista que se lanza en plancha al suelo, con los pies por delante para arrebatarle por las bravas el balón a un jugador contrario, al más puro estilo guadaña, no está siendo un deportista de élite, ya que lo más probable es que el que está (estaba) de pie saldrá lesionado o muy dolorido por el choque contra sus tobillos, siempre endebles (por decisión de la Naturaleza). No se nos olvide que las botas de los futbolistas llevan una serie de tacos (no siempre de plástico blando) en la suela. Pisar con esa colección de tacos el pie de un contrario es recurso que se ha puesto de moda desde hace un par de años, cuando cambió la estructura y diseño de estas botas. Un amigo, que sabe mucho de fútbol, dice que debe ser ese pisotón como el mordisco de un pequeño caimán. Ninguna de las dos cosas las hemos sufrido personalmente —pisotón y mordisco de caimán, bicho con el que no me trato por estas tierras donde vivo— por lo que desconocemos lo doloroso del trance.
Vengo a decir que el fútbol moderno tiene, en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, cargas y placajes propios del fútbol americano, magnífico deporte estadounidense, al que estamos asimismo poco acostumbrados. Soltar golpes con el codo y bofetadas a mano vuelta al bracear corriendo, son sanciones que vemos constantemente. Nada digamos de los agarrones y tirones de la camiseta que hacen algunos jugadores cuando corren junto a un contrario para derribarlo.
De seguir así las cosas, eludiendo el barniz de deportividad que ha de tener este espectáculo, auguro a los futbolistas un futuro de lesiones que acortarán su vida deportiva y, por tanto, sus ingresos, tan generosos. Ellos son los que tienen que decidir cómo practicar el mal llamado deporte rey (dos mentiras, porque ya están ellas).
Se confirma que el fútbol es un juego de errores corregidos y de precisas imprecisiones.
Estas líneas las hemos dedicado a la violencia en el terreno de juego. Pero no podemos olvidar la violencia que está latente en la grada, y explota inmisericorde a medida que va desarrollándose el juego.
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