Cuenta Félix Maraña que, en la poesía de la posguerra española, “cundió el prurito de clasificar a los poetas por generaciones, sin duda por la estela influyente de la Generación del 27”. El escritor señala que, tanto ésta como las otras —Generación del 36, del 50, etc.— conllevan “un formato excluyente, pues en todas hubo más poetas, hombres y mujeres, cuya obra tiene alta significación lírica, histórica y testimonial”. Estas ausencias se hacen todavía más evidentes cuando nos referimos a las poetas que formaron parte de los citados grupos, en algunos de los cuales han llegado a no figurar en las antologías canónicas. Es el caso, por ejemplo, de los estudios publicados sobre la Generación del 50, donde faltan nombres de poetas fundamentales, cuya obra posee “la excelencia y sentido histórico que les debe situar en los estudios de la crítica y en las antologías a la par de todos los que están”. Entre estas ausencias, son especialmente inexplicables las de mujeres como Ángela Figuera, Francisca Aguirre, María Beneyto o Angelina Gatell. Incluirlas en los manuales haría —en palabras de Marta López Vilar—, “inevitablemente, que la estructura férrea y el conocimiento que tenemos de esa generación—y de otras— cambien de tal modo que llegue a entenderse como un nuevo canon, un camino diferente y reestructurado”.
Un libro como vemos esencial, el más completo de la poeta publicado hasta la fecha, enriquecido por los citados anexos previos. No obstante, el retrato de Gatell quedaría incompleto si, a lo ya referido, no se añadiese cierta información fundamental de contextualización histórica. Más allá de su extraordinaria obra escrita —Gatell ha de considerarse una poeta fundamental de su época, a la altura como Ángela Figuera o Gloria Fuertes de la poesía social tan asociada a Blas de Otero y Gabriel Celaya, y si no al tiempo—, Angelina fue una destacada figura de la vida social de su país. Su compromiso cultural y social fue canalizado a través de su labor como poeta y de su activismo político. El germen de todo ello estaría en el ambiente íntimo, pues nació en una familia pobre y combativa. Ella misma se recordaba impresionada, antes de cumplir cinco años, yendo en hombros de su padre por las Ramblas de Barcelona para celebrar la proclamación de la Segunda República Española. Una celebración que duró poco, pues su padre sufrió el cierre empresarial como curtidor durante esa época. Posteriormente, padeció la Guerra Civil y quedó impresionada de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. Como bien dice Pilar Martín Gila, puede pensarse en ella “como alguien que ha crecido en la pérdida y, sin duda, eso construye una mirada”. A los 17 años en Valencia —donde se había desplazado con su familia en 1941— colaboró con el Socorro Rojo Internacional, jugándose con ello la vida —los miembros que eran identificados por la policía eran fusilados—. Además, Gatell sufrió un triple aislamiento: al ser mujer y mujer poeta en una sociedad androcéntrica, por sus ideas contrarias a las enarboladas por el régimen franquista y debido a su lengua materna: el catalán. Aún así, siempre escribió y habló mucho en ella, sobre todo con sus hijos. Al final de su vida publicó La veu perduda (“La voz perdida”, 2017) en versión bilingüe, que concluyó en parte su hijo Miguel Sánchez Gatell —también poeta, que obtuvo en 1988 el Premio Adonais por su obra La soledad absoluta de la tierra—. Destacable es también su libro en torno a la obra poética de Pablo Neruda. Tres años después de haberlo concluido y publicado (Neruda, Epesa, 1971), la policía entró a su vivienda durante una redada —buscaban a su hijo Eduardo, al que detuvieron en Valencia— y se llevó la correspondencia conservada con el poeta chileno (“me estabas tan prohibido / que al registrar mi casa aquellos hombres / —esbirros de la noche, habitantes / de la pesadilla y del insomnio—, / me robaron tus cartas”, recordaba Angelina en su poema Confusión). De su coraje hablan acciones como las que reivindicaban la profesión del actor y de los profesionales del teatro —fue actriz y fundó con su marido Eduardo Sánchez Lázaro en 1952 El Paraíso, teatro de cámara pionero en España—. Además de como intérprete, trabaja también como guionista y dobladora en TVE y en los estudios SAGO y ORO FILMS, responsabilizándose del doblaje de las series de animación Érase una vez… el hombre (1978), Marco (1976) o Heidi (1974). En esta última ideó el nombre de Niebla para el perro, homenaje al can que su admirado Neruda encontró una noche de niebla en Madrid. Como participante de la vida cultural de su tiempo, asistió desde 1958 —año de su llegada a Madrid— a tertulias como la del Café Gijón o la del Ateneo organizada por José Hierro —clausurada políticamente, dando lugar a que, junto al poeta, Aurora de Albornoz y José Gerardo Manrique de Lara fundase y codirigiese la conocida como Plaza Mayor (1966-1969)—. También ejerció la crítica literaria y fue asidua a la Velintonia de Vicente Aleixandre. A pesar de todos estos hitos, vivencias y capacidad crítica e intelectual extraordinaria, no gustaba de exhibirse públicamente, lo que habla de su humildad. Sus compañeros poetas y de profesión tampoco hicieron por reivindicarla.
No obstante, en las acciones y obras de Gatell primó siempre el espíritu de confraternización y concordia, precisamente por los duros episodios históricos vividos. Para Colinas, su “voz”, “evidentemente poética por gravemente lírica, interior”, tuvo un “eco y sintonía públicos”. A pesar de los pesares, desengaños e insatisfacciones, existe una necesidad de “olvido” ante una “situación social aún no normalizada”, una “solución para el ánimo”. Es el de esta poeta un humanismo entendido como “amor solidario”. Para Maraña, se trata de un “humanismo piadoso” a “la manera en que Zambrano entendía la piedad”. Su obra es un “recorrido testimonial, desde la infancia a la desembocadura, por la memoria de una sociedad, unas gentes, un paisaje, una comprensión del mundo y una aspiración de libertad y compromiso, que pone su obra al nivel de sus más queridos maestros”. Gracias a Félix pude conocer a Eduardo, hijo de esta gran poeta, que generosamente accedió a citarse conmigo y entregarme el volumen editado por Bartleby. Con él conversé largamente acerca de la obra y vivencias de su madre, así como los recuerdos que de ella tenía ya desde niño.
La primera obra de Gatell, Poema del soldado (1955), logra el Premio Valencia de Poesía en 1954 y tiene como motivo —en palabras de la escritora— “la guerra” como “todas las guerras”, su horror y memoria. Un tema que será en adelante razón fundamental de su producción. La inspiración surge “de un recorte de periódico”, donde se contaba “que en un bolsillo de un soldado muerto durante la Segunda Guerra Mundial” se había hallado “una carta dirigida a los padres de otro soldado muy joven, alemán, al que él había matado en un cuerpo a cuerpo”. En ella “pedía perdón a los padres de su víctima” y “se preguntaba el porqué de todo aquel horror”. Afectada por este testimonio y “por todo lo vivido de lejos y de cerca” —la Guerra Civil y la propia Segunda Guerra Mundial—, Gatell decidió adaptar el nombre real del soldado americano —“Michael”—, al español —Miguel—, haciéndole protagonista de su poemario. Su figura se convierte en la del soldado universal (“A ti sólo, soldado, hijo mío, / soldado de tierras distintas, lejanas, / soldado en las tierras del mundo, / un poeta te canta”). Éste se dirige al Señor, figura divina a quien pregunta la razón de tanta barbarie: “Necesito que vengas y me expliques / el porqué de este viento en los caminos / como una espesa vaharada / de donde emerge el grito / de esos hombres de pronto tan distintos, / con los ojos colmados / de odios antiquísimos…” Gatell describe la capacidad de la guerra para trastocar las vidas cotidianas de los hombres y mujeres, volviéndolos unos en contra de otros: “Yo estaba allí, con mis rebaños, / la hogaza del pan tierno, / la promesa dorada de la espiga / y un paisaje de alondras […] Y vinieron a herirme / las palabras terribles de los hombres terribles. / Palabras y hombres que no entiendo”. También, el trauma con el que el conflicto marcará sus vidas futuras: “Cuando esos hombres vuelvan a sus vidas […] ya no serán los mismos. […] No es posible que vuelvan indemnes, sin memoria, / dejando atrás el odio, / el terror y la sangre / con que se fue cubriendo la tierra que pisaron”. Del mismo modo, compara a los que sobreviven en su futura muerte con los que pierden la vida en el campo de batalla: “dime, ¿acaso / hallarán el sosiego / como aquellos que mueren / colmados y cumplidos, / los que agotaron horas y más horas / celebrando la vida que les diste?” La poeta reprocha al Dios bíblico su inoperancia frente al dantesco espectáculo: “Que ya basta, Señor. Caiga tu mano, / sus terribles azufres, […] destruye la injusticia del hombre contra el hombre”. Tan impasible será como el resto del mundo, que no cambiará su ritmo a pesar de todo.
En las tres partes que conforman Esa oscura palabra (1963), la voz de la poeta resuena llena de negrura; un canto diáfano imposible —como reza la cita de Alberti al inicio— a modo de imagen en un presente protagonizado por los ecos postreros de la guerra española. Hay un poderoso Cristo unamuniano hecho de tierra, al que Angelina hace partícipe de lo que ha ocurrido y de lo que sigue ocurriendo casi 25 años después. Así, en poemas como Cristo de España y Poema de Navidad, la poeta se refiere a él asociando su dolor con el de quienes sufrieron la contienda y sus estragos en el país (“Tu sangre aquí, sobre la tierra nuestra, / como un duro granizo nos golpea”), y su humanidad con la necesaria regeneración de una sociedad mutilada (“Si volviera, / a los mil novecientos y más años, / a brotar otra vez para nosotros”). De nuevo, en Ruego se escucha el reproche hacia un Dios que parece insensible ante tanta desgracia en el mundo (“Escucha, Señor, ¿no nos oyes? / ¿O no quieres oírnos? / ¿Eres sordo, Señor? ¿Para quien guardas / la fruta azul que crece entre tus dientes?”). En este poema se pide que las contiendas —como conflictos entre individuos que acaban afectando a la sociedad entera— den paso a la solución, por parte de quienes las provocan, de sus propios problemas antes de hacer que dañen a los demás (“Que cada hombre / resuelva sus batallas”). Mientras esto llega, se solicita una Tregua ante el insoportable dolor que causa la realidad (“Dejadme. // Es tan solo un momento. / Un espacio pequeño / donde el gozo se logre plenamente”). En Naranjo la poeta llega incluso a querer abandonar su apariencia humana para, como Dafne, convertirse en planta (“Depongo mi soberbia y me despido. / Vuelvo a mi mundo vegetal, intacto”). En Patria aparece la tierra como triste herencia dejada a las nuevas generaciones —el poema lo dedica la autora a sus hijos— (“Esta es la patria, el vientre que os asume / sin esperanza, sin ternura, / devastado, ofendido…”). Igual en Nana para dormir a mis hijos (“Sobre esta tierra se aprietan / las penas como racimos. / Para vosotros la pena / en un viento sin sentido”). Les pide así mismo que la recuerden, en el texto pleno de belleza Cuando ya esté muy lejos, con sus esfuerzos por hacer del futuro un mundo mejor: “Para vosotros pido un mañana más puro, / unas luces más altas, una sangre más roja, / y una ternura larga que alumbre las pupilas / de los hombres que alcen sobre el viento sus puños”). La pobreza de la que adolece esta nueva juventud queda representada en el niño protagonista del conmovedor poema Platero y tú (“dame la mano, hijo, porque un día / será como una lámpara que alumbre / la tiniebla del hombre”). Suya debe ser la libertad, aquella que enarbola la poeta en su interior desde Rambla (“No hay vasija posible, / capaz para mis ansias”). Cierra el libro un generoso canto a Madrid, lugar de heroicas batallas, alimentado con la sangre de los caídos —aunque directamente se refiere a la Guerra de la Independencia, el lector intuye la Guerra Civil—.
Con Las claudicaciones (1969) Gatell hace recuento de su existencia, tratando de comprender las razones del presente. Se trata de un título desesperanzador, si bien determinados momentos funcionan como resquicios por los que dejar pasar un necesario aliento. En Generación la poeta hace notar el cansancio e impotencia de la lucha sin frutos (“Más que luchar, hemos soñado. / De nuestros sueños poco queda”). Como el viento refiere a una vida que va desgastando al individuo al arrastrarlo contra las cosas, dañándose en ellas (“Dejo / en todo mi canción interminable, / y siempre / golpeándome, hiriéndome”). Ello puede tener que ver con La espera de lo que se desea y nunca llega (“Dime hasta cuándo necesitas / tenerme aquí, midiendo el tiempo / de la desolación. Dime hasta cuándo / he de sufrir la fe y el sueño”). Soñadora pone frente a frente el yo idealista de la autora con el realista, buscando ésta comprender a aquella (“¿Desde qué cárcel nombras / la luz, desnuda y alta? / ¿De qué oscuro vacío / surges enamorada?”). Cada uno de Los sueños forjados por el optimismo se habrán ido perdiendo (“Me pregunto / por qué haber amado tanto, / por qué haber puesto la vida / como una antorcha en sus manos / si ahora, imposibles, puros, / todos se van alejando”). Surge entonces el Desaliento (“Mis manos, qué silencio, / semejan en la arena / dos conchas de amargura/ vaciadas por el viento”). Vietnam nos remite a otro conflicto bélico mundial ajeno al español, que en ese momento acontecía y que también afectó a Gatell, dado su espíritu solidario (“Acaso oyes mi dolor. No sé. Quisiera, / con este largo oficio de silencio, / decirte, desgarradoramente, / que estoy contigo, que contigo muero / un poco cada día”). Hombre futuro representa el esperanzador cambio venidero, personificado en el individuo a quien la escritora se refiere. Los trenes representan los sueños y posibilidades que pasan, las opciones de mundos mejores que la poeta rechaza aceptando su destino (“No. No esperéis que suba, que el asedio / acabe por rendir mis ciudadelas. / Este es mi sitio: sombra y amargura, / como senos o patrias, me sustentan”). La impactante Metamorfosis supone la defensa de aquellas cosas esenciales que la autora defiende, a fin de que no le sean arrebatadas (“Que nadie venga aquí. Que nadie cruce / esta barrera que mi amor levanta. […] Que nadie venga. Nadie. / Recordad lo que os digo. / Recordadlo”. Cierra el poemario Niña mía, donde la poeta busca reencontrarse con la inocencia de su infancia para volver a creer en las cosas de antaño (“y no se apaga / mi corazón rebelde”). Es aquí donde cobra sentido completo el título de la obra (“Y poco a poco fui desvalijada / de todo / como un día lo fui de ti. / Y supe / de la claudicación”).
Los espacios vacíos (2001) aparece fechado treinta y dos años después del poemario anterior, si bien sabemos que Gatell nunca dejó de escribir. Los poemas presentes abarcarán toda esta época de silencio editorial e incluso años previos. Hay un recuento, una necesidad de hacer memoria para esa reconstrucción de lo que se es. Leyendo la cita de Salvador Espriu que precede a los poemas, pareciese como si solo existiese ya el pasado en quien escribe. Los espacios vacíos son aquellos lugares simbólicos que “en torno” a la poeta se multiplican, donde antes hubo “racimos, / de cálida dulzura”, “seres, cosas, instantes” y ahora “ausencia” u “olvido”. Sueños de los que ya solo “queda / un rastro de su fulgor” —como en Renovada esperanza—. La autora lucha por su Ilusión (“Voy a arrancar la puerta. / No quiero que te marches”). Se “alumbra” el pasado y se reviven los “fantasmas” para recobrar su “hermosura”, su “gozo”. El oro que, no se sabe cómo, se fue vaciando del “arca” vital. No obstante, hay cosas dolorosas de evocar como la Infancia (“casa / donde hospedó la guerra / sus banderas, no puedo, / no quiero recordarte”). Se buscan los seres queridos perdidos y lo que supusieron, como en A mi madre (“Dura es la noche, madre. / No me dejes en ella / tan sola, / sin tu lámpara”). También lugares como la tierra natal, en Canto de amor a mi ciudad (“siento / cómo discurre hondísima la savia / de mis raíces / aferradas, con ahínco, con rabia, / a esta hermosa tierra”), o su mar, representativo de la libertad (“Sólo tu voz, sonido / de algún dios ignorado, / escancia en nuestras copas la gracia…”).
Noticia del tiempo (2004) está compuesto por una cuantiosa colección de sonetos que demuestran el interés de Gatell por esta tradicional composición poética, además de su maestría en la escritura de ellos. Subtitulado como Sonetos míos, cada uno de estos poemas representan “esquirlas” de lo que la poeta fue y era cuando los concluyó. La temática es bien variada a lo largo de sus tres partes: asuntos como el amor y desamor (“Y me puse a vivir aunque muriera. / Vivir, vivir. El corazón, sin brida. / Potro de luz buscando la salida, / por si acaso otra vez amaneciera”), la maternidad, la amistad (poemas a José Luis Gallego, Isabel Hierro, Ricard Zamorano, Teresa García, Jorge Guillén, Pilar Barbado o Manuel Vázquez Montalbán), la soledad (“tanto silencio es ya como una losa / sobre mi pecho. Siento que me aplasta”), lo sombrío (“pero incluso en la noche y sus desiertos / —lo sé, lo vi— también la hierba crece”), lugares españoles y extranjeros (de Toledo a Italia o Escocía), mitologías, figuras que marcaron a la poeta o determinados momentos biográficos e históricos (de la II República a la historia de Ana Frank, la Guerra de Irak o al 11 de marzo de 2004; algunos especialmente duros, como el que encierra A mi hijo Eduardo que cumple sus veinte en la cárcel de Carabanchel: “Hoy se cumplen veinte años y aún me dura / el calor de su cuerpo en las entrañas. / Nadie me dijo entonces qué alimañas / me rondaban golosas la cintura”)—.
Cenizas en los labios (2011) representa una melancólica canción en torno a los amores —los que fueron y se fueron y los que se quedaron, aún cuando ya no permanezcan quienes los personificaron. Sólo queda ese polvo gris de su presencia. El primero, levantino, trajo a Gatell el sentido de la poesía, la figura de Miguel Hernández. El segundo, la importancia de la interpretación de los textos, de la musicalidad de la voz. La remembranza de ellos tiene lugar en el inaugural Preludio —uno de los poemas más célebres y simbólicos de Gatell (“Hoy hace día de comer lentejas. / No sé si es por la lluvia / o por la soledad. O quizá por eso / que llamamos memoria, / viejo palacio en ruinas que aún me salva / de la nada absoluta”)—, en Elegía en cinco tiempos y en un Interludio —que surge tras el penúltimo de los mencionados tiempos.
La oscura voz del cisne (2015) tiene en su portada la ilustración de un árbol dibujado por José Hierro y dedicado a Angelina —será la única imagen del libro no realizada por Zamorano—. Su título alude a ese “ruido extraño, indefinible” que emite el ave palmípeda “al barruntar su muerte”. La autora parece intuir esa “absoluta, irreversible / condición de no ser que se aproxima”. Así, busca con este libro mostrar el tapiz de sus días, tejido durante casi noventa años. Una tarea que realiza de forma sosegada —tal vez más calmada que en sus trabajos anteriores—, aún sabiéndose difícil. En Imagen, Angelina representa ese autoanálisis de quien fue desde su ahora, trazando los cambios externos e internos que la vida en su dureza infringe, moldeando la identidad: “Me miro en el espejo, me escudriño / en esa imagen confusa que ante mí comparece / solicitada aún por la memoria. // Pero ya nada en ella es como fue. […] Y sin embargo, cuánta vida / queda detrás, fluyendo hacia el mañana”. Hay una alegoría similar a ese “reflejo biográfico” en El espejo roto (“cayó en pedazos. / Y yo estaba / varada, comprendida, / en todos sus fragmentos”). Buscándome representa idéntica labor introspectiva por parte de la poeta, que pretende describirse tras hacerse preguntas a sí misma y sobre sí misma. Surge paradójicamente una mujer Desconocida que no pierde la fe en ser descubierta, cuando ya no esté, por los que quedarán. En la rememoración hay que mirar atrás, como hizo la bíblica Mujer de Lot (“yo ya no tengo adónde ir ni adónde / dirigir la mirada. / El ayer es mi historia. Y mi patria”). Los Recuerdos equivalen a “relámpagos, ráfagas imprevisibles” que entran en la memoria (“y algo / de pronto se ilumina”). En Retrato de familia estudia su origen familiar, a partir de una “fotografía tomada de 1932” que funciona incluso como oráculo (“aunque parezca extraño / las viejas fotografías / nos hablan, nos anuncian incluso / lo que va a suceder”). Apunte biográfico narra su definitoria y triste infancia (“Fui una niña muy triste, / antepasada / de una muchacha triste, / precursora / de una mujer tristísima”). En Mi ciudad recuerda su lugar de procedencia, perdido cuando “era casi una niña” y al que viaja “cada noche” (“por sí así me curara de su pérdida”). La fiesta supone una alegoría de su soledad (“asistí desde fuera a la celebración”), que ensalza, a pesar del dolor que le ha provocado (“Quedarme allí, / tan a solas conmigo debajo de la lluvia, / mi salvación. / También mi herida”). Sala de espera muestra esa soledad de la poeta a lo largo de su existencia, la llamada a la que permanece atenta y que nunca llega (“¿Quién es? —pregunto—. / Silencio. / Porque no hay nada. Nadie”). De la apremiante escritura poética como sistema para hacer perdurar unas memorias que desaparecerán con la muerte, queda constancia en Urgencia. Hay también Evocaciones y homenajes: el abuelo Josep que no conoció (“referencia de todos los obreros / pisoteados del mundo”), su hermano (“muerto / en su exilio en Francia”) o amigos como Gerardo Diego, María Beneyto, Rafael Alberti, Aurora de Albornoz, Vicente Aleixandre, José Hierro o Blas de Otero —Eduardo me contó del vasco cómo le recordaba siempre presente y sin apenas hablar en la casa familiar, feliz de ser invitado por Gatell, como ella narra en Silencio (“Traías tu silencio y envuelto en él dejabas / que el tiempo transcurriera”)—.
La lengua propia también formará parte de esa memoria, protagonista del último libro, en formato bilingüe: La veu perduda • La voz perdida (2017). En el poema homónimo inicial encontramos los componentes principales que conforman la esencia de la obra: la añoranza por una lengua de la que ha sido desposeída la autora durante buena parte de su vida, ya próxima al final: “Por sus labios, apenas entreabiertos, / parecen transitar palabras sin sonido / como leves indicios de una voz perdida / que nunca escucharemos”. Esa “voz perdida” hará referencia tanto al catalán nativo con el que la autora no pudo expresarse, así como al empleo concreto del lenguaje castellano en el que sí se le permitió hablar —aunque la censura impidiera tratar determinados temas y contarlos en estilo concreto—. Despedida habla de cómo la poeta, en su vejez, pugna por recuperar el lenguaje del que no pudo valerse: “Para mi adiós busco palabras / de otros días. Palabras que quedaron / igual que piedras en la tierra, / hundidas por el látigo / de los tiempos amargos”. Se impone en ese imposible uso pasado del mismo, el contexto sobre la poeta: “la circunstancia es siempre la que gana, / jamás la voluntad, / ni es el deseo el molde / que decide la forma / cuando alrededor nuestro todo es ruina y derrumbe”. Lo mismo en Pérdidas: “Desvalidas, / una a una perdiéndose, mudándose. / las primeras palabras / que irreversiblemente dibujaron / todas las cosas / ya sin sentido al no ser pronunciadas / con sus nombres primeros”. Elementos como la infancia (“buscaba aquella perla insólita y ajena”, en Inevitable) y la adolescencia, la familia, los primeros amores y los lugares en los que todo se inició —incluyendo el mar como temor y esperanza—, donde conservar lo que fue arrebatado —“salvarlo” para “salvarse”—; todas esas “rosas” —así las llama en Prodigios de la voz— o cosas anheladas capturadas, retenidas o congeladas en la memoria como imágenes, fotografías o estampas antiguas (“queriéndolas eternas / en los espejos rotos del recuerdo”, leemos en Procedencia). El libro se divide en dos exilios —Valencia y Madrid— donde la poeta ha de “desaprender las claves / que habían sido hasta entonces / sustentación y rumbo” para “reedificar”, con sus “restos”, nuevas vidas. Por ejemplo, formando parte de la intelectualidad del madrileño Café Gijón, y cuyas amistades rememora en Evocando 1958 (“Ya no están / “aquellos ya no están—. Pero los busco / con mis ojos exhaustos que las sombras, / como arañas que viven en mis ojos”). Al final de su recuento, la poeta afirma: “Todo es mío y, en cambio, / nada me pertenece”. Incluso en Con una cierta causticidad dice haberlo “comprado todo a plazos” (“el amor, la casa, la vida, / y también la esperanza / de un mundo que soñaba diferente”), razón por la cual lo ha “pagado tan caro”. En el poema final, Cuando nosotros callemos la escritura se convierte para la poeta en la “Casa de la Misericordia / —como Joan Margarit dice de la poesía—. / Un espacio de encuentro, de deseo / de decir en voz alta / tiempos, memoria de las cosas / que hieren todavía“.
Por todas estas cosas, es la obra de esta poeta cápsula de un tiempo que revive en su recuerdo —el propio tiempo interno de la poeta y el que vivió históricamente—. Como afirma su hijo Miguel en el texto crítico sobre este libro —aparecido en el número 23 de Paraíso—, se trata de “una poética de la memoria”, “la vía que permite abordar la reconstrucción de ese mundo perdido en un relato coherente y unitario, en un continuo presente que abarca retrospectivamente toda su producción”. La voz de Angelina se convierte en memoria crítica, grito social y justo contra una época que obligaba callar a quienes remaban en su contra. Su testimonio se vuelve urgentemente necesario y valiente. Gatell, ya por siempre para una posteridad que nunca será pasado, sino al contrario: siempre presente.
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