La tarde transcurría tranquila y placentera mientras una densa niebla cubría por completo la ciudad de Londres. Daba la impresión de que no existía el mundo exterior: estábamos Holmes y yo aislados en nuestra confortable sala de estar, como si solo habitáramos los dos en todo el universo, igual que si fuéramos los supervivientes de un naufragio cuyos restos hubieran ido a recalar al 221B de Baker Street.
La paz de la que disfrutábamos se vio perturbada por unos pasos que repiquetearon en la escalera, y apareció en el umbral de la puerta la señora Hudson con una tarjeta de visita en la mano.
—Señor Holmes, hay un caballero abajo que insiste en hablar con usted. No me ha dado más detalles, está calado hasta los huesos de la humedad del ambiente, y creo que haría una buena obra si lo recibiera aunque no atienda sus requerimientos posteriores.
Holmes cogió la tarjeta, la examinó unos instantes, antes de pasársela a Watson, y extrajo de ella unas elementales conclusiones. Acababa de terminar su famosa monografía sobre «Las 77 maneras de diseñar una tarjeta de visita sin desvelar la identidad». No parece oportuno descubrir el nombre que constaba en ella por la profesión que se indicaba un cuarto de pulgada más abajo: Ladrón de cajas fuertes.
Ante una acreditación tan abierta y sincera, Holmes quiso averiguar quién se encontraba tras ella. Al cabo de un minuto la señora Hudson regresó a la sala de estar en compañía de un hombre enjuto, de nariz prominente, gafas de oro y barba muy cuidada. Su indumentaria era la de un caballero elegante y solo deslucía su imagen la humedad que emanaba de toda su persona. Al penetrar en el agradable ambiente de la estancia las gotitas de niebla pegadas a su ropa se convirtieron en vapor y le dieron al visitante un aura fantasmal. Las que no se evaporaron estaban formando un pequeño charco frente a la chimenea.
—Siento, señor Holmes, robarle unos minutos de su precioso tiempo —dijo el visitante—, pero antes de morir quiero hacerle partícipe de la historia de uno de mis múltiples robos. Ocurrió hace cinco años en la mansión de Lord X, en Belgravia. Al abrir su caja fuerte me encontré con un departamento secreto que no tuve mayores dificultades en abrir. En su interior había dos cajas, una con diez muñecos y otra con dos —dijo mostrándoselas a Holmes—. Todos eran de cera negra y estaban vestidos con trajes en miniatura, y a ninguno le faltaba el cabello y en algunos casos la barba, ni tan siquiera las uñas. El detalle curiosamente siniestro era que diez muñecos de la primera caja tenían un alfiler clavado en la cabeza. A lo largo de tres años he comprobado que cinco de ellos han ido muriendo de un derrame cerebral, pero quizá usted pueda salvar a quien valga la pena del resto.
Dicho esto, el visitante le entregó a Holmes una lista con diez nombres escritos con fina caligrafía inglesa, de los cuales ya se habían tachado cinco con un burdo trazo.
—¿Y qué le hace venir a contarme ahora su aventura? —preguntó Holmes.
—He observado que su hermano Mycroft es el siguiente en la lista que había en el interior de la primera caja —contestó el visitante.
Holmes leyó con detenimiento la relación de personajes y pudo comprobar que todo lo dicho por el visitante era cierto. Respecto a su hermano hacía días que se quejaba de un fuerte dolor de cabeza.
—Creo que ha cometido un grave delito de ocultación —le dijo el detective.
—No he cometido uno sino cientos de delitos de toda índole, no me venga ahora con monsergas. Sólo he venido a preguntarle si cambio uno de los alfileres de sitio.
—¿Y por qué he de ser yo el que decida? —preguntó el detective—. No podemos disponer a nuestro antojo de la vida de las personas.
—En la segunda caja hay dos muñecos que representan a dos criminales que han sido juzgados y condenados a muerte, y están a la espera de que se les aplique la sentencia. Si no decide usted puede hacerlo Watson. Existe una autorización al respecto.
En ese momento el detective sufrió un ligero desmayo provocado por la ansiedad y, a los cinco minutos, cuando volvió en sí, su ayudante y él estaban de nuevo solos en la sala de estar y Watson trataba de hacerle beber una copa de brandy a su amigo.
—¿Se marchó el visitante? —preguntó Holmes.
—Lo siento, no sé a qué se refiere —contestó Watson.
El detective se limitó a señalar el charco de agua que había frente a la chimenea.
—Siento decirle que al rebajar el brandy se derramó un poco de licor en el suelo, justo frente a la chimenea.
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