Ya en otra ocasión he reseñado en estas páginas la novela Mala Hoja, de Alfonso Mateo-Sagasta, editada por la misma editorial, interesante y muy peculiar texto sobre la Cuba del siglo XIX, además desde la perspectiva esclavista. En este caso, Ladrones de tinta fue publicada por primera vez en 2004 por Ediciones B, y se publica ahora por Reino de Cordelia, en una edición con ilustraciones de José María Gallego.
Esquemáticamente, la trama responde al arquetipo de la “narración de intriga y suspense”, pero creo que en el tema que la suscita hay numerosos matices, que resultan notables si consideramos que el enigma, en este caso, es la autoría del llamado Quijote de Avellaneda. A mi juicio, hay que tener un sólido y riguroso conocimiento de la época y de los personajes actuantes para atreverse a afrontar la escritura de un texto como este.
El argumento parte de la sorpresa desagradable que al parecer recibe Francisco de Robles, el librero que había contratado al impresor Juan de la Cuesta para imprimir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y que vendía en Madrid la primera edición del libro —su padre, Blas de Robles, había publicado en Alcalá de Henares La Galatea bastantes años antes— cuando se entera, diez años después de la publicación de la Primera Parte, de que un tal Alonso Fernández de Avellaneda ha publicado en Tarragona la Segunda Parte de las aventuras quijotescas. La indignación del librero, que lleva mucho tiempo pendiente de que Miguel de Cervantes escriba la Segunda Parte de su obra, hace que encargue y financie a una de las personas que colaboran con él, Isidoro Montemayor, para que intente descubrir quién es el tal Alonso Fernández de Avellaneda. La actividad de Isidoro en el cumplimiento de tal cometido determinará el desarrollo de la novela.
Pero el autor no se conforma con presentarnos simplemente los más directos aspectos argumentales, sino que nos sumerge con asombrosa destreza en la época: tiempo, comportamientos personales en lo moral y en lo social, espacios de la vida de las diferentes clases… se irán desplegando ante la experiencia lectora con gustosa veracidad.
Para empezar, Isidoro Montemayor, supuesto hidalgo sin recursos económicos familiares, que está intentando conseguir el dinero suficiente para justificar documentalmente su noble condición, además de corregir las pruebas de imprenta de las obras que Francisco de Robles edita y vende, colabora con él en los juegos de un garito clandestino —como la mayoría de los existentes en la época— propiedad del librero, y también se dedica a escribir gacetillas informativas, precedentes de la actual prensa, de lo que al parecer fue un modelo Andrés de Almansa, también citado en el libro.
El mundo de los naipes —al no poder pagar la cantidad pactada en el juego, un ganador está a punto de cortarle los testículos al siervo del derrotado—, del “juego de trucos” —billar—, de las “casas de conversación”, de la prostitución —que ejerce una adolescente llamada Rosita, por ejemplo—, de las tabernas… se entrelaza con el de las llamadas “academias” —en las que los escritores reunidos se dedican a hablar mal de los ausentes—, de las barberías… y la pintoresca cura de almorranas del protagonista por un fraile boticario se alterna con las noticias sobre la restauración de virgos —la llamada “entrega voluntaria del virgo” había que materializarla documentalmente— o con la asistencia a sesiones teatrales —como La verdad sospechosa— y hasta a fiestas de la sociedad aristocrática. Para familiarizarnos con la época, hasta se nos relatará el misterioso mensaje emitido por una “cabeza parlante”…
Por otra parte, las condiciones higiénicas de ese “Madrid muladar” —del que, en otra ocasión, he hablado en estas mismas páginas al comentar El Madrid cotidiano del siglo XVIII, de Juana Vázquez— es precisamente con Felipe IV cuando comenzarán a cambiar. En el siglo XVII, y particularmente en los años en que transcurren las aventuras de Isidoro Montemayor, “se viven los tiempos del ¡agua va!”, grito que se emite desde los balcones antes de arrojar a la calle cualquier suciedad. La inmensa basura, incluso fecal, la recogen 132 carros, llamados “podridos”, y gente con escobones que la va amontonando” —como comentaba yo al hablar del libro citado—, y ese espacio apestoso constituye una atmósfera poderosa en la novela de Mateo-Sagasta, elaborada con certeza y esmero: por ejemplo, los médicos reprochan a los ciudadanos que retiren de los espacios públicos los cadáveres de animales, pues existe la idea “científica” de que los efluvios de la putrefacción son beneficiosos, ya que el aire tan fino de Madrid puede ser perjudicial para la salud, y la gente orina en la calle o desde los balcones con toda naturalidad.
En esa atmósfera, cuidadosamente construida, matizada por cierto sarcasmo, no es raro que la deriva de la investigación de Isidoro Montemayor pueda a veces detenerse, pero a un buen lector, el interés de lo que el narrador cuenta le permite dar un reposo a la intriga del “caso Avellaneda” y conocer mejor la sociedad del momento, los intentos de los autores por conseguir el apoyo de los poderosos, el mundo de manipulaciones de todo tipo que marcaba la época, la picaresca, la delincuencia callejera capaz de asaltar a cualquier transeúnte para robarle, los aspectos más sórdidos de una sociedad tan desigual como hipócrita.
Al hilo de la búsqueda de Alonso Fernández de Avellaneda por parte del hidalgo investigador, entraremos en los ámbitos particulares de Miguel de Cervantes —firmemente protegido por su mujer, Catalina de Mendoza—, José de Valdivielso, Luis Vélez de Guevara, Gabriel Téllez —Tirso de Molina—, Luis de Góngora, Lope de Vega, Juan de Tassis, conde de Villamediana, Ruiz de Alarcón, Francisco de Quevedo… y asistiremos al descubrimiento, por parte de Isidoro Montemayor, de que el tal Alonso Fernández de Avellaneda es un apócrifo, y que al hilo de la construcción de su plagio quijotesco puede estar gente como Jerónimo —“Ginés”— de Pasamonte —compañero de Cervantes en fatigas guerreras— o José Blanco de Paz —dominico que tuvo problemas con el manco sano en el cautiverio de Argel—. Junto a estos personajes verdaderos de escritores, hay otros de la nobleza, como Pedro Téllez-Girón, duque de Osuna y protector de Quevedo, y más, que conoceremos a través de personajes ficticios tan interesantes como el de doña Micaela, condesa de Cameros.
El caso es que los trabajos del investigador irán aclarando las cosas y tendrán como resultado un final brillante que, como es lógico, no voy a relatar.
Las notables ilustraciones de José María Gallego —más de 70—, marcadas por lo que pudiéramos denominar cierto “neoexpresionismo”, se ajustan muy bien al espíritu del libro, y entre las muchas que van reflejando los aspectos concretos de la trama, hay relevantes retratos caricaturescos de diversos escritores.
En resumen, una magnífica edición de una novela excelente.
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Autor: Alfonso Mateo-Sagasta. Título: Ladrones de tinta. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todostuslibros y Amazon
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