El trote, nervioso y corto, de tres potros por la ladera de la mañana es la señal de que han de cumplirse las promesas de dicha y luz. Nada hay como el silencio para ir haciéndose con esas horas de incertidumbre, cuando la luz va irguiéndose entre la pereza del mundo. El paseante sólo mira metro y medio más allá de sus botas toscas y feas, no puede ver más allá porque no hay aún más que camino carretero que no interesa ni el ánimo está para casi nada.
A medida que se gana altura y el riachuelo nervioso y cantarín se hace abrazar por helechos, el paseante va fijándose en el esplendor de la retama amarilla, algún diente de león y lágrimas de resina que brillan al sol oblicuo de la ladera. El paseante piensa en sus cosas, que son todas y ninguna, o se deja llevar por lo que no hizo ayer, por enviar una carta hace semanas pendiente o retomar las semblanzas de terciopelo y pedernal que acaba de publicar Caballero Bonald.
El paseante, que no es sino un mal nadador varado en la sierra, contempla con asombro flores moradas, ranículas y recoge una pluma de ave que ha de servirle no ya como adorno en el sombrero tirolés que no tiene sino como separador del Diario de un escritor burgués de Francisco Umbral que ahora también tiene entre manos. Hay que andar con cuidado con los nervios de los pinos que afloran por la vereda pedregosa pues son traicioneros como las víboras.
Cruza la mañana, como el peligro la noche, un vuelo rasante y oscuro. El ave va pregonando su canto o su lamento en la hora tranquila y algo turbia. Entre la arboleda no se sabe si el cielo está limpio pero se adivinan lastras de algodón porque el calor no es asfixiante. El paseante se detiene y aspira, se hincha en la ladera cuando escucha ese rumor del airecillo entre las hechuras del bosque, como un oleaje tranquilo y nocturno, y le recuerdo aquella mano invisible y misteriosa que acariciaba la hierba de una campa de su infancia.
Un enorme estanque refresca la mirada y el gesto. Siempre inquieta qué pueden esconder esas aguas tan tranquilas, qué peces ciegos, qué anfibios hermafroditas, qué plantas mitad raíces mitad anguilas aún no descubiertas para los manuales de botánica o piscifactoría. El paseante quisiera descalzarse y sentarse con los pies colgando y mirar el ceceo de la pequeña presa donde acuden sin miedo la chiquillería de los pueblos vecinos en las tardes de agosto. Pero le da apuro, una vergüenza que no puede explicarse, y sigue con el pesar de la ilusión en el bolsillo.
El silbido del viento, el peso de la nieve… No es fácil entender el por qué de las formas caprichosas de algunos pinos albares que nos alivian del cielo, como aquella fotografía de Robert Capa en la que Picasso sostenía una sombrilla para que Françoise Guillot, sonriente y principesca, no fuera herida por el sol de la Costa Azul.
Arriba el aire ya es viento, viento que sabe a lavanda y tomillo, viento que hiere, viento que azota las piedras, redondas como inmensas albóndigas, generosas y limpias, acostumbradas a un paisaje que no sabe de envidias y donde el goce es simplemente contemplación.
Ya está. El resto es bajada, rutina, esa inercia de la vida a veces tan necesaria pero que hoy sobra. Mas el descenso es peligroso porque las piedras sueltas son cuchillas mirando el cielo. Sólo el viento acompaña, y un hombre de camiseta amarilla que aparece y desaparece y se guía por una brújula, como hace tanto; yo soy de libro que llevo encima y donde acudo para confundirme. Ojalá supiera entender el lenguaje de las estrellas. Y saber sus nombres para pronunciarlos en la noche.
Alguna vez voy con el poeta, como hace una semana. Viéndole caminar con paso leve y decidido cuesta arriba entre un pinar de sol y sombra parecía el adolescente Rimbaud avanzando con la prisa urgente de quien no podía perderse el París de la Comuna. Llevaba el bastón en la mano derecha como si alguien le hubiera regalado una flor. No le hacía falta ningún apoyo ni que nada le ritmara la vida pues el diapasón de la palabra hecho vereda le servía de brújula y compás en la mañana de mayo.
Mañana hermosa de conversación y extravío al contemplar juntos ese delicado vuelo de águila imperial señoreando las cumbres y dibujando elipses con el arqueo de las pestañas, o el andar extraviado e inocente de un cervatillo que cruzó nuestra vereda cuando la mañana aún no sabía que era la mañana.
El resto del día no tuvo sentido. Tampoco existió. Y el hoy está anclado en el puerto del recuerdo de ayer.
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