No sé si alguna vez hubo en Los Ángeles un proxeneta como Pierce Patchett (David Strathairn) organizador de una red de prostitutas de alto standing —ora escorts, ora damiselas—, operadas para parecerse a las grandes actrices del filme noir clásico: Verónica Lake, Rita Hayworth, Ava Gardner, tal nos presentan James Ellroy —autor de la novela original, L.A. Confidential (1990), tercera entrega del Cuarteto de Los Ángeles— y Curtis Hanson, su adaptador a la pantalla en 1997, una de las historias más celebradas del neo noir en ambos formatos. Pero en una de las secuencias de L.A. Confidential hay un dato rigurosamente cierto: Lana Turner sí fue novia de un gánster, Johnny Stompanato, a quien van a interrogar a un club de moda el sargento detective Jack Vincenns (Kevin Spacey) y el teniente Ed Exley (Guy Pearce). Es este último quien confunde a la verdadera Lana Turner —la que figura serlo en la cinta— con una de esas damiselas patrocinadas por Patchett.
Johnny Stompanato era un verdadero matón curtido en la guerra del Pacífico, donde sirvió en los marines y vio correr mucha sangre. Ya desmovilizado, se había hecho una reputación en el crimen organizado como guardaespaldas de Mickey Cohen —Paul Guilfoyle en la cinta—, un capo de la mafia judía que, en efecto, operó en Los Ángeles entre 1930 y 1960. Con sus bravuconadas y su desparpajo, Stompanato tenía camelado al malevaje. Con el estampado de sus camisas, y la apostura que debían encontrar en él, solía embaucar a las mujeres, cuya cuenta corriente le parecía lo suficientemente boyante, atropellándolas, en los primeros encuentros. Luego, una vez seducidas, sin que ellas los supieran, naturalmente, las retrataba en las efusiones a las que se entregaban. Lo demás era lo de siempre: una cantidad a cambio de no enviar las fotografías a quien nunca debería verlas.
Cuando se desató el escándalo, se decía que Stompanato había arrojado a la actriz por las escaleras en varias ocasiones. Dicha agresión, en aquellos días, daría pie a nuevas especulaciones: la caída por las escaleras —accidental o no— era un recurso de los guionistas de aquel Hollywood para justificar los abortos de los personajes femeninos.
Los encuentros sexuales de la actriz y el hampón eran memorables. Cuentan que los gritos de placer eran tan grandes como los de dolor. Era frecuente que, a la mañana siguiente, Lana Turner tuviera que ir a rodar con gafas para que, en el maquillaje, le disimulasen las huellas de su rostro que delataban la última paliza que su novio le había dado. Habían caído en esa mecánica letal de las somantas y las reconciliaciones. Ella intentó dejarle en varias ocasiones. Pero él siempre acababa volviéndola a camelar.
Kenneth Anger, basándose en las noticias de la época, sostiene, en el primer volumen de su Hollywood Babilonia (1975), que la actriz, que había tenido seis maridos —y aún le faltaba casarse con el último—, y amantes como Clark Cable, Victor Mature o Tyrone Power, era una auténtica masoquista. Defiende Anger que fue ella quien pagó a Stompanato el billete del avión que llevó al maltratador a Londres, para visitarla en el rodaje de Brumas de inquietud (Lewis Allen, 1958), que la ocupaba entonces. En el plató, al ver que Sean Connery, el galán de la película, besaba a Lana, Stompanato le encañonó con su pistola. El futuro James Bond no se achantó y hubo lío. Tanto que la productora llamó a los timbres pertinentes para que el hampón de Lana Turner fuese expulsado del Reino Unido.
De nuevo en Los Ángeles, el escándalo se desató cuando, el 4 de abril de 1958, Stompanato se presentó en casa de Lana en Beverly Hills. Estaba enfadado porque ella no le había llevado a la entrega de los Oscars de aquel año. Amenazó con matar a todo el mundo: a la actriz, a la madre de la actriz, y a Cheryl Crane, nacida de su matrimonio con Joseph Stephen Crane. La muchacha —tenía catorce años— escuchó los gritos de Lana, cogió un cuchillo de la cocina y dio muerte al novio de su madre. Fue un escándalo, que, al estar protagonizado por una hija de Hollywood menor de edad, fue mayúsculo. Todo el mundo estaba en contra de Lana Turner. Se aireó cuanto a ella concernía: desde que su padre encontró la muerte en la paliza que le dieron para robarle unos tipos, a los que acababa de ganar jugando a las cartas, hasta que Artie Shaw fue su primer marido. Insistieron en todo ese deseo que la actriz despertaba en los hombres —Gloria Swanson, directamente, la llamó “furcia”—. Solo hubo un periodista que la defendió, Walter Winchell: “Me parece sádico someter a Lana a cualquier otro tormento —escribió cuando ella temía perder la custodia de su hija—. Es imposible imaginar un castigo que pueda herirla más que esta pesadilla. Y está condenada a vivir con ella hasta el final de sus días… Resumiendo: ofreced vuestro corazón a una mujer que tiene el suyo destrozado”.
Se llegó a decir que había sido la actriz quien en verdad mató a su amante. Pero la encendida súplica del único admirador que parecía quedarle no cayó en el olvido. Lana fue absuelta y su hija confiada a la tutela de sus abuelos. Tiempo después, cuando, ya adulta, Cheryl se confesó lesbiana, su madre se distanció de ella.
De haber existido, el abnegado teniente detective Ed Exley, el policía empeñado en despejar —“caiga quien caiga”, como dicen todos los que se ven envueltos en corrupciones— cuántas incógnitas guarda la masacre del Nite Owl en L.A. Confidential, bien podía haber confundido a la verdadera Lana Turner con una de las chicas de la red de Pierce Patchett, el rufián especializado en mujeres parecidas a las estrellas del Hollywood clásico.
La confusión del flamante teniente detective Exley es tan comprensible como memorable el homenaje de Ellroy y Hanson a ese noir clásico, que a la auténtica Lana Turner le tocaba tan de cerca. Sensual donde las hubo, su debut en They Won’t Forget (Mervyn LeRoy, 1937) la convirtió en todo un mito erótico con tan sólo 16 años. La prodigiosa espetera, con la que la naturaleza le había dotado —resaltada hasta la hipérbole por sus famosos sweaters entallados, que vistió como ninguna otra en su tiempo— la convirtieron en una de esas chicas soñadas por todo el elemento masculino.
En sus comienzos, la joven Lana —nacida en 1921 con el nombre de Julia Turner— simultaneó sus posados como pin-up, estampas de calendario —e incluso dibujos para calcomanías— con sus sweaters en los papeles dramáticos. Nadie parecía reparar en que aún era menor cuando empezó a levantar el ánimo del país entero. Ni los encargados de la observancia de las reglas del Código Hays ni la madre de la futura actriz, que miró para otro lado cuando Zeppo Marx —el cuarto de los hermanos Marx, a la sazón ya descubridor de talentos— le pidió a la incipiente estrella que le enseñase los muslos, puesto a reparar si las piernas se correspondían en lirismo con el escote.
Cuando esos papeles juveniles, que interpretó en sus primeras cintas, fueron quedando atrás se impusieron las villanas y las mujeres fatales. A Lana Turner cumple recordarla por ellos. Fue la Cora Smith de la primera versión de El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), de ahí que presida el noir clásico y su estela abarque hasta el neo noir. Y fue, también, la mejor Lady de Winter de Los tres mosqueteros en la versión del 48 de George Sidney. Sin olvidar esa recreación de sí misma —daba vida a una actriz como lo era ella— que llevó a cabo a las órdenes de Vicente Minnelli en Dos semanas en otra ciudad (1952). Cabe asimismo recordar a la Beatrix Emery de El hombre y el monstruo (Victor Fleming, 1941).
Nadie daba nada por su carrera cuando se vio frente al juez. Sin embargo, el año siguiente, cuando se estrenó Imitación a la vida (1959), uno de los grandes melodramas de Douglas Sirk, concerniente, además, a unos problemas entre una madre y su hija, se convirtió en la producción que relanzó la filmografía de Lana Turner, prolongada en teleseries hasta mediados de los años 80.
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