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Las amargas mandarinas, de Iñaki Abad Leguina

Las amargas mandarinas, de Iñaki Abad Leguina

Carla Fleta Lang viaja desde Windhoek a Palma de Mallorca, donde vive con su marido, diplomático inglés, y sus dos hijos, al funeral de su padre, que acaba de fallecer. Mientras se enfrenta a la burocracia, Carla se va percatando de que en realidad desconoce todo acerca de su padre. Y también sobre su madre. Ni ellos le han contado nada ni tampoco ella ha sentido la necesidad de preguntar. Sin embargo, la muerte a veces interroga sobre lo que somos y hemos sido. Y Carla se enfrentará a una historia que hunde sus raíces en una noche sin retorno de septiembre en el País Vasco en 1974, solo un año antes de la muerte de Franco, y que tiene su continuación en Burdeos durante la Transición.

Iñaki Abad Leguina (Bilbao, 1963) es autor de relatos y novelas. Licenciado en Filología Hispánica, dirige el Instituto Cervantes de Budapest.

Zenda publica el prólogo que el escritor Manuel Rico ha escrito a Las amargas mandarinas (Huso editorial).

Un viaje siempre es la antesala de un mundo. Grande o pequeño, transparente o construido a base de secretos, quizá lleno de puertas que se abren a lo desconocido. De igual modo, toda novela es la metáfora de un viaje al que se presta el lector para vivir durante un tiempo en escenarios y ambientes que desconocía y en personajes que acabarán siéndole familiares y próximos. Las amargas mandarinas cumple con precisión tales requisitos. Iñaki Abad, autor con una sólida trayectoria como narrador, aborda de un modo poliédrico un relato que tiene como punto de partida el viaje de Carla Fleta desde Wiindhock, ciudad de Namibia, donde vive con su marido y sus dos hijos, a Palma de Mallorca, lugar en que residía su padre, tras conocer la noticia de su fallecimiento. Ese viaje hacia un progenitor del que ha perdido el contacto durante años, es el resorte que lleva a Carla a tomar conciencia de las sombras que han anegado su realidad familiar y que se proyectan sobre su pasado. El padre, que ha muerto casi en soledad, ha dejado en su casa de Palma de Mallorca vestigios y objetos (alguno especialmente atrabiliario e inesperado) suficientes para que, mientras se desarrollan los trámites del entierro, en la mente de Carla surjan preguntas acerca de su propio pasado y, más allá, del pasado del recién fallecido José María Fleta Loroño. Ella es protagonista de una vida cómoda aunque comprometida con el llamado mundo en vías de desarrollo y es la expresión de un cosmopolitismo “progresista” y abierto.

Iñaki Abad ha logrado proyectar su mirada como narrador sobre una trayectoria vital que es reflejo de otras muchas: hablo de las de quienes nacieron en el ojo del huracán del llamado conflicto vasco y cuya trayectoria, derivada de un exilio inevitable, se pierde o evoluciona, en los años posteriores a la transición política, hacia otras realidades. José María Fleta, cuya relación con el terrorismo de ETA es oblicua y tiene su origen en una frustrada relación amorosa, acaba construyendo su biografía lejos del País Vasco y lejos del núcleo de un conflicto que generó una diáspora no siempre conocida. En cierto modo, esa experiencia es el reflejo de una vida no infrecuente en la realidad de Euskadi en los años setenta, en el tardofranquismo. Me refiero a la de aquellos jóvenes que, sintiéndose progresistas e identificándose con la lucha antifranquista, por razones de origen familiar (Fleta es hijo de trabajadores, vivía en un barrio de casas baratas en la ciudad de Bilbao) y discrepando radicalmente del terrorismo, se ven inmersos, sin quererlo, en un mundo oscuro, casi sórdido, en el que se mezclan apuntes de heroísmo con el miedo, la tentación del “compromiso” con el profundo deseo de apartarse de esa realidad, dilema en el que el joven José María Fleta se debate de una manera sorda. Solo el amor, un amor intenso y casi adolescente, lo lleva a ayudar indirectamente en la acción terrorista al prestar un vehículo de la familia al comando que protagonizará un sangriento atentado.

En ese mundo, que ocupa toda la primera parte de la novela, hay otros protagonistas que para Abad tienen una entidad indiscutible, cargada de cotidianidad y de humanismo. Pocos autores de entre los que han abordado, desde una perspectiva democrática, la realidad del País vasco (quizá Fernando Aramburu o, antes, mucho antes, Raúl Guerra Garrido) se han metido en la piel de los guardias civiles que, sobre todo en el tiempo inmediatamente anterior a la transición y durante los “años de plomo”, desarrollaban su vida en el corazón de Euskadi, ya fuera en las casas cuartel, ya en pisos simulados o semiclandestinos. Iñaki Abad, sin grandilocuencia, con una mirada serena y, a la vez, extremadamente rigurosa y cargada de empatía con las emociones, sueños y frustraciones de los agentes, se acerca a ellos, nos ofrece una realidad que solo difería de la que vivían los ciudadanos vascos más humildes en el aislamiento y la presión social a la que estaban sometidos, en su vida privada huidiza, esquiva, casi claustrofóbica.

Chema/Fleta acabará, tal y como en la realidad ocurriera con tantos jóvenes vascos de la época, en la ciudad de Burdeos. Allí será acogido y protegido por Sophie, una anticuaria culta, intelectualmente inquieta y progresista. La Burdeos cosmopolita y su burguesía ilustrada, la izquierda culta, el compromiso y cierto diletantismo en relación con una lucha política que si en Francia se desenvolvía en democracia —con inevitables adherencias de la situación vasca de aquellos años—, en España ocurría todavía bajo la dictadura. Con ello, el autor nos muestra el contraste radical entre dos universos: el que el joven Fleta abandona, un mundo menesteroso, humilde, crecido en calles y en casas “de protección oficial” y marcado por el miedo, y el que, en las ciudades del sur de Francia, se desarrollaba en una relativa tranquilidad, con libertades plenas y con toda la cultura del momento al alcance de las mentes más inquietas. Con extrema sensibilidad, Iñaki Abad se adentra en ese mundo, personalizado en Sophie, la peculiar y exótica protectora, y nos muestra a su personaje seducido, casi absorbido por un microcosmos cosmopolita, abierto y comprometido con una modernidad que evoluciona entre la alta cultura, la política y los afanes revolucionarios del Tercer Mundo.

Toda novela de calidad se manifiesta no solo por la destreza del autor en construir la trama o en el uso del lenguaje, sino por su capacidad de perturbar conciencias, de abrir interrogantes y de crear climas y mundos en los que, en sus vínculos con la realidad, se adviertan las contradicciones y desajustes de la sociedad en la que vivimos. En Las amargas mandarinas hay amor y hay desamor, hay dolor, crueldad —expresada en los dos atentados terroristas que galvanizan la acción de la novela y condicionan la vida de Chema/Fleta—, frustraciones, gozo y leves apuntes de felicidad, hay historias que se entrelazan y que atrapan al lector y hay Historia, hay memoria personal y memoria colectiva y, de modo muy especial, hay secretos que gravitan sobre todos sus personajes, desde Carla a Lorenzo Ruspoli, y que son metáfora de todos los secretos y culpas familiares que en el mundo han sido y, por tanto, reflejo de un estado de conciencia no solo individual, algo que el lector advertirá adentrándose en los meandros del largo y apasionante diálogo que ambos mantendrán en las horas previas al entierro.

En Las amargas mandarinas se advierte, de otro lado, un fuerte protagonismo de la mujer (de las mujeres), que son quienes acaban conduciendo la novela y condicionando las pulsiones de los personajes, el tono y la mirada del narrador. El amor primero, con cierta carga mítica, que representa Arantxa. La madre sofisticada que se sueña y desea, con mucha vida detrás y mucho mundo, que simboliza Sophie (un brutal contraste con la madre real, una modestísima ama de casa de la España dominada). El amor y la pareja, materializados en Jeanne, en quien confluyen rasgos de Sophie y de la propia Arantxa. Y Carla, motor y desencadenante de la narración y soporte decisivo de la historia que Iñaki Abad nos cuenta.

Novela para recordar y recapitular. Para meditar, desde la lucidez, sobre los últimos años de nuestra historia. Para disfrutar de la literatura dejándonos llevar por la magia de una prosa transparente y directa en la que los diálogos, las descripciones y las referencias culturales e históricas forman parte de un texto compacto y coherente, a partes iguales crítico y testimonial e intimista y reflexivo. Con un factor adicional que el lector agradece: se lee de un tirón. Infrecuente virtud en los tiempos que corren.

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Autor: Iñaki Abad. Título: Las amargas mandarinas. Editorial: Huso. Venta: Amazon y Fnac 

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