Para ser una novela llena de personajes despreciables que juegan con los sentimientos, la sexualidad y el estatus social propios y ajenos, Las amistades peligrosas ha demostrado ser una historia muy popular, que ha sido adaptada no solo principalmente al tiempo en que fue escrita, el París del siglo XVIII, sino también a la Corea del mismo siglo, la Francia de 1870, el Brasil de 1920, la China de 1930, el Harlem de 1940, la Francia de 1950 y de 1960, la Nueva York de 1999 y la Corea del Sur de 2018. También se ha adaptado a radio dos veces, a ópera tres (por estadounidenses, belgas e italianos), a ballet cuatro (dos inglesas, una canadiense y una checa) y a teatro cinco, con actores como Alan Rickman, Hugo Weaving, Dominic West y Ciarán Hinds encarnando al depravado vizconde de Valmont. Incluso John Malkovich, el protagonista de la versión que comentaremos hoy, dirigió una de las adaptaciones teatrales, en París en 2012.
La novela original fue publicada en 1782 por Pierre Ambroise François Choderlos de Laclos (pronunciado Shoderló de Lacló), un militar y masón nacido en Amiens que, aburrido en su destacamento de artillería, decidió ponerse a escribir «algo que se saliera de lo ordinario, algo que hiciera ruido y que permaneciera» después de su muerte. Publicada inicialmente en cuatro volúmenes, es contemporánea (solo un poco inmediatamente anterior) a las obras más conocidas del marqués de Sade, y los dos, junto al odiado rival de Sade, Nicolas-Edme Rétif, forman un trío de autores cuyas temáticas sexuales e indecorosas para la sociedad de aquel tiempo (e incluso de todos los tiempos) los han convertido en objeto de fascinación, repulsa o una mezcla de ambas cosas. En 1988 se rodó la adaptación más conocida, que a pesar de coincidir en las carteleras ese mismo año con otra, Valmont, ha acabado quedando por encima debido a un reparto que si empezó siendo de campanillas con el trío central de Glenn Close, John Malkovich y Michelle Pfeiffer, luego ha ido ganando en voltaje estelar con el célebre currículum logrado en décadas siguientes por sus entonces dos jóvenes promesas, Uma Thurman y Keanu Reeves, entonces de 18 y 24 años respectivamente. Incluso el muy secundario criado de Valmont, aquí escocés por alguna razón, Peter Capaldi, es un futuro Doctor Who. Ganó tres Oscars, a guión adaptado (Christopher Hampton), vestuario (James Acheson) y dirección artística (Stuart Craig y Gérard James), además de otras cuatro nominaciones a actriz (Glenn Close), actriz secundaria (Michelle Pfeiffer), música original (George Fenton) y película (Norma Heyman y Hank Moonjean, productores).
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La obra está redactada en forma de cartas escritas entre los diversos personajes de la historia, en las que anuncian planes, expresan sus opiniones, dan detalles de lo ocurrido en la trama y ofrecen pruebas de lo logrado. Y sí, antes de que alguien se lo pregunte, también ha sido adaptada incluso a cadena de mensajes en Twitter. Los personajes principales son el vizconde de Valmont y la marquesa de Merteuil, dos nobles franceses que utilizan el sexo y los escándalos sociales como arma para conseguir diversos fines. El conde de Bastide, el último amante de la marquesa, la ha abandonado por una joven virgen, Cécile, recién sacada de un convento ex profeso para casarse con él, y para vengarse del conde la marquesa propone a Valmont que seduzca a la chica para ridiculizar a su prometido. Por «seducir» se entiende que la desvirgue y le enseñe a hacer cosas en la cama («uno o dos términos latinos») que una joven virgen en principio no debería saber, para que su nuevo marido se dé cuenta de eso durante la noche de bodas, y que así «se convierta en el hazmerreír de París». Para ayudar y complicar el asunto, Cécile se enamora de otro joven no mucho mayor que ella, su tutor de música, el caballero Danceny, lo cual les ofrece otra manera de vengarse de Bastide, a la vez que un obstáculo para Valmont.
Pero Valmont en principio rechaza el desafío… por considerarlo demasiado fácil. Por eso y porque se ha impuesto un nuevo reto a sí mismo: conseguir seducir a la muy virtuosa y muy casada madame de Tourvel. Para intentar convencer a Valmont de que la ayude, la marquesa le promete que se acostará con él si es capaz de tener éxito con madame de Tourvel. Valmont no encuentra este empeño fácil, porque la madre de Cécile ha escrito a madame advirtiéndole sobre la justificada mala fama del vizconde. Al saberlo, Valmont seduce a Cécile, no tanto por aceptar la petición de la marquesa como por vengarse de la madre de la chica por hablar mal de él.
La cosa se sigue liando. Mientras esto ocurre, la marquesa ha tomado como amante al caballero Danceny, y Valmont, tras «cumplir» con Cécile, también logra acostarse con madame de Tourvel, de la cual confiesa haberse enamorado… al menos por un rato… lo cual no le impide reclamar la recompensa que ahora le debe la marquesa. Poniéndose celosa, ella rehúsa cumplir su palabra y provoca que Valmont intente aumentar su «gloria» a base de abandonar a madame de Tourvel («no puedo evitarlo» – «it’s beyond my control») y luego volverla a conquistar. A partir de aquí, los dos rivales y a veces aliados se vuelven enconados enemigos. Valmont hace que Danceny abandone a la marquesa por Cécile. La marquesa revela a Danceny que Valmont desvirgó a Cécile. Danceny mata a Valmont en duelo, aunque no antes de que este le dé las cartas que cuentan toda esta historia, que arruinan la reputación pública de la marquesa.
Este es el punto donde acaba la película, con una derrotada Glenn Close quitándose el maquillaje ante el espejo, símbolo de cuantas cosas se quieran leer en ello: mostrar el verdadero rostro de cada uno, abandono de una sociedad corrupta, derrota personal en un empeño que te ha costado todo, castigo por tus pecados… Sin embargo, el libro aún ofrece una coda bastante cruel (aviso extra de spoilers si solo se ha visto la película) para las tres mujeres de la historia: la marquesa huye al campo, contrae viruela, su hasta entonces bello rostro queda marcado, y pierde la vista en un ojo. En París, madame de Tourvel, acosada por el dolor y el sentimiento de culpa, muere de fiebres, y Cécile vuelve al convento, deshonrada. No se nos cuenta qué fue del caballero Danceny, pero al menos cuatro de los cinco personajes principales acaban destruidos por el comportamiento inmoral de dos de ellos.
Probablemente, la gran popularidad de esta historia radica (aparte de en el morbo de las relaciones sexuales prohibidas) en la lucha entre la libertad individual y las costumbres sociales, así como en los límites entre libertad y libertinaje. Visto desde un cierto punto de vista, es una historia trágica, ya que penaliza a gente que lo único que hace es acostarse libremente con quien quiere, y es la sociedad que rodea a estos personajes quienes los castiga, o provoca que se castiguen unos a otros debido a las consecuencias que esa misma sociedad podría hacer caer sobre ellos. ¿Por qué tiene que ser una desgracia que Cécile no llegue virgen al matrimonio? ¿Por qué no puede ella elegir a Danceny en vez de al marido que se le tenía preparado, veinte años mayor? ¿Por qué Danceny, tras estar con Cécile, no puede decidir irse con la marquesa y luego volver con la joven? ¿Por qué Valmont ha de sufrir la muerte nada menos, a manos de Danceny, por haberse acostado con su ¿novia?, si es que lo era? ¿Por qué la marquesa ha de huir de la ciudad cuando todo esto se sabe? Y así con muchas otras cuestiones, que quizá hoy en día no se plantearían en un mundo donde, al revés, hay gente que vive de pregonar con quién se acuesta.
Sin embargo, como se ha dicho, eso es solo una manera de verlo. Otra es que algunos personajes no son tan libres como en principio parecen, y aunque nunca se dice en la historia que nadie violara a nadie (en este sentido Laclos no llega donde Sade), las recientes revelaciones desde Hollywood, por ejemplo, a raíz de casos como el del productor Harvey Weinstein, han modificado, o al menos iluminado públicamente, cómo alrededor del tema del consentimiento hay todavía mucho que discutir (o quizá no tanto). Weinstein siempre presumía de su capacidad para convertir un no en un sí (quien quiera puede investigar los procedimientos que usaba), y eso se refleja en lo que dice la propia Cécile a la marquesa tras su primera noche con Valmont. ¿Y no te resististe?: «Pero si yo le decía que no todo el tiempo». ¿Pero te forzó, te ató, o algo? «No, pero es que dice las cosas de un modo…». Aunque alguien acabe diciendo que sí, o meramente cediendo sin convicción, eso no significa que ese consentimiento se haya alcanzado de manera satisfactoria. Cécile está atrapada por el peligro de que se sepa que siquiera ha entrado un hombre en su dormitorio, por la imposición social en favor del varón, y por el estatus del vizconde, a la vez noble, hombre, adulto, experimentado, motivado y con todas las cartas de su parte para transformar ese «no todo el tiempo» en el sí que busca. Todavía hay gente cuya primera reacción ante este tipo de situaciones es: «Me da igual las presiones que haya: si no te vas de allí a la primera y no lo denuncias, si no te resistes de alguna forma, es que eres culpable tú también». En este sentido, las cosas están cambiando mucho en torno a este tema. Cuando una negativa puede provocar la venganza de alguien poderoso contra ti, sea arruinando tu reputación y condenándote a un convento en el XVIII o provocando que la mayoría de los grandes proyectos cinematográficos de tu tiempo te descarten de sus castings por rumores falsos en el XX o XXI, ahí no se puede hablar de consentimiento libre.
Cécile y madame de Tourvel representan a las víctimas propiciatorias, una demasiado joven para saber nada (y demasiado apartada del mundo hasta entonces), y la otra tentada por donde es más débil: si a ella no se puede llegar por la belleza, la chulería o el morbo de lo prohibido, Valmont lo consigue apelando a su caridad cristiana para ayudar a un pecador como él a rehabilitarse, proyecto irresistible para alguien de profundos valores religiosos: he pasado mi vida rodeado de gente inmoral, se me ha pegado, son las malas influencias, no es culpa mía, me siento indigno, pero vos me inspiráis con vuestra bondad, que no vuestra belleza, etc. Pero la verdad es que el plan auténtico es: «No tengo intención de romper sus prejuicios: quiero que crea en Dios y en la virtud y en la santidad del matrimonio, y que ni aun así sea capaz de resistirse».
Pero después de ellas dos está la marquesa de Merteuil, mujer por otra parte muy inteligente que ha decidido abrazar hasta el final su situación, y armada de cinismo y afán de venganza (que es lo que la acaba perdiendo varias veces), justifica su comportamiento diciendo que es lo único que la sociedad le permite hacer. «Amor y venganza. Dos de tus favoritas», sugiere la marquesa para tentar a Valmont sobre Cécile. Cuando él le dice: «Pensaba que traición era vuestra palabra favorita», ella responde: «No, no. Crueldad. Siempre pensé que sonaba más noble». Más adelante, Valmont se pregunta cómo ella lo hizo para inventarse a sí misma, y ella contesta: «No tenía elección, ¿no? Soy una mujer. Las mujeres están obligadas a ser más hábiles que los hombres. Se puede arruinar nuestra reputación con unas cuantas palabras bien escogidas. Así que, por supuesto, tuve que inventarme no solo a mí misma, sino también formas de escapar que nadie había imaginado antes. Y lo he conseguido porque siempre he sabido que nací para dominar a vuestro sexo y vengar al mío. Entré en la sociedad a los quince años. Yo ya sabía que el papel al que estaba condenada, estar callada y hacer lo que se me dijera» (la película empieza con la madre de Cécile diciendo que «mire, aprenda y esté callada excepto cuando se le hable»), «me daba la oportunidad perfecta de escuchar y observar. No lo que la gente me decía, que naturalmente carecía de interés, sino lo que intentaban ocultar. Practiqué la indiferencia. Aprendí a parecer sonriente mientras bajo la mesa me clavaba un tenedor en la mano. Me convertí en una virtuosa del engaño. Consulté a moralistas para saber de apariencias. A los filósofos para saber qué pensar. A los novelistas para saber hasta dónde podía llegar. Y al fin destilé todo en un sencillo principio. Ganar o morir».
Es toda una declaración de principios, pero se puede objetar cuánto hay en ella de «yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así», donde la sociedad realmente tiene la culpa, y cuánto hay de personaje autoconstruido y ficticio, que suena tan molón que acaba siendo irreal. Lo de reaccionar contra el mundo que te reduce a callar y escuchar puede tener un pase, e incluso «la venganza contra vuestro sexo», pero luego ella acaba provocando más víctimas del suyo que del contrario. De hecho, tan orgullosa está la marquesa de su ideario que intenta enseñárselo a Cécile, cual maestra de la universidad de la vida: «La vergüenza es como el dolor: solo se siente una vez» (what?). «Te digo, tontita, que si tomas precauciones, podrás hacerlo, o no, con quien quieras, cuando quieras, y de la forma que quieras. Nuestro sexo tiene pocas ventajas, así que aprovéchalas bien».
Por su parte, Valmont se nos presenta como alguien que «nunca abre la boca sin calcular primero cuánto daño puede hacer» pero a quien «todo el mundo recibe», y John Malkovich lo interpreta como un reptil con ese peinado de frente picuda y despejada, y llegando incluso a sisear como una serpiente un par de veces. Rechaza el encargo sobre Cécile porque es tan fácil que incluso dañaría su reputación (otro gran tema de la trama): «Tengo que seguir mi destino, tengo que ser leal a mi profesión». Y es precisamente el prestigio lo que le lleva a dirigir su atención sobre madame de Tourvel, una mujer «famosa por su estricta moral, fervor religioso y felicidad conyugal», aunque su refinado paladar llega a encontrar «algo degradante en tener a un esposo como rival: es humillante si fallas y vulgar si tienes éxito». A todo esto, es curioso también que Valmont consiga seducir a Cécile y a la señora de Tourvel solo mientras su prometido y esposo están fuera, con tropas en Córcega y en un caso judicial en Borgoña respectivamente. Además, el vizconde usa más el chantaje y el engaño que el encanto propio para conseguir sus fines, como se ve en el tema de la criada, las cartas y la llave de Cécile, o en el de la interesada limosna al endeudado monsieur Armand y su familia. Es decir, que por toda su cacareada reputación, parece que tampoco le gusta complicarse tanto, y que todo su golpe de «no se me pueden resistir» no es porque no puedan contenerse, sino porque están atadas, si no físicamente, sí por las convenciones de la sociedad de su tiempo. Ese hábito suyo, en esta película al menos, de usar a las mujeres como escritorio, lo resume bastante bien: una cachondada graciosa durante medio segundo, y un escalofrío de regomello cuando lo piensas bien.
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