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Las calles son nuestras

Las calles son nuestras

Cada vez que los políticos se enzarzan en una discusión sobre el mejor nombre para estampar en la placa de una calle, me veo transportado a la primera vez que vine a visitar Menorca, la tierra de mi suegro. En aquel momento yo no sabía nada de la isla ni de su idiosincrasia, ni era capaz, tampoco, de pillar al vuelo una sola palabra del menorquín. He tenido tiempo después, con los años, de empaparme de su historia y de su cultura, asombrosamente rica en comparación con el espacio que ocupa en el Mediterráneo, y de empezar a cazar palabras sueltas para, al menos, enterarme ocasionalmente del tema del que están hablando.

Pero aquella primera vez —decía— yo era el más extranjero de los extranjeros y me limitaba a ver, oír y callar.

La población más próxima a la casa de mi suegro era Ciutadella, y de vez en cuando nos tocaba recorrer el trayecto hasta ella para hacer unos cuantos recados. En el momento de las indicaciones previas les escuchaba hablar de calles o plazas con nombres bastante sencillos: Las Palmeras, Los Pinos, Las Vueltas… Asumí que eran referencias propias de la familia de mi mujer y no le di mayor importancia; todos llamamos a los sitios de la misma manera en la que lo han hecho antes nuestros padres, o de la forma que inventaremos después con nuestros amigos.

"Al principio mi imaginación novelesca me llevó a pensar que todo esto formaba parte de la cultura atávica del menorquín"

Sin embargo, después descubrí que aquellos nombres eran usados por otras personas y, más tarde, me di cuenta de que eran utilizados por todos los habitantes de Ciutadella. En este punto, el asunto llamó mi atención, porque no se trataba de apodos para calles secundarias o de poca importancia, sino para los sitios más emblemáticos de la ciudad. Y ninguno se parecía al nombre oficial.

Los Pinos era la Plaça de S’Explanada; Las Palmeras era la Plaça d’Alfons III; Las Vueltas era como todo hijo de vecino conoce a la calle más comercial de Ciutadella, llamada, en realidad, Josep María Quadrado; y —esta es mi favorita—, la línea trazada por las avenidas de Capitán Negrete, Jaume I el Conqueridor, Constitució y Francesc de Borja Moll es resumida por cualquiera como La Contramurada, porque es la vía que tradicionalmente quedaba a espaldas de la muralla de la ciudad.

Al principio mi imaginación novelesca me llevó a pensar que todo esto formaba parte de la cultura atávica del menorquín. Una isla que ha sido invadida por tantos pueblos y ha pasado por manos de tantas naciones tiene que conservar, a la fuerza, un sutil instinto de rebeldía con el que asumir que uno puede perder el cuerpo pero seguir conservando el alma, y que las calles son, al fin y al cabo, los lugares que habitamos cuando salimos de nuestras casas para cuchichear a espaldas de los soldados que dominan nuestra tierra. Ellos podrán poner el nombre que quieran en la pared, pero nosotros seguiremos llamando a las cosas como las hemos llamado toda la vida, porque somos —hasta donde se nos permite— lo que hemos sido siempre, y porque nos reconocemos en los pequeños detalles del habla y de lo que es nuestro porque lo bautizamos antes de que ellos llegaran.

"Lo que le imprime carácter a un sitio es lo que debería bautizarlo, y no lo que se rebusca en los libros de Historia"

Seguramente el motivo es mucho más prosaico. La vida tiende a simplificarse. No puede uno usar nombres tan largos ni evitar sumarse a la corriente que tiende a referirse a los lugares por lo que ocurre en esos lugares. Sin más. Pero, de un modo u otro, me pregunto a menudo por qué no hacemos lo mismo en todas partes, ni con las mismas ganas con las que lo hacen en Ciutadella, en vez de dejarnos arrastrar por las peleas absurdas con las que los políticos tratan de distraernos de los problemas reales. No tiene sentido discutir sobre si dedicar tal o cual calle a tal o cual persona que hizo tal o cual cosa y que sólo le parece memorable a tal o cual grupo de gente, mientras cabreamos a la otra mitad de población. Lo lógico sería dejar que los de arriba siguieran llenando los periódicos con su habitual sarta de gilipolleces, mientras nosotros, los que de verdad vamos a poner los pies sobre el asfalto, decidiéramos cómo queremos que se llamen las pequeñas porciones de terreno por las que nos movemos. Habría que evitar asignar nombres de nadie a nada —que tampoco es tan difícil—, y en vez de eso elegirlos en consonancia con lo que allí ocurre cada día, o con el elemento más característico del lugar.

Sería un acto de rebeldía auténtico; uno que no le haría mal a nadie y que, muy al contrario, permitiría establecer vínculos reales entre nosotros, a pie de calle y con un sabor de regreso a lo tribal, sin hablar de política, ni de religión, ni de fútbol, ni de nada que nos separe, sino centrándonos en lo que nos pasa a todos; en la realidad sobre la que sale y se pone el sol, o en la que habla de la zona del pueblo por la que siempre entra la niebla, o en la primera calle en la que se forman los atascos, o en el lugar en el que antes se secan los árboles con la llegada del verano o se acumula más agua cuando llueve.

Lo que le imprime carácter a un sitio es lo que debería bautizarlo, y no lo que se rebusca en los libros de Historia. La Historia está para aprender de ella, no para grabarla sobre placas como gesto de desdén hacia el enemigo.

Soy un iluso, lo sé, pero ¿para qué sirve el verano si no es para ilusionarse un poco?

***

Ayer, a última hora, salimos de casa con el ingenuo propósito de buscar un sitio para cenar en Ciutadella, pero no lo encontramos. Menorca es invadida de nuevo en agosto.

Al darnos la vuelta, ya de regreso, me topé con una esquina pintada con el mismo color de arena apelmazada que tiñe muchas calas de la isla. Levantando la vista, había dos carteles: el de arriba rezaba “Plaça de s’Explanada”. El de abajo, en cambio, defendía “Plaça dels Pins”. El de arriba estaba escrito en mayúsculas, otorgándose cierta oficialidad; cierto aire de superioridad o de dominancia.

Sonreí con orgullo, aunque no sea yo de aquí ni pretenda serlo, y seguí caminando. Giré la vista hacia un grupo de chavales que correteaban por entre los troncos de los enormes pinos; esos que habían crecido retorcidos cuando trataban de corregir su postura frente a cada racha de viento cambiante y la picazón del salitre sobre sus pieles rugosas. Esos que le daban el nombre oficioso al lugar. En esta plaza los menorquines se habían salido con la suya.

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