Una de las grandes epifanías que nos deparó el circuito de la versión original a finales de los años 80 —y al volver sobre ellas en estos artículos recuerdo que no fueron pocas— fue el descubrimiento del cine del realizador chino Zhang Yimou. Lejanos aún los días del renombre internacional, que este autor alcanzaría en los tiempos por venir —en 2008 fue el director de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín, y hoy por hoy es uno de los cineastas de referencia de su país—, los amantes del cine al margen de la cartelera comercial supieron del gran Yimou antes que nadie. En el caso de España demostraron, además, una amplitud de miras desconocida hasta entonces: salvo error u omisión, las cintas interpretadas en su totalidad por actores con rasgos orientales no interesaban al público.
Ahora que en ese encomiable, admirable y decidido empeño de nuestra sociedad por acabar con cualquier tipo de discriminación racial se escrutan todas las costumbres en busca de cualquier “microrracismo” —que se ha ido a llamar a ciertas tendencias, a menudo imperceptibles para quien las practica, casi siempre sin ánimo de ofender— habrá que recordar los días en que, para el común de las audiencias autóctonas, todas las personas con fisonomías orientales —por infrecuentes entre los naturales del país— eran “chinas”. Lo desconocido, en el mejor de los casos, siempre es igual. Lo malo es cuando se rechaza y se condena por ignoto. Se acaba así —algunos incluso a patadas— con esa fascinación que tan a menudo entrañan los descubrimientos.
Corría el invierno de 1983, y aún estábamos en esa tesitura en que todas las personas con rasgos orientales eran “chinos”, cuando TVE emitió un ciclo dedicado al gran Akira Kurosawa, el más occidentalizado de los cineastas japoneses. Yo entonces era auxiliar de montaje, amén de un “filmófilo” —como decía don Florentino Soria, a la sazón director de la Filmoteca Nacional— que por amor al cine era capaz de verse en la Filmo a Kurosawa en japonés. Sin doblaje, sin subtítulos, en japonés total. De hecho, la copia de mi primer visionado de La fortaleza escondida (1958) no tenía, siquiera, subtítulos en inglés. Raras eran entonces las cintas niponas subtituladas en español. Naturalmente, en aquel primer visionado de La fortaleza escondida no me enteré ni de una palabra de los diálogos. Pero al buen cine las imágenes le bastan para conmover. El caso fue que yo vi por primera vez a Kurosawa —ya no recuerdo si doblado o subtitulado en español— en aquellas emisiones de la antena pública.
Cuál no sería mi sorpresa cuando, al día siguiente, al llegar al montaje, encontré a algunos de mis compañeros indignados porque TVE había “echado” —incluso ellos llamaban “echar” a las emisiones y a las proyecciones— una película de “chinos”. Aseguraban que estuvieron a punto de llamar al Ente para protestar por el pase de una película de “chinos”. En los ocho años que fui técnico de cine desempeñé casi todos sus oficios, y doy fe de que el cine español siempre ha sido mucho menos racista de lo que haya podido serlo el resto de la sociedad española. No podía ser de otra manera, habida cuenta del cosmopolitismo de su edad de oro, la de las coproducciones internacionales, y de la natural tolerancia de una profesión que siempre, y en todo el mundo, en líneas generales, se ha mostrado más abierta a todo que el resto de la sociedad. Pero en aquel montaje donde yo me desempeñaba había todo un prejuicio contra las películas interpretadas en su totalidad por actores con rasgos orientales.
De modo que fue doblemente jubiloso el descubrimiento de aquel Zhang Yimou que llegó al circuito de la versión original de la cartelera madrileña a finales de los años 80. Le avalaba el Oso de Oro obtenido en el Festival de Berlín con Sorgo rojo (1987), su primer filme. Ya era un realizador mayúsculo. ¡Vaya que sí! Alexandre Astruc, el principal teórico del cine de autor —amén de director notable él mismo—, sostenía que el cineasta ha de escribir con su cámara como el escritor lo hace con su pluma. Pues bien, en los años que siguieron pudimos comprobar cómo el Yimou perseguido por los comunistas escribía con su tomavistas grandes novelas de amor.
Bien es cierto que Sorgo rojo —un episodio sobre la resistencia durante la invasión japonesa de China— y Dai hao mei zhou bao (1989), su segunda realización —un drama sobre un avión secuestrado, apenas conocido en Occidente—, no vienen al caso. No hay duda de que Sorgo rojo, aun siendo una cinta brillante, se atiene a las imposiciones de las autoridades de su país. Conviene recordar que esa Quinta Generación del cine chino, a la que pertenece Yimou, también conocida como la de la República Popular, está fuertemente marcada por la férrea censura de todas las repúblicas populares sobre toda la creación artística y literaria, rigores de los que nuestro realizador sabía de antiguo por su propia experiencia antes de emplazar su tomavistas por primera vez. No en vano se vio obligado a abandonar sus estudios para emplearse en una fábrica durante la Revolución Cultural.
De modo que Sorgo rojo, concebida en mayor o menor medida en base a las directrices del Partido Comunista Chino, no es una película enteramente personal. De ahí que pueda decirse que el verdadero Yimou, el que rueda por primera vez lo que le da la gana, arranca en Semilla de crisantemo (1990), su primera cinta prohibida en su país. Protagonizada por su musa de entonces, Gong Li, es un filme lírico y esteticista como pocos. Su historia es la de un amor también prohibido, el que unió a Ju Dou —el personaje incorporado por Gong Li— y Tianqing (Ma Chong). Esposa comprada y maltratada por Jinshan (Zhijun Cong), el cruel dueño de una tintorería de la China rural, Ju Dou encontrará en Tianqing —el sobrino y empleado de Jinshan— un sentimiento que se prolongará hasta el fin de la vida de su amante. Sólo la Parca separa a quienes se quieren mucho, y en Semilla de crisantemo la muerte viene dada por Timbai, el abominable hijo que engendra la pareja, quien, cansado de que los amores adulterinos de sus padres sean la comidilla de la aldea, asesina al autor de sus días.
Más feliz es el amor narrado en ¡Vivir! (1994), la segunda obra maestra de Yimou, cuyo periplo sintetiza la historia de China desde los albores de la guerra civil hasta la Revolución Cultural. Xu Fugui (You Ge), su protagonista, es un ludópata al que abandona su mujer, Xu Jiazhen (Gong Li). Tras perderlo todo, Xu Fugui deja de jugar y su esposa vuelve junto a él. Empleado como titiritero ambulante, trabaja en sus sombras chinescas cuando es reclutado por el ejército del Kuomintang. Tras pasarse al Ejército Rojo, terminará la guerra con ellos antes de volver a su pueblo. Allí, el que fue un «amo» del antiguo régimen será feliz con las miserias del nuevo orden junto a Xu Jiazhen. Con los años, perderán a su hijo a consecuencia del estajanovismo del Gran Salto Adelante y a su hija por el delirio de la Revolución Cultural —que apartó a los médicos de las parturientas acusándoles de reaccionarios—, yendo a morir la muchacha durante una hemorragia que sufre al alumbrar al nieto de esta otra pareja memorable de Yimou. Huelga apuntar que ¡Vivir! también fue prohibida por las autoridades chinas.
En las películas de Zhang Yimou, el amor —ese amor más poderoso que la vida, que vertebra lo mejor de su filmografía— no se expresa con las efusiones habituales en nuestra sociedad y, por ende, en nuestra pantalla. Dicho más claramente, no hay besos ni arrumacos y mucho menos erotismo. Llama especialmente la atención el recato con que se presentan las miradas furtivas de Tianqing a Ju Dou, cuando ésta se desnuda para lavarse en el pajar. El amor en el cine del gran Yimou es como una carrera de fondo y se muestra a través de las parejas que han envejecido juntas, contra todo y contra todos. Sí señor, ese amor hasta la muerte que empieza a ser tan infrecuente en la sociedad occidental como en su cine.
Otras veces, ese amor sin besos y en apariencia falto de pasión, se expresa en unos raviolis de setas como los que Zhao Di (Zhang Ziyi) cocina para Luo Chagnyu (Zheng Hao), el nuevo maestro del pueblo en El camino a casa (2000). Contada mediante un flashback, dicha analepsis nos refiere el sentimiento de la primera mujer de su pueblo que se enamoró de quien le vino en gana y también permaneció a su lado hasta que la muerte les separó.
Cuando se estrenó El camino a casa, Zhang Yimou —no obstante la prohibición de viajar para promocionar sus películas que con tanta frecuencia le impusieron las autoridades de su país en los años 90— ya era el más internacional de los realizadores chinos. Quiere ello decir que no tardó en darse a ese cine de artes marciales por el que, al parecer, han de pasar todos los cineastas de aquel país que frecuentan la cartelera internacional. De este modo, la épica de títulos como Héroe (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) o La maldición de la flor dorada (2006), mucho más comercial, sustituyó a la lírica de sus cintas de amor con las mismas que la bella Zhang Ziyi ocupó el antiguo espacio de Gong Li en la inspiración del realizador.
Otro día hablaré de cómo descubrí que físicamente los chinos se parecen a los japoneses, en la misma medida que los españoles puedan parecerse a los ingleses, viendo películas de Kurosawa y Zhang Yimou.
Igual era cosa de ir dejando el tópico de que Kurosawa fue el más occidentalizado de los cineastas japoneses.
Una película de Yimou de la que no se suele hablar es «Qiu Yu, una mujer china». Dos son sus méritos: mostrar los efectos injustos de la Justicia y conseguir que Gong Li parezca fea.