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Las ciudades de Rilke

No existe mejor método para conocer una ciudad que seguir el rastro de un artista —escritor, pintor, músico…— que haya vivido en ella. Sus pasos son la mejor guía, el mejor aval para que la ciudad vaya abriendo sus secretas puertas al visitante. El audaz merodeador, que no lleva en sus manos una guía turística sino el libro de uno de sus más ilustres moradores, enseguida abandona —en los silenciosos ojos de los hados intemporales de la ciudad— la condición de intruso para adquirir la de iniciado.

Hay noches que resultan inolvidables porque las atraviesa, casi en el tiempo que dura un parpadeo, un raudo y efímero meteoro. Su resplandor permanecerá indeleble en nuestro recuerdo, unido al lugar y al tiempo en el que su arco luminoso se extendió ante nosotros describiéndonos la bóveda del universo. Del mismo modo, existen personas que pasan por una ciudad como si fueran meteoros trazando los límites humanos, y cuyo sombrío destello permanece en nuestra memoria, acaso porque fueron capaces de vislumbrar con sus ojos alguna clave oculta que todavía nos sirve para descifrar los arcanos de nuestra contingente existencia.

Rainer María Rilke describe, mejor que nadie, esta primera sensación desde el puente San Martín de Toledo:

«Estaba yo en el maravilloso puente de Toledo; al caer una estrella, trazando un arco lento y tenso en el espacio, cayó también —¿cómo podría decirlo?— en el espacio interior: había desaparecido el contorno delimitador del cuerpo».

"El autor de El libro de horas desconocía que él mismo fuese como una estrella errante por las calles de las ciudades que transitaba"

Una experiencia que le quedó tan interiorizada como para que el poeta la rememorase años después en su memorable poema «La muerte» —«Der Told»—: «Oh estrella precipitada en el abismo,/ que una vez vi desde el puente:/ no he de olvidarte nunca. ¡Siempre en pie!». Entonces, el autor de El libro de horas desconocía que él mismo fuese como una estrella errante por las calles de las ciudades que transitaba, por lo que estaba muy lejos de saber que su luz caída quedaría en ellas atesorada para siempre.

A descifrar ese rastro y esos destellos, así como a dirimir el influjo que han ejercido sobre su poesía las diferentes ciudades en las que ha vivido, mejor deambulado, Rainer María Rilke, se dedican los diferentes trabajos recogidos en el libro coordinado por Carolina B. García-Estévez, en la colección de las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, donde se reúnen «los textos de las conferencias del ciclo Las ciudades de Rilke, celebrado entre los meses de mayo y octubre de 2021 en la Residencia de Estudiantes».

"Los libros de la Residencia de Estudiantes se distinguen por su hermosa factura, por su maquetación y por la proliferación de fotografías, ilustraciones y documentos"

Las ciudades de Rilke es una invitación, una propuesta, un recorrido esclarecedor por las urbes y espacios rilkianos más emblemáticos: Praga, Florencia, París, Moscú, Toledo, Ronda y Múnich. Los contenidos del libro, estructurados en torno a este itinerario que contornea el mapa de Europa, resultan forzosamente desiguales, aunque en contadas ocasiones decrezca su interés. El lector encontrará, salpimentadas en la mayoría de sus páginas, sustantivas y enjundiosas cuestiones que lo ayudarán a adentrase por los arcanos del poeta de las Elegías de Duino. Los libros de la Residencia de Estudiantes se distinguen por su hermosa factura, por su maquetación y por la proliferación de fotografías, ilustraciones y documentos, que no solo complementan sus contenidos, sino que por sí mismos justifican una edición. Son libros de divulgación, pero también de coleccionista; por lo tanto, orientados igualmente a aquellos que, además de lectores, consideren el libro como un objeto artístico.  Y Las ciudades de Rilke cumple, fehacientemente, con esta doble función.

Más que tres ciudades, aunque así se concreten en este compendio —Moscú, Toledo y Ronda—, son dos grandes naciones o territorios espirituales los que pueden considerarse determinantes en la vida y también en la obra del autor de las Elegías de Duino: Rusia y España, que abren y cierran su ciclo vital y, por lo tanto, escritural.

"Tolstói siempre fue para Rilke un referente creativo, al que admiraba no solo por su gran genio artístico"

El poeta realiza dos viajes a Rusia, en su etapa de formación, completamente enamorado de la que tal vez haya sido la mujer más importante de su vida: la inteligente y apasionante Lou Andreas-Salomé. El primer viaje, que dura unas siete semanas de la primavera de 1899, lo efectúa acompañando al matrimonio Andreas; el segundo, un año más tarde, ya lo emprende a solas con Lou Andeas-Salomé y «duró más del doble y también los llevó a Ucrania y al Volga».

En estos viajes se observa el ensanchamiento, de dimensiones y alcances estéticos, que se desencadenan en sus sentidos, hasta llevarlo a la desestabilización emocional. Desde las acústicas: «la campana de la Iván Veliki sonó con tanta fuerza y grandeza que creí oír cómo latía el corazón del país»; a las visuales, como los iconos rusos —según señala acertadamente Thomas Schmidt—, cuyas técnicas de realización, entre ellas el oklad, le sirvieron para «refundar su poesía como pintura literaria de iconos». Rusia representó mucho para Rilke, en pintores como Iván Krnmskói y Víktor Vasnetsov no solo encontró una manera diferente de encarar su poesía, sino también un estímulo para afrontar definitivamente su escritura como un válido «medio que tienen los individuos, los solitarios, para realizarse». Su encuentro tumultuoso con Tolstói, mucho más preocupado por los aspectos sociales de la literatura, y, por lo tanto, ajeno por aquellos años a los embelecos de la lírica y de todo lo que representa, en lugar de alejarle de su embrionario ideario poético lo reafirmó en su desasosegada búsqueda de las esencias del arte. Tolstói siempre fue para Rilke un referente creativo, al que admiraba no solo por su «gran genio artístico», sino por su «lucha permanente contra él mismo». Ejemplo que el autor de los Sonetos a Orfeo siempre tuvo presente, y que con prodigalidad se aplicó a sí mismo.

Rusia ha dejado una huella inmanente en la poesía de Rilke, a veces transferida denotativamente en sus poemas, como en el «Soneto XX» de los Sonetos a Orfeo, donde el poeta recoge el indeleble recuerdo que le dejó una vivida experiencia —casi mística— a las orillas del Volga. Cuando los dos enamorados tuvieron la visión de un «feliz caballo libre con un palo entre las patas que una vez nos salió al encuentro, al atardecer, galopando por una pradera del Volga». Esta epifanía trasformada en poema, se corresponde con la experimentada en soledad, muchos años después, sobre un puente de Toledo.

"Rainer María Rilke era un asceta y un esteta del arte, todo lo veía, sentía y percibía a través de su sublimación"

Rilke, puede decirse, afinó su mirada y su sensibilidad poética en Rusia, cultivándola para sus numerosos «enamoramientos» y vinculaciones con diferentes lienzos y pintores. En París es conocida su fascinación por el trabajo de Rodin, que el paso del tiempo fue atenuando, y por Cézanne, pintor con el que consiguió definitivamente exorcizar sus últimos reparos hacia la Ciudad de la Luz.

Rainer María Rilke era un asceta y un esteta del arte, todo lo veía, sentía y percibía a través de su sublimación. No solo era capaz de detenerse para contemplar extasiado un paisaje, sino, y sobre todo, de permanecer durante horas, apenas sin moverse, dilucidando la sintaxis de un lienzo. Así pasó muchas tardes de su vida contemplando un determinado cuadro, ante el que podía permanecer —transportado al ideario de sus esencias por sus pinceladas— como el monje reclinado frente a un altar. Para él nunca existieron las distancias ni las fronteras; orante votivo de la belleza, siempre estuvo dispuesto a padecer todo tipo de servidumbres y penalidades en su insondable peregrinación, con tal de vislumbrar el objeto de su devoción.

"No es aventurado decir que Rilke se apasionó con España por el Greco"

Entre sus cuadros más venerados y decisivos, sobre todo para su última etapa creativa, se encuentran Vista de Toledo y el Laooconte del Greco. Por ello, como señala Francisco Jarauta, «Es singular la importancia que tiene para Rilke el acercamiento a Zuloaga y las implicaciones que de él se derivarán, como son el descubrimiento del Greco y su aproximación a España». No es aventurado decir que Rilke se apasionó con España por el Greco, a la que percibió en las dimensiones de su Vista de Toledo, en su detenida contemplación de la ciudad enriscada hacia el tormentoso horizonte. Esto fue lo que llevó al poeta de las Elegías de Duino a deambular por nuestros caminos patrios, hasta recalar en el Toledo de su sublimación.

Al encontrarse con Toledo Rilke tuvo una sensación parecida a la que sintió cuando pisó por primera vez Moscú: «todo me resultó conocido y familiar […] Era la ciudad de mis recuerdos más antiguos y verdaderos». Cuando llegó a Toledo escribió a la princesa Marie von Thurn und Taxis, con parecidas palabras, pero todavía más hermosas que las dedicadas a Moscú: «Dios mío. A cuántas cosas he querido porque intentaba ser algo parecido a esto, porque había en su corazón una gota de esta sangre».

"En este libro, Las ciudades de Rilke, pueden encontrarse salpimentadas muchas curiosidades que esclarecen el oscuro deambular de este lúcido poeta por el dédalo europeo"

Rilke, junto a Zuloaga, cambió la percepción de la pintura del Greco. He de confesar que siento una profunda emoción ante la Vista de Toledo, quizá porque sobre el trazado de sus sombras perciba la mirada de uno de sus más fervientes iluminadores. El poeta errante abandonó Toledo contra su voluntad, asediado por el frío, la necesidad y la enfermedad que empezaba a roerle los huesos; pero, paradójicamente, completamente recuperado —después de su larga crisis poética— para reemprender el vuelo definitivo del ángel de su poesía.

En este libro, Las ciudades de Rilke, pueden encontrarse salpimentadas muchas curiosidades que esclarecen el oscuro deambular de este lúcido poeta por el dédalo europeo. Entre sus páginas puede hallarse también su fervor, aunque en menor grado que por Cézanne o el Greco, por Picasso. Pero eso, y otras cuestiones que me he dejado en el metafórico tintero, tendrá que comprobarlo el lector que se adentre por sus páginas.

Sí —si me lo permiten quiero terminar así esta reseña—, a mí también me ha caído una estrella.

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tuloLas ciudades de Rilke. Praga, Florencia, París, Moscú, ToledoEdición: Carolina B. García-Estévez. Editorial: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes.

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