Con gran perspicacia, aunque nunca a salvo de un cierto prejuicio progre, Pablo Gerchunoff explica un divorcio soterrado pero espectacular. El asunto tiene su miga, puesto que desnuda la metamorfosis ideológica de las clases medias argentinas, que juegan un papel decisivo en estas elecciones dramáticas. La narración forma parte de un excelente libro que este agudo historiador económico comparte, en amable tertulia, con su colega Roy Hora y que se titula La moneda en el aire. En sus páginas se asegura que el radicalismo procesó muy mal el hecho de que el partido de Perón le arrebatara la tradición “nacional y popular”. Recordemos que algunos yrigoyenistas se mudaron con lo puesto al régimen justicialista y que otros se convirtieron en sus más duros objetores. Gerchunoff señala que a partir de 1945 la fuerza política creada por Alem se quedó con una base social y electoral de clase media, y que perdió así lo que denomina la “clase trabajadora”. Esta última expresión, tan funcional a las picardías lingüísticas del peronismo y también del progresismo ilustrado, alude en verdad al proletariado o a los segmentos con menos recursos, que son usualmente etiquetados también bajo la equívoca palabra “popular”. Toda esta jerga automática, que ya forma parte del sentido común, lleva implícito un desprecio hacia la clase media, que cercada por esos vocablos quedaría así fuera de su condición de “trabajadora” y de ser parte fundamental del “pueblo”.
El radicalismo fue el partido que la comunidad no peronista eligió para frenar el voraz proyecto del partido único, a pesar de que convivían entre los dirigentes radicales su clásico ímpetu republicano e institucional con una latente aspiración movimientista. Estas dos almas —al decir de Sebreli—pujaron en el interior del propio alfonsinismo, y ahí está el fallido lanzamiento del Tercer Movimiento Histórico para probarlo: Yrigoyen, Perón y Alfonsín. Aquella nostalgia “generó una tensión permanente entre el sistema de ideas de los dirigentes y su electorado”, asevera ahora Gerchunoff, y agrega: “El votante nunca terminó de sentirse expresado por el radicalismo en forma satisfactoria y plena”; había una “suerte de incomodidad mutua”. Y enfatiza un hecho crucial: “Un sistema político con dos partidos fuertes, en el que el predominante es un partido de la tradición nacional y popular con un componente autoritario, y el otro es de la tradición nacional y popular con un componente más democrático, es un sistema muy sesgado. Así vivimos por décadas”. He aquí entonces, me parece, una revelación de primer orden: la masiva colonización cultural operada por el populismo, que conlleva un arraigado desprecio por las normas republicanas y una cerril resistencia a desarrollar un capitalismo en serio, no fue responsabilidad de uno sino de dos. Ese “sistema sesgado”, con sus ideas y vueltas y sus diferencias y matices, moldeó a los ciudadanos y viceversa: el huevo y la gallina. Quitando las dictaduras militares, que por vocación eran antidemocráticas y solo practicaban el “fascismo de mercado”, las supersticiones de los dos principales partidos hicieron muy difícil la construcción de un “país normal”. Esas supersticiones, y los condicionamientos del boicot peronista, cercaron y enredaron a Alfonsín y lo condujeron a su debacle económica, y ambos factores influyeron subterráneamente en el fracaso de la Alianza. Consumados esos dolorosos traspiés, una parte del electorado se apartó: “En ninguna de las tres elecciones presidenciales posteriores a 2001, el radicalismo alcanzó el 20% de los sufragios”, anota Roy Hora. Esas derrotas y las creencias reales y no imaginarias de la caudalosa pero siempre hostigada clase media argentina generaban un lugar vacante, que el nuevo partido de Macri vino a ocupar. Este ensayo a dos voces rescata la lucidez de Ernesto Sanz, porque comprendió que el PRO podía quedarse con la mayoría de los votos tradicionalmente radicales y venía a poner fin “al divorcio entre la sociología del voto radical y el discurso político de sus líderes”. Ninguno de los dos historiadores termina de decirlo, pero librado de aquella pulsión movimientista, este radicalismo del siglo XXI refleja hoy mejor que nunca el hondo sentimiento de la clase media, que es republicana, y quiere moderar el estatismo, abrir un poco más la economía y tener una mirada globalizada. El problema es que Gerchunoff no puede reprimir la idea de que ese anhelo novedoso es igualmente “conservador” y que por lo tanto arrincona a los sectores internos más “progresistas”. Es curioso, puesto que Cambiemos desplegó un intenso trabajo político y social en las zonas más pauperizadas y cosechó en ellas votos para nada irrelevantes. Asestarle a la coalición la sospecha de ser “conservadora” —cuando en realidad encarna los nuevos significados del concepto “progresista”— implica además retrotraernos a las coordenadas de la primera parte del siglo pasado. En la actualidad, tan distinta, quien tiene mucho que conservar es la oligarquía peronista, una antología de turbios magnates con gestos de casta, que se ha apoderado del Estado, que ha construido feudos y que constituye el verdadero poder permanente. La clase media más competitiva, que puede aspirar a la movilidad social —como definía Mora y Araujo—, se ha transformado en una locomotora del republicanismo popular y ha demostrado que puede ser hoy un sujeto histórico, un agente de cambio. El desdén de algunos pensadores autopercibidos como progres hacia toda esta ciudadanía, que no pocas veces vota a los candidatos de su propio partido y que se atreve a cuestionar de raíz al peronismo (algo que los autores califican de “retórica reaccionaria”), no deja de tener ecos del “medio pelo” de Jauretche y de la antigua prédica marxista, cuando la pequeña burguesía recibía insultos por ser “contrarrevolucionaria”. Las multitudinarias movilizaciones de los dos últimos años, mucho más populosas que el mitificado 17 de octubre, no han logrado modificar ese menoscabo. «No podemos defender la libertad y la igualdad sin darnos cuenta de que esos valores se vinculan hoy con fenómenos globales; es por eso que se necesitan ideas actualizadas: el cambio climático, la economía y hasta los derechos humanos están hoy globalizados —afirma Jesús Rodríguez, que persiste en tener una de las miradas más modernas—. De paso no olvidemos el discurso de Parque Norte: ‘La plena vigencia de los derechos humanos será un valor fundamental, tanto en lo interno como en lo internacional, y para su defensa no se admitirán barreras geográficas o ideológicas de ningún tipo. En este terreno no hay injerencias indebidas'». ¿Es posible usar argumentos antagónicos para no involucrarse en el combate contra los autoritarismos de Venezuela, Cuba y Nicaragua? Algunos de sus correligionarios se hacen los distraídos.
Finalmente, Gerchunoff y Hora describen al sector fluctuante que termina inclinando la elección hacia uno u otro lado. Personas de la clase media menos favorecida, que se resienten cuando “constatan la creciente protección social a los de abajo mientras ellos tienen que lidiar con el mercado, cada vez con menos instrumentos”. Están desilusionadas y son conscientes de que viven “un proceso de licuación de su capital educativo”. A raíz de la cuarentena más larga del planeta, 1.700.000 de esos ciudadanos dejaron esa clase media del borde y se hundieron en los abismos de la pobreza pura y dura. Hoy tendrán, nuevamente, la palabra.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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