Las confabulaciones (memorias de un hombre rana), de Ignacio Miquel, —editorial Drácena—, es un relato que, como señala Manuel Longares en el prólogo, «al concluirla, el lector se ha reído mucho con las peripecias de Julián e incluso pueden servirle de brújula para no equivocarse. Pero muy probablemente, su identificación con el protagonista no derive tanto de compartir sus hazañas como su filosofía vital. Y es que con ese compañero de viaje no le importaría recorrer el mundo”.
Julián Montero, su protagonista, narra los recuerdos de lo sucedido a principios de los años 90. Es huérfano de padre, no tiene buenas relaciones con su hermana Berta ni con su madre, dueña de una agencia que organiza congresos y trabaja con jóvenes modelos. Por su parte, Julián incuba grandes aspiraciones literarias y el azar le abrirá la puerta hacia la posible gloria, aunque…
Zenda publica el prólogo íntegro de Manuel Longares.
En esta novela de Ignacio Miquel titulada Las confabulaciones, un huérfano de padre llamado Julián vive con su madre y su hermana. Como manda la tradición literaria, es de sentimentalidad vacilante y poco espabilado para ganarse el jornal. Pero, protegido por sus compañeras de hogar, cuando nos transmite lo que pasa por sus ojos decora los escenarios de su fábula con la pericia que despliega en las novelas del siglo XIX el que se sitúa en la sombra como testigo de los acontecimientos.
En efecto, el novelista decimonónico, desde su plataforma objetiva y omnisciente de la tercera persona del verbo, describe los cuadros del salón y las desazones de sus personajes. En la novela de Ignacio Miquel, en cambio, es su protagonista, ese hijo desastrado, el que se da maña para hablarnos de su casa con la misma convicción con que nos desvela sus reveses. Es decir, sin abandonar el punto de vista personal que hilvana subordinadas desde la referencia del «yo».
Y es que el protagonista de Las confabulaciones nos ha salido escritor, o sea locuaz, y en eso se apoya Ignacio Miquel para concederle la palabra y el desarrollo de su novela. No es una decisión temeraria porque, como confirma la historia del género, se puede ser inútil para la vida y bien dotado para contarla. Así ocurre en el caso de Julián, que no solo nos traslada la acción novelesca sino sus conflictos íntimos. Y al elegir para hacerlo esa primera persona arrebatadora, intuimos que nos revela más de sí que si se responsabilizara de la confidencia el aséptico observador de los tapetitos del sillón frailuno o la vajilla de los domingos.
Como bien saben los contadores de historias, ante el «yo» encargado de describir un paisaje urbano o rupestre desfallecen las demás personas narrativas. Son tan sólidas las garantías del «yo» que en ellas ha reposado durante siglos el relato oral. Es más afectuosa para el lector u oyente una narración contada por el que la sufre que por quien observa ese sufrimiento. Este, aunque aporte un testimonio plagado de datos, fracasa en su papel: su tercera persona no puede competir con el poderío confidencial del «yo». De ahí que entre los novelistas contemporáneos prevalezca la tendencia de servirse del «yo» descarnado antes que de una tercera persona enciclopédica y un tanto gélida.
Este «yo» subjetivo, a diferencia del narrador objetivo, circula por el ancho campo de su relato sin haber jurado fidelidad a los hechos que refleja. Pero lo cierto es que nadie se lo solicita. Un poco atolondradamente, el lector endosa al «yo» novelístico unas habilidades que se niega a conceder a quien se manifiesta en tercera persona. Consideramos que ese «yo» cuenta su experiencia —lo que implica ser sincero y no engañar— y que su vehemencia expresiva da prueba de la veracidad de su disertación sin las justificaciones que se le reclaman al narrador objetivo.
Pero esta deducción es incorrecta, porque lo característico de cualquier novela escrita en tercera o en primera persona es la garantía de ser inventada. Como se desprende de su etimología, una novela no debe contener certezas sino ficciones. Se sobreentiende que al adquirir una novela cargamos con una colección de incertezas.
Como dice Julián, el protagonista de Ignacio Miquel: «Describir la realidad es como tratar de enhebrar una aguja con tenazas.» En el almacén de la literatura no compramos una novela para que nos refiera verdades, sino todo lo contrario. Partimos de la base de que lo que se nos cuenta es mentira y que la excelencia de una novela se mide por la grandeza de su ficción.
El permiso de circulación de una novela no lo conceden jueces o teólogos ni se otorga por una exposición irrefutable de los hechos argumentales, sino que lo configura el proceso narrativo. Es la simpatía de la voz narradora, y no tanto su testimonio, lo que atrapa al lector desorientado.
En esta tesitura y con las espadas en alto, al igual que termina el capítulo el escritor cervantino, la insidia se introduce en la persona del penitente que, con hábito talar y modales acuñados por la novela del XIX, elucubra sobre la sinceridad del narrador. Atribuyéndose unas prerrogativas que nadie le ha conferido, este inquisidor considera más convincente el «yo» narrativo que la tercera persona al entender que el que da la cara y se confiesa —desde un «yo» desnudo de artificios y ante el lector que ha de absolverlo o condenarlo— está más próximo a la verdad que el que se esconde en los personajes para emitir sus opiniones.
Ocurre sin embargo que tanto en las novelas del «yo» como en las narradas por otras personas, la fiabilidad de lo que se nos cuenta no la determina la máquina de la verdad sino el destinatario del discurso. Una novela sale a la calle con su carga de dogmas e imposturas y el lector se la creerá o no siguiendo su real gana y sin atenerse a las tablas de la ley, ya que si no le convence lo que el autor le cuenta —es decir, si no le distrae, complace o embelesa su relato—, por más que el responsable de la historia declare con la mano sobre la Biblia que lo que dice es cierto, el lector le dará la espalda.
Ya puede jurar el autor que los hechos han ocurrido tal como los novela que el lector no se sentirá obligado a hacerle caso. Ante la pomposa declaración de veracidad del autor, lo más probable es que al lector le dé igual acoger mentiras o verdades, ya que su interés por la historia no deriva de las proclamaciones de fiabilidad de sus responsables sino de la destreza expositiva.
Y en ello la seducción importa más que una declaración jurada. Porque en efecto, tanto el narrador objetivo como el subjetivo, en sus lícitas artimañas para atraerse al lector, no persiguen ser sinceros sino taimados. Si hablamos de literatura —y englobamos en ella tanto al narrador objetivo como al subjetivo— es impropio levantar un confesionario para que el novelista se arrepienta de sus mentiras ante un padre espiritual o un servidor de la ley.
El autor registra su historia en el panorama de la ficción, de la inventiva creadora, y en este campo no cuentan las verdades del barquero ni el pudor o la osadía del que las transmite sino el artificio artístico que nos propone una realidad diferente de la que nos rodea, pero tan bien traída y argumentada que nos parece habitar en ella desde la noche de los tiempos.
Hay un factor poderoso en la novela de Ignacio Miquel para conseguir ese efecto y es el humor. Humor de situación, porque desarrolla escenas de enorme comicidad, y humor desprendido del personaje principal, el desastrado Julián, por su manera de contar las cosas y sacar conclusiones.
El humor teje una fuerte complicidad entre el narrador y su oyente, que surge en el momento de conectarse y alarga su influencia más allá de lo que dure el contacto. Digamos que el humor relaja al lector y le torna favorable a lo que lee o escucha.
En Las confabulaciones de Ignacio Miquel hay humor desde la primera página a la última porque el narrador de la historia, ese que los inquisidores quieren abanderado de la verdad, es un descreído. Quizá esta cualidad le viene de nacimiento, quizá se la ha fomentado su situación de hijo de familia a expensas de los caracteres fuertes de su madre y su hermana; el caso es que el lector que le observa moverse en el espacio de la mesa camilla y por las calles de la ciudad, tiende a compadecerse de él por ese mecanismo que nos hace más próximos a los débiles que a los poderosos y esta correspondencia se afianza cuando la reflexión del protagonista o lo que le sucede en su trabajo o en sus vivencias amorosas nos hace reír. Digamos que con esta actitud nos desarma.
El protagonista Julián con su sentido del humor alcanza una madurez agridulce: atinará o se equivocará en su caminar por el mundo, pero cuando nos describa lo que celebra o padece no se sentirá vinculado a sus errores o aciertos sino a la satisfacción de haberlos experimentado, algo que entronca con la percepción quijotesca de la vida.
En efecto, el ilustre hidalgo de la Mancha no lleva el debe y el haber de su peripecia a la cama donde muere, no reflexiona en la certeza o desvarío de lo que emprendió con la mejor de las intenciones, sino que, a la hora de hacer balance, destaca la mezcla de fortuna y adversidad que compone su experiencia.
Y eso lo comparte el lector al concluir estas Confabulaciones de Ignacio Miquel. Es cierto que se ha reído mucho con las peripecias de Julián e incluso pueden servirle de brújula para no equivocarse. Pero muy probablemente, su identificación con el protagonista no derive tanto de compartir sus hazañas como su filosofía vital. Y es que con ese compañero de viaje no le importaría recorrer el mundo.
El autor de la novela hace decir a su protagonista que no sabe si lo que vive es cierto o inventado. En esta intrincada divisoria se movió don Quijote y con él construyó su autor la novela moderna. Siglos después, el protagonista de Las confabulaciones sopesa si sus aventuras son reales o imaginadas. Sean evidentes o quiméricas, en esta relación de hechos veraces o soñados consiste su paso por la tierra y esa obviedad descalifica la miopía de los inquisidores.
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Autor: Ignacio Miquel. Prólogo: Manuel Longares. Título: Las confabulaciones (memorias de un hombre rana). Editorial: Drácena. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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