Cuando el «yo» choca con los otros
Una vez hice que se suicidara uno de mis mejores amigos de la infancia. Ocurrió una década atrás, en un momento algo complicado de mi vida en el que necesitaba una muerte próxima para desencadenar una especie de catarsis que me ofreciera la oportunidad de explicar algunas cosas. Hacía algunos años que este amigo y yo no nos veíamos. Los azares de la vida nos habían ido distanciando y ninguno de los dos habíamos sido nunca muy dados a los contactos telefónicos, así que no me pareció que procediese pedirle permiso para ejecutar el crimen ni conocer su opinión al respecto. Me limité a hacerlo sin más, y debo reconocer que no sentí el menor remordimiento. Cuando unas semanas después di por concluida aquella novela en la que mi amigo decidía poner fin a sus días —recuerdo la causa, pero no el método, lo que al cabo demuestra que tampoco me quise ensañar mucho—, el azar quiso que nos encontráramos e interpreté que aquello era una señal del destino para que reconociera mi culpa ante la víctima de mis impulsos homicidas. Él me lo puso fácil: me preguntó si andaba escribiendo algo y así tuve ocasión de explicarle que acababa de terminar una «cosa» —fue la palabra que empleé; no estaba seguro de poder llamar novela a algo que sin duda lo era, pero que yo no había escrito exactamente como tal, ni era cuestión de extenderse con pormenores que, a fin de cuentas, importaban bien poco— en la que él era el protagonista. Puso cara de sorpresa y me preguntó cuándo iba a publicarla. La realidad era que la novela estaba ya en manos del editor, pero en aquel momento se me ocurrió que una mentirijilla me dejaría en buen lugar y le dije que aún no había nada cerrado porque tenía la intención de que él fuese el primero en leerla. «No pienso cambiar ni una coma», le advertí, «pero quiero que, si te enfadas conmigo y decides dejar de hablarme, sea porque te has enterado por mí de lo que he hecho». Nos citamos unos días después en la terraza de una cafetería y allí le hice entrega del mazo de folios, que él miró con algo de aprensión, preguntándose sin duda qué cosas podía haber yo contado o no de los años que duró nuestra relación casi diaria y en los que compartimos unas cuantas vivencias bien inocentes, algunas descabelladas y unas pocas directamente inconfesables. No le dije que se suicidaba, ni le resumí el argumento —si es que aquella novela lo tenía, aún hoy dudo que así sea—, ni entré en disquisición alguna; simplemente le pedí que, pasara lo que pasara, la leyese hasta el final. Insistí porque, en realidad, su suicidio ficticio era lo de menos en comparación con otras cosas que se decían y que, sin dejarlo a él en mal lugar, podía considerar extemporáneas o inapropiadas. Me llamó al cabo de varios días para decirme que la había leído y no sólo no había encontrado en ella nada reprochable, sino que le había gustado mucho. Únicamente me llamó la atención acerca de un pequeño embuste que el propio libro desmentía —y lo hacía, además, con unas palabras muy similares a las que él mismo empleó para mencionarlo—, pero entendió perfectamente que el juego que planteaba la novela precisaba de la argucia que le llevaba a él —o más bien, al personaje que era él— a extinguirse de manera voluntaria. Siempre me ha hecho gracia que los lectores que ha ido encontrando ese libro mío con el paso de los años —no demasiados, para qué mentir— acostumbran a interpretar como ficción lo que es pura realidad y, en cambio, dan por hecho el verismo de pasajes, particularmente el último, que son pura invención. Recuerdo todo esto al leer una crónica sobre el escándalo que ha generado en Francia la publicación de la última novela de Emmanuel Carrère. En esencia, no se trata más que de la enésima reapertura del debate acerca de los límites de eso que se llama autoficción y que, por moderno que nos suene, resulta tan antiguo como la propia literatura o, más aún, como la propia existencia humana, si aceptamos que las personas, desde que se reconocen a sí mismas como tales, han venido sintiendo la necesidad de contarse, y eso implica necesariamente usar (y hasta abusar) de la ficción, porque la propia memoria desde la que uno narra sus vivencias se sirve de ella para rellenar lagunas, solventar claroscuros o iluminar zonas de sombra que nuestra experiencia no logra desentrañar. La última novela de Carrère, al parecer, no es la que él habría querido escribir porque su exmujer puso pegas a determinados pasajes —es de suponer que los que constituían el embrollo de la trama, toda vez que, según he entendido, la narración surge a partir de la crisis que terminó separándolos— en los que ella no salía demasiado bien parada. La cuestión puede dirimirse desde una perspectiva legal, porque el acuerdo de divorcio que ambos suscribieron para oficializar su alejamiento incluía el derecho de ella a vetar su inclusión como personaje en los libros de su exmarido, que lleva dos décadas escribiendo acerca de su propia vida. Sin embargo, considero más interesante abordar el asunto desde el campo de la ética, sobre todo por unas declaraciones en las que el propio Carrère parece no comprender las razones de su antigua pareja para oponerse a que el libro apareciese publicado tal y como él lo concibió en un principio. Todas las preguntas que se pueden formular al respecto tienen que ver con la libertad del creador para dar curso a su obra según crea conveniente y con la potestad de las posibles víctimas de esa obra para exigir compensaciones, en el caso de que se sientan perjudicadas de algún modo. Es evidente que, si se está a favor de lo primero, también se ha de estar por lo segundo: si el escritor es libre para escribir lo que sea de quien quiera, también aquéllos a los que se refiere deben serlo para recriminarle, en público o en privado, que utilice su nombre y sus circunstancias sin recabar antes su consentimiento o sin que, en caso de pedirlo, se atenga a los condicionantes que —legítimamente, a mi entender— pueden plantear. Decir esto no implica dar a entender que la razón tenga que estar en una de las partes, porque lo más probable es que las dos la tengan, en el sentido de que ni el escritor podría concluir el libro que tiene en la cabeza sin atender a otras reglas que las que él mismo quiera imponerse, ni sus referentes tienen forzosamente que encontrarse cómodos con el retrato que finalmente quede impreso en las páginas. A nadie le gusta verse inmortalizado en un mal reflejo, y uno debe medir las consecuencias de sus actos y ser consciente de que las palabras pueden tanto curar heridas como abrirlas. De lo que no estoy seguro es de que los tribunales sean la instancia idónea para dirimir estos conflictos que se me antojan, al final, irresolubles. Siempre quedará la duda de dónde termina la realidad y dónde empieza la ficción, porque a veces las fronteras entre una y otra —tal y como comprobé cuando al fin vio la luz aquella novela mía— se acaban revelando indiscernibles. No sé cómo habría reaccionado yo de haberse negado mi amigo a aparecer —no siempre con su mejor cara— en aquel libro que, por otra parte, no habría podido existir sin su participación involuntaria. Creo que hubiese seguido adelante, aun a riesgo de desbaratar nuestra amistad, pero no puedo asegurar que no hubiese dado marcha atrás en el último momento para evitar contrariarlo y no causar daños innecesarios a quien no los merecía. No ocurrió, por suerte, y puede que a la postre aquel suicidio que le infligí restableciera o consolidara los lazos de una relación que se había ido debilitando en los años anteriores. A veces me llegan noticias de gente que ha leído esa novela porque él les recomendó que lo hicieran, lo que no deja de confirmar que, si como personaje era bueno, como amigo es aún mejor.
Los premios
De las estampas que nos ha venido regalando el premio Nobel en los últimos tiempos, mi preferida es la que protagonizó Doris Lessing en el preciso instante en que le comunicaron que acababa de ser investida con las glorias de Estocolmo. En las imágenes que pasaron los telediarios vimos cómo descendía de un taxi, creo que con bolsas de la compra, y palpamos su sorpresa sincera al encontrar a un enjambre de periodistas montando guardia ante las puertas de su casa. «¿Ha escuchado las noticias?», le preguntaba uno de ellos. Ella negaba con la cabeza. «Le acaban de dar el Nobel». Lessing bajaba entonces la vista, emitía un leve bufido y sólo alcanzaba a murmurar un tenue «oh, Dios», como si en vez de comunicarle que acababa de culminar su ascensión al Olimpo de las letras le estuvieran notificando la muerte de un familiar. No fue ella la única escritora que expresó su disgusto —o quizá no tanto, sólo aprensión o cierto desnorte— al recibir un galardón que goza de un prestigio no siempre merecido, en aras de esa infalibilidad que, no sé por qué razón, queremos conceder a una Academia que no deja de estar formada por un conjunto de personas tan arbitrarias o caprichosas como cualesquiera otras. Todos los premios literarios son, en realidad, consecuencia del azar, y conseguirlos o no depende casi siempre de avatares tan nimios y tan impredecibles que cuesta tomarse el dictamen final como una verdad absoluta. El Nobel es un buen ejemplo: son tantos los autores eximios que se murieron sin ver su nombre inscrito en el palmarés, que a poco que nos pongamos medianamente serios resulta imposible asumir el veredicto como el diagnóstico certero e infalible de algo. El historial de nuestra propia literatura lo demuestra: lo obtuvieron José Echegaray y Jacinto Benavente, de los que pocos se acuerdan hoy en día, y no Benito Pérez Galdós, ni Antonio Machado, ni Ramón María del Valle-Inclán, por poner ejemplos de autores de aquel tiempo cuyas aportaciones superaron con mucho a las que llegaron a hacer los agraciados. Tampoco lo obtuvieron Borges ni Proust ni Joyce ni Nabokov, cuya importancia fue crucial, y por irnos a estos últimos tiempos resulta, cuando menos, curioso que se optara por privilegiar las canciones de Bob Dylan —dicho sea con el mayor de los respetos— a las novelas de Philip Roth. Puede que algunos entiendan que ganar el Nobel implica, más que un reconocimiento, una preocupación sobrevenida: la que conlleva el preguntarse si la obra que uno tiene a las espaldas —porque el premio suele distinguir a escritores que están ya en edad provecta— es efectivamente susceptible de pasar a la posteridad o si terminará siendo pasto del olvido, lo que convertirá su presencia en el historial en una mera curiosidad, o un pintoresquismo, o —peor aún— un agravio contra aquellos que sí adquirieron la condición de clásicos sin llegar a colocar el preciado trofeo en sus vitrinas. Cobran así sentido las palabras de Doris Lessing cuando, aquella mañana de octubre, llegó a su casa y se supo coronada por los laureles suecos: «Oh, Dios».
La patria de Sancho Panza
Ocurre al final del Quijote, cuando el hidalgo y su escudero regresan de sus desventuras y, tras coronar una loma, divisan al fin, allá a lo lejos, las casas de su aldea. En ese momento, Sancho se arrodilla y proclama: «Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado.» Javier Cercas me comentó una vez que esa acepción de patria que esgrime Sancho Panza es la única reivindicable, es decir, la única digna: aquélla que se refiere a las pequeñas cosas que nos definen y nos conforman, las que son verdaderamente irrenunciables, las que dan algo de consuelo a nuestras desazones. Siempre que se acerca en el calendario esa fecha que se empezó dedicando a la virgen que no quiso ser francesa y desencadena en los últimos tiempos verdaderas orgías de himnos y banderas, yo leo un poema de José Emilio Pacheco que viene a ser una transposición de las sentidas palabras de Sancho: ¿qué es la patria, sino aquello que a cada cual le importa realmente y que pueden ser tanto una aldea innominada de la Mancha como una ciudad deshecha (gris, monstruosa), ciertos montes y tres o cuatro ríos? ¿En qué medida se puede enorgullecer seriamente alguien de su nacionalidad, como si ésta pudiera ser por sí misma garantía o aval de nada honorable? Me pregunto cuál es mi patria y me la encuentro dispersa por tantas cosas que me resulta imposible abarcarla y, a la vez, la siento tan diminuta que casi podría apresarla entre mis dedos. La componen ciertos libros, algunas canciones, no demasiadas personas y determinados recuerdos, y la complementan paisajes concretos y ciudades diversas que apenas tienen nada en común entre ellas, salvo el hecho de que en algún momento tuvieron a bien acoger mi corazón. Es una cosa conocida, y familiar, y manejable, y pese a eso, o quizá por ello, no tiene himno que la ensalce ni podría existir bandera capaz de simplificarla, y ahí radica la verdadera razón de su grandeza.
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