Cuando se publicó mi novela Madagascar (Anorak ediciones, 2017) un par de amigos escritores me confesaron que no les habían gustado del todo las interrupciones que provocaba en el relato un personaje llamado el “novelista”. Se trata de un inoportuno que irrumpe en la narración de el “protagonista” para explicar cómo escribe “Madagascar”. A quien no haya leído la novela libro le aclaro que el “protagonista” es un periodista español que viaja a Madagascar en los años setenta del siglo pasado y, una vez allí, le suceden un sinfín de extrañas aventuras.
A diferencia de esos dos amigos escritores que se sinceraron conmigo, al resto de lectores de Madagascar que opinaron sobre el libro les pareció original el personaje del “novelista” y hasta les interesaron sus reflexiones literarias acerca de cómo escribir una novela. No obstante, muchos lectores nunca llegaron a opinar, lo que suele ser habitual cuando a alguien no le gusta un libro; de lo cual debo colegir que, probablemente, hubo más detractores de ese cargante “novelista”.
Casualmente, en la novela que escribo ahora, cuyo título coincide con el de esta serie de artículos, El fluir narrativo, también me ha dado por introducir varios relatos que nada tienen que ver con la trama principal. Y otra coincidencia (no sé hasta qué punto casual…) es que me encuentro ahora mismo releyendo el Quijote, que leí por primera vez durante el bachillerato, cuando tenía dieciséis años.
Con la relectura tomo conciencia de mi deuda con Cervantes, y también de hasta qué punto el Quijote es un libro revolucionario y extraño, no ya en 1605, sino también en 2019. Sirvan como ejemplo de ello, y también de lo concerniente a mis reflexiones acerca de la interrupción de los relatos, los capítulos XXIII a XXXV de la primera parte, en la cual se superponen tres historias diferentes que se entrecortan las unas a las otras como si se tratara de un juego vanguardista.
Al comienzo del capítulo XXIII, don Quijote y Sancho Panza se adentran en Sierra Morena y se encuentran en el camino una maleta abandonada en cuyo interior hallan un montón de escudos de oro, ropa limpia y un libro de memoria donde figuran manuscritos poemas de amor, de un amante que lamenta la crueldad de su amada, quien lo ha rechazado.
El hecho le trae a la memoria a don Quijote que él mismo tiene escrita una carta dirigida a la simpar Dulcinea del Toboso, a quien acusa de lo mismo que el anónimo autor del poema, y le pide a Sancho que lleve la carta al Toboso, mientras él comete todo tipo de locuras, como no comer o tirarse por los riscos de la sierra desnudo, a la espera de que Dulcinea responda a sus demandas amorosas.
Al poco de encontrar la maleta, y antes de partir Sancho al Toboso, don Quijote y él se encuentran a su propietario, Cardenio, un joven de buena familia que vio su amor por Luscinda frustrado al arrebatársela otro pretendiente, lo que lo convirtió en vagabundo que vive recubierto de harapos de la caridad de los cabreros, al igual que pretende vivir don Quijote ante la indiferencia de Dulcinea.
Pero al poco de comenzar el relato de Cardenio, este también se ve interrumpido, y prosigue el viaje de Sancho al Toboso, en el cual se encuentra al cura y al barbero, vecinos de don Quijote, quienes lo persuaden de la necesidad de que Alonso Quijano vuelva a su hogar en la Mancha y trate de recuperarse de la locura.
Don Quijote desaparece durante varios capítulos, y sin embargo vuelve a amanecer Cardenio, que comienza a contar de nuevo su historia al cura y al barbero. En este punto, escribe Cervantes:
Los dos, que no deseaban otra cosa que saber de su mesma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase (…); y con esto, el triste caballero comenzó su lastimera historia, casi por las mesmas palabras y pasos que la había contado a don Quijote y al cabrero pocos días atrás, cuando (…) se quedó el cuento imperfeto, como la historia lo deja contado. Pero ahora (…) la buena suerte (…) dio lugar de contarla hasta el fin; y así (…) dijo Cardenio que la tenía bien en la memoria, y que decía desta manera: (…)
En otro punto de la narración, Cardenio pide disculpas:
No os canséis, señores, de oír estas digresiones que hago; que no es mi pena de aquellas que puedan ni deban contarse sucintamente (…)
A esto le respondió el cura que no sólo no se cansaban en oírle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba, por ser tales que merecían no pasarse en silencio, y la mesma atención que lo principal del cuento.
Resulta genial el modo en que Cervantes va enlazando los dos relatos, que son paralelos, siendo el de don Quijote y Dulcinea imitación paródica del de Cardenio y Luscinda. Y también cómo alaba el cura el arte de la digresión, pidiendo a Cardenio que no le preocupe resultar prolijo, dado que su relato los divierte.
Y ya cuando se riza el rizo de la digresión (según la nombra el cura, o del excurso) es al final del capítulo XXXII. Don Quijote y Sancho, engañados por el cura y el barbero, que desean llevarlos de vuelta a casa con la complicidad de Cardenio y otros personajes que han ido apareciendo, llegan a una venta, que don Quijote confunde con un palacio y encuentran una segunda maleta, cuyo propietario dejó olvidada. En el interior encuentran una nueva novela, esta vez en papel. Se trata de otra historia galante, que comienzan a leer sobre la marcha…
Llevábase la maleta y los libros el ventero, mas el cura le dijo:
—Esperad, que quiero ver qué papeles son esos que de tan buena letra están escritos.
Sacólos el huésped y, dándoselos a leer, vio hasta obra de ocho pliegos escritos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela del curioso impertinente. Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y dijo:
—Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda (…)
La novela del Curioso impertinente ocupa los capítulos XXXIII y XXXV y sigue la técnica, al igual que el propio Quijote, del manuscrito encontrado. Además, lo más divertido de esta sucesión endiablada de avatares es que quien lee el Curioso impertinente es el propio Cardenio, propietario de la primera maleta extraviada y protagonista de la digresión anterior, de suerte que un excurso desemboca dentro del otro.
La crítica ha teorizado con profusión acerca de las digresiones del Quijote. Las investigaciones llevadas a cabo no están exentas de juicios de valor que deparan conclusiones variadas acerca de la unidad o la multiplicidad de los relatos y de las interrupciones posibles en los mismos. Sería demasiado largo exponer toda esta materia crítica, lo cual no es, por otra parte, el objetivo de este artículo.
A un buen relato, en mi opinión, lo único que debemos exigirle es que nos mantenga interesados en su desarrollo; claro que esta afirmación dependerá del tipo de lector, y podrá materializarse en un libro u otro. Habrá a quien lo mantenga en vilo El código Da Vinci y a quien lo consiga el Ulises de Joyce; pero la diferencia abismal entre estas dos obras no altera la conclusión: un relato debe entretener, con independencia de su altura literaria. El objetivo de entretener tiene un carácter lúdico, más que intelectual, y se puede conseguir igual con un relato unitario que con una multiplicidad de ellos; o con un relato lineal que con otro entrecortado.
Todo reside en cómo el cuentista o novelista planifica sus giros narrativos y cómo estos se perciben por la mente del lector. De modo que ¡viva Cervantes y vivan las digresiones!
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