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Las furias, de John Connolly

Las furias, de John Connolly

Este volumen contiene dos novelas, Las hermanas Strange y Las furias, protagonizadas por el investigador privado Charlie Parker y ligadas entre sí por la imagen de las furias, aquellas divinidades mitológicas que atormentaban a quienes habían cometido crímenes no castigados.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Las furias (Tusquets), de John Connolly.

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1

Al igual que lo ocurrido con Noé y su arca, la ciudad de Athens, en el condado de Bradford (Pensilvania), parecía destinada a que todo el mundo la asociase por siempre jamás con las inundaciones. En 1916, las inundaciones destruyeron un nuevo puente de acero construido sobre el río Susquehanna. La única víctima humana fue un granjero local, Abraham Hiltz, que precisamente iba en busca de su vecino para avisarle de la subida de las aguas cuando fue arrollado por un tren que arrojó su cuerpo a treinta metros de distancia de las vías; como podría haber hecho un toro con un matador. La culpa de su muerte, sin embargo, la tuvieron las aguas, no había modo de negarlo, ya que el viejo Abraham no se habría encontrado en semejante situación de no haber sido porque el río se convirtió en un torrente.

Desde entonces, los lugareños vigilaban con recelo el Susquehanna, y algunas veces sus peores miedos se hacían realidad. En septiembre de 2011, la mayor parte de la ciudad acabó bajo las aguas cuando la tormenta tropical Lee provocó que el río se desbordase; la gente del pueblo, de hecho, daba por supuesto que el Susquehanna volvería a desbordarse en el futuro. Pero ¿qué podía hacer al respecto una pequeña comunidad de unos tres mil doscientos habitantes situada entre los ríos Susquehanna y Chemung? No había modo alguno de montar el distrito histórico al completo encima de camiones y trasladarlo a una zona más elevada. Por otra parte, a los lugareños les gustaba que Athens estuviera donde estaba, que fuera tal como era. Si lo que uno pretendía era huir de los efectos de la naturaleza, con toda probabilidad no podría detenerse jamás, pues adondequiera que fuese, la naturaleza le estaría esperando. Sería como intentar huir de uno mismo.

Como en la mayoría de esa clase de pequeñas comunidades, los habitantes de Athens se cuidaban los unos a los otros, aunque el precio que había que pagar por ello era una considerable pérdida de intimidad. Uno podía ocuparse de sus propios asuntos, si así lo deseaba, pero eso no quería decir que no hubiese gente dispuesta a ayudarle a ocuparse de los asuntos de los demás, si se presentaba la oportunidad, o de incentivar su curiosidad por saber qué tipo de asuntos eran los que los demás estaban tan interesados en ocultar. Aun así, los había que eran capaces de mantener ocultos sus intereses, y el viejo Edwin Ellerkamp estaba entre ellos. Vivía al norte de la ciudad en una casa de piedra llamada Los Olmos, que pertenecía a su familia desde mediados del siglo xix. Los Ellerkamp hicieron fortuna con los ferrocarriles, antes de perder casi todo su dinero en el crac bursátil de 1929. Nunca lograron recuperarse del todo, aunque Edwin y su hermano mayor, Horace, habían logrado restaurar en cierta manera el patrimonio de los Ellerkamp a base de trabajo duro y sabias inversiones. Es decir, los Ellerkamp no eran ricos según los estándares que marcaba Manhattan, ni siquiera según los propios de Scranton, pero les iba bien en comparación con el resto de los habitantes de Athens, o incluso con los del resto del Valle, que acogía cuatro comunidades vecinas de los estados de Pensilvania y Nueva York; Athens entre ellas. Edwin y Horace, los últimos de su linaje, pudieron seguir viviendo en Los Olmos, pagar puntualmente sus facturas y emplear a una mujer de la localidad llamada Ida Biener para que se encargase de la cocina y la limpieza. De ese modo, Edwin y Horace disponían de más tiempo para leer, ver telenovelas y coleccionar monedas antiguas. Los Ellerkamp se habían empeñado en pagarle un buen sueldo a Ida, con el que pretendían garantizar su silencio y discreción, o como mínimo un grado aceptable de ambas cosas para todas las partes implicadas, según los estándares de Athens.

Cuando Horace falleció, no mucho después de la inundación de 2011, Ida siguió trabajando para Edwin hasta que las rodillas empezaron a fallarle, momento en el que su hija Marie, para la que ya había allanado el camino, ocupó su lugar. La hija era prácticamente una copia perfecta de la madre, incluida la cerradura que mantenía en su boca, pues había formas mucho peores — y mucho más duras— de ganarse la vida en Athens que cocinando y limpiando para un anciano que no tenía las manos largas y que no ensuciaba demasiado cuando iba al baño. A veces, el marido de Marie no parecía saber hacia dónde tenía que apuntar con su cosita. Marie nunca entendió por qué no podía sentarse para orinar, como un ser humano sensato. Porque bien sabía Dios que su marido aprovechaba cualquier oportunidad para sentarse, así que no parecía haber ninguna razón comprensible por la que no pudiera haber extendido esa misma política al hecho de orinar.

Marie ya llevaba casi un año trabajando para Edwin Ellerkamp, y sí, podía decirse que era un tipo un tanto raro, pero ¿quién que haya llegado a los ochenta años de edad no ha desarrollado algunas excentricidades? Para empezar, estaba su obsesión por las monedas y por su colección de libros sobre numismática, historia y oscuras creencias religiosas que él y su difunto hermano habían ido acumulado a lo largo de los años y que rivalizaba en tamaño con los fondos de la Biblioteca Spalding Memorial de la localidad. Sus requisitos alimenticios también eran muy específicos, porque Edwin estaba decidido a batir las estadísticas y convertirse en el primer hombre en vivir para siempre… o casi. No ingería nada que no fuera sano, y tomaba tantas pastillas al día que era un milagro que le quedara espacio en el estómago para comer de verdad. Marie tenía que reconocer que el cerebro de su empleador era más agudo que el suyo; sin embargo, su cotidianidad no parecía marcada por la alegría, lo que tal vez podría explicar por qué Edwin Ellerkamp era un anciano tan arisco.

No, era peor que eso, según había decidido Marie: era venenoso. Su madre se lo había dado a entender antes de que empezara a trabajar para él, pero ahora Marie creía que Ida se había quedado corta. No se trataba de nada que Edwin hiciera o dijese, sino más bien de la energía negativa que desprendía y que había contaminado la casa al completo. Acechaba desde todos los rincones, la vigilaba de habitación en habitación como un maligno gato negro. En ocasiones, cuando molestaba involuntariamente a Edwin mientras examinaba una moneda o estaba leyendo un libro, percibía en sus ojos algo que iba más allá de la simple irritación, era algo que recordaba al breve destello de la afilada hoja de una espada antes de que su dueño se lo pensara mejor y volviera a envainarla. Y aunque se bañaba con regularidad, se vestía con ropa limpia todos los días y se perfumaba con alguna vieja loción masculina cada mañana, alrededor de Edwin flotaba siempre un tufillo a vinagre.

Pero un trabajo era un trabajo, y en este le pagaban el doble de lo que podría recibir en cualquier otro lugar, y además por la mitad de esfuerzo. A pesar de estas ventajas, Marie se alegraba siempre de salir de Los Olmos al final de su jornada laboral, y a veces tardaba una o dos horas en quitarse de encima la melancolía que parecía llevarse de allí. La madre de Marie había trabajado para los Ellerkamp durante veinticinco años, aunque verse expuesta a los hermanos o a Los Olmos no la había afectado de manera tan profunda o inmediata como le estaba sucediendo a su hija. Ida Biener siempre había sabido aislarse de lo que resultaba desagradable; de lo contrario, no habría podido estar casada con su marido durante treinta años, pues Charles «Chahlee» Biener era un borracho, un intransigente y un pedazo de imbécil de primera categoría. Cuando falleció, la única razón por la que algunas personas acudieron a la funeraria, Marie incluida, fue para asegurarse de que realmente estaba muerto.

Por todo ello, Marie era plenamente consciente de que existían hombres con muchos más defectos que Edwin Ellerkamp, a pesar de no tener claro todavía cuáles eran los detalles específicos que la hacían sentirse incómoda en su presencia, igual que ignoraba el motivo que la llevaba a estar convencida de que aquel hombre albergaba malas intenciones en su interior, tal vez incluso una malicia activa, respecto al mundo en general o hacia alguna parte inconcreta del mismo.

No dejaba de intuirlo.

Las obligaciones de Marie requerían que trabajase en aquella casa de nueve de la mañana a una de la tarde tres días a la semana, de tres a seis de la tarde otros dos días más y de nueve a once de la mañana los sábados, cuando preparaba la comida de Edwin para el fin de semana y llevaba a cabo los últimos recados que le pedía. Edwin prefería tener la comida recién hecha cada día, por eso le había ofrecido a Marie pagarle un dinero extra para que también trabajase los domingos por la mañana, pero aparte de ser una buena cristiana, Marie quería — necesitaba— pasar al menos un día a la semana lejos de Los Olmos. Edwin no dejaba de mascullar, descontento, al respecto e incluso insinuó la posibilidad de que Ida la sustituyese los domingos, pero Marie no estaba dispuesta a dejar que se saliera con la suya, y las rodillas de su madre no mejorarían si volvía a dedicarse al trabajo doméstico; de hecho, no iban a mejorar si no se operaba, pero Ida Biener no estaba por la labor de someterse a esa clase de cirugía, por razones económicas y también psicológicas.

Además, Marie se había percatado de que el humor de su madre mejoró en cuanto dejó de trabajar para Edwin Ellerkamp, y no deseaba provocar una regresión anímica en una mujer que, por naturaleza, era propensa a la melancolía. Ser testigo de ese cambio en el comportamiento de su madre provocó también que Marie se preocupase por el nivel de afectación que podía estar sufriendo ella por trabajar en Los Olmos, al igual que un cuerpo se contamina lentamente al verse expuesto de manera constante a radiaciones nocivas. Su intención era ofrecerle a Edwin Ellerkamp tan solo unos pocos años más antes de buscar otro empleo remunerado. Para entonces, sus hijos serían mayores y no la necesitarían tanto. Por otra parte, en un par de años, Edwin, a pesar de todas aquellas píldoras, de los ejercicios respiratorios y de sus caprichos nutricionales, tal vez estaría ya criando malvas. Tendría que deshacerse de Los Olmos y de cualquier resto de la fortuna que hubiera acumulado en vida, incluida la colección de monedas, y cabía la posibilidad de que se acordase de Ida y de Marie en su testamento. Ellas habían hecho más que nadie para aliviar los sinsabores que entraña el paso de los años, y a pesar de sus rarezas, y de su malestar subyacente, Edwin no carecía por completo de sentido de la gratitud: Marie había recibido una generosa gratificación las navidades anteriores, y en la mayoría de las ocasiones Edwin se acordaba de darle las gracias cuando se marchaba de la casa.

(…)

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Autor: John Connolly. Título: Las furias. Traducción: Mar Rodríguez y Vicente Campos. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros.

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