Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
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Era una leyenda del periodismo económico, una mujer recatada y fría que vestía siempre de gris masculino y que no tenía vida personal. Hasta que cumplió cuarenta y siete años, se enamoró de un pintor y perdió la chaveta. Se llamaba Patricia y sus redactores le decía Ben Laden. Cuando su secretaria le franqueó el paso de una oficina con vista al río de la Plata, Fernández no pudo reconocerla en su tailleur fucsia, sus tacones aguja y su notorio Wonderbra. Llevaba el pelo suelto y largo, y un cirujano le había retocado el mentón.
—Es que yo veía la vida en blanco y negro. Pensaba realmente que el mundo y las sociedades se explicaban por la economía y por la geopolítica. No sabía que el mundo se explicaba por el amor y por el sexo.
Había pasado sin escalas del blanco y negro al color, y eso nunca tiene marcha atrás. Su novio era un pintor figurativo que vivía en Trenque Lauquen y que ella llamaba, en la intimidad y con un optimismo vergonzoso, Mi Rembrandt o simplemente Mi. Como fuera, era una evidencia que Mi la había flechado en el cumpleaños de un gran galerista y que tenían en su haber noches de buhardilla y excesos. Luego Mi se había vuelto a su pueblo, donde estaba su “universo pictórico”, y desde entonces mantenían un fogoso romance a distancia.
Cada mañana, Patricia llamaba a su novio y le preguntaba cómo había dormido, y él la consultaba sobre qué camisa ponerse esa noche y cómo encarar un problema doméstico. Se prometían besos y caricias y volvían a comunicarse por e-mail cerca de las once. Luego ella llegaba a la redacción y volvía a llamar para asesorarlo en la cocina. Se enviaban e-mails y mensajes de texto por el celular todo el santo día y merendaban juntos, uno a cada extremo de la línea, mientras se comentaban las novedades y se prometían encuentros con un detalle excitante. Los cruces seguían hasta la medianoche cuando, ya cada uno en su cama, Ben Laden y Rembrandt tejían durante horas confidencias y sueños boca arriba.
Patricia se sentía una verdadera esposa, puesto que intervenía en aquella casa remota, editaba los movimientos de su amado y mantenía, a pesar de los cuatrocientos kilómetros que los separaban, una relación fluida que ya muchos matrimonios quisieran. No se privaba tampoco de comprarle la ropa, los pinceles y las pinturas, y de enviárselos por encomienda todas las semanas. Le gustaba también ese toque de mecenas del arte y de madre protectora. Mi protestaba pero Patricia desarmaba sus argumentos económicos con argumentos sentimentales. Mi quería que ella abandonara todo para instalarse en Trenque Lauquen, pero Patricia pretendía lo contrario. Ninguno de los dos, a pesar de ese amor volcánico, cedía posiciones, y sólo se encontraban una vez por mes a mitad de camino, sobre la ruta nacional número 5, en una hostería discreta donde pasaban un fin de semana completo. Patricia no conocía Trenque Lauquen más que por las fotos que Mi le enviaba por correo electrónico y se emocionaba guardando esa visita para una ocasión especial, como su propia boda. También le excitaba ese viaje desesperado hacia la hostería después de tantos anhelos, tantas fantasías y, sobre todo, tantos días sin contacto físico. Vuelvo hecha pedazos —le confesó a Fernández—. Pero el lunes ya estoy bien de vuelta. ¿Sabés lo que me recupera? Mirar todo desde estas gafas nuevas. E hizo un ademán como si tomara unos anteojos invisibles del escritorio y se los pusiera.
Una película de clase B de la década del cincuenta mostraba cómo la vida de un hombre común daba un vuelco espectacular al descubrir unas gafas especiales, que eran codiciadas por misteriosos hombres de negro. Al ponérselas descubría, en un restaurante, que algunas personas eran alienígenas y que, en realidad, hablaban en un lenguaje infrahumano. Y luego al caminar por las calles descubría que los carteles, con las gafas puestas, tenían mensajes siniestros formulados para la dominación subliminal de la raza humana. Patricia sostenía que cuando Mi le había hecho conocer la pasión, también le había abierto los ojos y le había dado estas gafas imaginarias desde la que se podía ver la realidad. No la realidad aparente y superficial que se ve en las oficinas y en los ambientes de trabajo, sino la realidad que se esconde bajo esos gestos teatrales. Bajo esos gestos, sostenía Patricia, todos somos niños. Niños con hormonas. Cuando te ponés las gafas y mirás bien la redacción y la calle te das cuenta de que aquella chica busca marido, que aquel tipo sufre por amor, que aquella señora ha sido abandonada, que a aquel desgraciado le falta cama, que aquel veterano está por separarse de su esposa y que aquel pibe está enamorado y no lo sabe. Hablan todo el día de una cosa, pero en verdad les pasa otra. Se manejan con un lenguaje formal, y de pequeñas dificultades hacen grandes problemas, se inventan formidables excusas y construyen edificios enteros para distraerse de la necesidad básica y elemental. La única necesidad del ego: amar y tener. La única cosa fisiológica y sentimental que nos permite escapar de la muerte.
A Fernández se le había caído la mandíbula.
—Así que la historia universal es, en realidad, la historia del sexo —balbuceó—. Nos salteamos, entre otras cosas, el materialismo histórico, ¿no?
—A los lectores cada vez les interesan menos la política y la economía —dijo ella echándose el pelo hacia atrás—. Quieren historias de amor, historias de gente pequeña que sufra ilusiones y desengaños. Tiene razón Sabina: “En el diario no hablaban de ti ni de mí”.
—Sobre todo no hablaban de Mi —dijo Fernández.
—Es por eso que te llamé, para que escribas una columna semanal sobre los sentimientos. Necesito alguien que tenga mucha calle y que haya leído a Nietzsche. Alguien capaz de ponerse las gafas.
E hizo un nuevo ademán, se quitó los anteojos invisibles y se los tendió a Fernández, que irreflexivamente los tomó en el aire y dijo: Mirá que el amor es engañoso y resbaladizo, Patricia. Y que en eso todos somos amateurs.
Patricia quería que Fernández caminara la ciudad y tuviera el oído atento, y no iba a dar el brazo a torcer: era una nueva mujer y tenía la fe de los conversos. Le pidió, en el umbral, que viajara a Trenque Lauquen y conociera a Rembrandt, que hablara un rato largo con él para entender la integridad del amor y que entregara 7500 caracteres de Word todos los jueves sin saltearse ninguno.
Fernández, que necesitaba el trabajo, tomó la ruta 5 y pasó tres días en aquel pueblo. Le bastaron tres o cuatro entrevistas personales y una leve investigación de campo para entender la filosofía de Mi. Tenía dos hogares paralelos, un juicio por alimentos y otro por fraude, no pintaba un cuadro completo desde 1987 y mantenía otros dos romances a distancia con una cordobesa y con una neuquina, quienes le enviaban cheques mensuales para sostener su obra y con quienes se encontraba en hoteles de ruta un fin de semana por mes. Al cuarto descansaba. Fernández no podía decir que era un vago, puesto que la doble vida exige un gran esfuerzo. La cuádruple vida debía ser forzosamente extenuante. Fernández guardó las gafas invisibles en un bolsillo y regresó a Buenos Aires silbando “Eclipse de mar”.
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