El silencio se interrumpe: vienen, como si cayeran del cielo, cortos estertores de trompeta. Como si cayeran de alguna parte que todavía no se ve. Escarceos solitarios de sonido, como si los músicos estuviesen ensayando una nota solitaria y abierta, compañeras una de las otras, menudas, que se abaten desde el sonido a la escucha.
Reman por el océano del aire como bateristas de jazz, usando la escobilla más suave en el platillo más sutil.
Largas, obstinadas, dóciles, van modificando levemente el dibujo del compás, y alguna, la primera, se separa unos metros del escuadrón para ser sustituida por otra menos cansada, más audaz, más entera.
Van hacia el suroeste, entre la luna nueva que va descascarillando el arco perfecto de su luz, y el planeta Venus, como un iris blanco y sin pupila, destellando, casi con voluntad de estrella.
Se empeñan en ir entre los dos astros que presiden su vuelo, sin desviarse ni a uno ni a otro lado. Guiadas por los destellos de plata que emiten los dos faros flotantes.
Son criaturas perfectas del cosmos que van desapareciendo en la distancia.
Y, sin embargo, veo lo que ellas ven: el olivar que clarea, el dragón delicuescente del río, el páramo desforestado hace siglos, la sed de mica del desierto, las chimeneas altivas de una fábrica, hélices eólicas que hay que rebasar, más alto, más alto, casi en la espuma de las nubes.
Qué imagen hay en mi ojo. Cómo respiro. Cómo siento los músculos que unen mi cuerpo con las alas al batirlas y batirlas. Cómo el aire frío de aquí arriba se adentra en el plumón del cuello y sostiene las plumas navegantes.
Soy libre.
Sigo el olor de la calidez, un pasadizo entre el cielo y la tierra, antes de que el invierno se pose en los páramos.
Y no estoy solo.
Nunca estaré solo.
Salvo cuando abra el camino para el resto.
Entonces lo parecerá.
Parecerá que todo entero soy el cielo.
Parecerá que canto para que el resto me siga.
Pero el canto está siempre unos metros por delante.
Es el canto quien en realidad nos dirige.
Y yo solo tengo que alcanzarlo y repetirlo.
Y el resto de las grullas hace lo mismo.
Y lo vemos caer.
Los gajos del canto que todas somos.
Uno a uno.
Como estridentes ecos de trompeta.
Allá abajo, muy abajo.
Caen.
Donde un hombre alza el rostro para observarnos.
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