La anécdota con la que arrancan hoy las romanzas tiene poco de cultural, mucho de autobiográfico y todo de veneración. Tendría yo entonces alrededor de doce años, calculo, y aunque aún no había empezado, como es obvio, Filología, ni tenía un callo lector suficiente como para reconocer al personaje que está a punto de aparecer en escena, lo cierto es que identificaba bien a Miguel Delibes porque había leído en clase El camino, obra que me marcó profundamente por motivos de analogía vital. El caso es que aquel verano, en mi pueblo de Segovia, era todavía un verano feliz: jugábamos al Tour de Francia y todos queríamos ser Perico Delgado, observábamos a las ancianas tomando el fresco por la noche, creíamos en el peterpanismo más agresivo, bebíamos Martini blanco a escondidas, etc. Una mañana, quizá de julio, alguien llegó al frontón voceando: «El escritor, el escritor, ha vuelto el escritor». Todos sabían a quién se refería el muchacho. Yo, sin embargo, lo obviaba. Subimos al bar de la carretera sin frenar una sola vez la bicicleta, ansiosos por presenciar tan ilustre retorno. Y allí estaba. Era Miguel Delibes, con el uniforme de caza, la escopeta al hombro, un pitillo en la comisura de los labios que mantenía humeante al hablar, y una mirada entre huraña y melancólica que se perdía en el fondo del chato de vino. Era imposible admirar más a una figura de lo que nosotros, o al menos yo, admiramos a aquel hombre.
Pasaron varias vidas, y mi admiración por Delibes se hizo corpórea en la estantería que ahora mismo descansa a mi espalda. Diría con orgullo que he leído prácticamente toda su obra, que me parece un absoluto maestro del oficio narrativo, y que probablemente es el mejor novelista del siglo XX en castellano incluyendo noventayochistas, booms latinoamericanos y lo que se me eche a la cara. Por eso no pude por menos que temblar de alegría al comprobar que Las guerras de nuestros antepasados, la obra del propio Miguel, iba a ser adaptada al teatro, interpretada por Carmelo Gómez y Miguel Hermoso. Una noticia maravillosa para cualquier delibesiano de rancio abolengo, como es mi caso.
No negaré que Las guerras de nuestros antepasados no es una de mis obras favoritas del autor. Creo que en el texto original Delibes se pierde intentando llevar al papel la oralidad del lenguaje, para desgracia de la trama. No obstante, ese mensaje que siempre supo extraer el maestro, a medio camino entre el pacifismo, el orgullo del de abajo y la crítica a los estamentos de poder hispánicos, se percibe claramente en la obra. El argumento quizá lo conozcan. Un recluso llamado Pacífico se pudre en la cárcel tras haber asesinado a un hombre. Cuestionado por su psiquiatra, Pacífico y por ende Miguel Delibes van engarzando una cadena de violencia, justificada por el hecho de que todos los antepasados tuvieron su guerra: el padre tuvo la Guerra Civil, el abuelo la de Marruecos y el bisabuelo la última Carlista. El presente es sólo un eslabón más en la cadena. Bajo ese prisma, Delibes critica la violencia por la violencia, la herencia agresiva del pueblo y el talante belicoso de España. Ahora que el país vive uno de sus periodos de paz más largos en la historia, pero también ahora que algunos intentan resucitar aquel viejo talante conflictivo a través de políticas no poco guerracivilistas, y quién sabe si no se vislumbran ya las guerras de nuestros hijos, me pregunto qué hacer para volver al espíritu de Delibes. Se me ocurre así, por lo pronto, que una solución sea leerlo. Pero quizá esté pidiendo demasiado.
No se preocupe: quienes quieren resucitar la guerra civil no tienen carne de cañón para hacerla.