Las habitaciones ocupadas por Holmes y Watson estaban situadas en el primer piso y una pequeña parte del segundo, a 17 escalones de la calle. Como ya hemos comentado, el conjunto se componía de una espaciosa sala de estar, muy bien amueblada y de dos dormitorios confortables y limpios. La calle era silenciosa por la noche y bastante bulliciosa por el día, sobre todo por el ruido que producía el ir y venir de todo tipo de carruajes que circulaban continuamente sobre los adoquines. Fue diseñada y construida por William Baker en el siglo XVIII con pretensiones de llegar a ser una zona residencial para familias de clase acomodada, lo que él nunca llego a intuir es que se haría famosa por otro motivo muy ajeno a su diseño y que con el transcurso del tiempo llegaría a convertirse en la dirección más famosa de toda la literatura.
La sala de estar tenía una hermosa chimenea cuya repisa era aprovechada por Holmes para depositar el correo. El que ya estaba cumplimentado lo archivaba Watson, semanalmente, en un precioso cartonier francés con 14 cajones de color verde oliva, y el pendiente permanecía atravesado por una daga que lo mantenía sujeto en un sitio bien visible sobre la ya mencionada repisa. De la pared colgaba una babucha persa donde el detective guardaba su tabaco (los cigarros estaban en el cubo del carbón) pero a veces y cuando su ánimo era polemista vaciaba las cenizas de su pipa junto al correo y al día siguiente se las fumaba mezcladas con su tabaco habitual antes de que la señora Hudson le sirviera el desayuno. Este detalle era bien tenido en cuenta por Watson para no llevarle la contraria al detective mientras leía absorto los anuncios por palabras del Times. La mesa del comedor era de estilo reina Ana con «tabla y manilla de alargue», y las sillas no hacían juego con el resto de mobiliario. En un rincón había un pequeño laboratorio bien surtido de sustancias químicas y muy cerca, Holmes tenía situada una selecta biblioteca repleta de libros de criminología, recortes de periódico pegados en libros de contabilidad, un tomo del «Quién es Quién» y un valiosísimo ejemplar del libro El origen del culto a los árboles. Sobre un elegante davenport colgaba un daguerrotipo del general Gordon, el héroe de Khartoum, y otro del sultán de Turquía.
La señora Hudson, cuyo pasado sigue constituyendo un misterio para todos los estudiosos, servía el té o el café en un juego de plata tan reluciente que a veces lo utilizaba el detective como espejo retrovisor para observar todo lo que se movía a su espalda y sacar conclusiones inesperadas. La cubertería también era de plata y la vajilla original de la fábrica Crown Derby, con el correspondiente sello de autorización de Jorge III (dado en 1773). En este ambiente inusitadamente exquisito se movieron durante muchos años a su antojo Holmes y Watson.
Me he olvidado de citar una vitrina, atizadores de bronce, apoya pies, salva fuegos de la chimenea, tinteros y demás utillaje de oficina, pero no puedo dejar de mencionar un violín que descansaba en el único rincón libre de la acogedora habitación. Como los lectores saben, las casas victorianas estaban plagadas de objetos y muebles auxiliares decorativos y era difícil transitar por ellas sin tropezar con algún adorno y derribarlo. Aunque en este caso resultaba que el violín era un stradivarius que el detective había comprado a un cambalachero de Tottenham Court por 55 chelines y en ese momento su precio podía rondar las 500 guineas. Cuando Holmes fue consciente del negocio que había hecho quiso compensar al vendedor quien le dijo que él ya había ganado en la transacción lo que estimaba suficiente y justo. Este hecho que ennoblece a Holmes y al cambalachero no está citado en el Canon, ni tampoco lo que ocultaban los muchos cajones de los diversos muebles de la sala de estar y los dormitorios, pero los lectores quizá intuyan que en ellos Holmes guardaba cosas muy interesantes y de algún modo comprometedoras que irán apareciendo a lo largo de esta modesta crónica complementaria del Canon.
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