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Las hijas del cazador de osos, de Anneli Jordahl

Las hijas del cazador de osos, de Anneli Jordahl

La escritora sueca Anneli Jordahl ha actualizado el clásico de la literatura finlandesa Los siete hermanos, de Aleksis Kivi. Y lo ha hecho de la única forma posible en el siglo XXI: convirtiéndolos a los siete personajes en chicas y dejándolas a su suerte en medio de la Naturaleza.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Las hijas del cazador de osos (Siruela), de Anneli Jordahl.

***

La granja

Capítulo uno

Las hermanas del puesto donde vendían leña, setas y carne seca de liebre llamaban la atención. Casi siempre iban dos o tres juntas, vestidas con camisas de franela y chaquetas negras de cuero. El olor que emanaba de sus cuerpos era penetrante: una mezcla de resina, sudor y sexo sin lavar. En la parte trasera de las chaquetas se veía estampado un ojo de depredador y, encima de este, un rifle; debajo, un siete en números romanos. Parecían trillizas: frentes anchas, cabello rojizo enredado que jamás había sido cortado y desde hacía mucho tiempo tampoco lavado con champú. Lo único que diferenciaba a una de ellas era que tenía la nariz deforme, vista desde el lado izquierdo, probablemente debido a una lesión por congelamiento.

El mercado ambulante ubicado en la cancha de fútbol a las afueras de la ciudad estaba inmerso en un alegre bullicio: un verdulero explicaba a unos clientes escépticos que no había diferencia entre la col mostaza y la rúcula; una joven pareja paseaba intrigada por saber cómo elaboraba la panadería local el famoso pan de corteza de pino, que las personas mayores, que ya habían tenido suficiente durante la guerra, rechazaban. Yo no podía apartar la vista de las hermanas, me sentía atraída por ellas, así que circulaba con la mayor discreción posible alrededor de su puesto. Mientras le entregaban a un cliente una bolsa de papel con setas, me fijé en sus manos gruesas y arañadas, los dedos largos y las uñas mugrientas. Me pregunté si la decoración hecha con espléndidas colas de zorros recién cazados no ahuyentaría a los clientes animalistas de la ciudad. Las colas colgaban a la vista de la gente, sujetadas a la cadera de las muchachas, que hacían movimientos obscenos con la pelvis. Los rostros de los maridos obligados a acompañar a sus esposas delataban que para ellos la visita al mercado ya no carecía totalmente de sentido.

Los letreros de las chicas tenían errores ortográficos y estaban escritos con descuido, como si hubieran contratado a un niño de siete años para el cometido: «carne oso, dulza frambusa». Mientras colocaban pieles de oso en la mesa, desde lejos hice fotos enfocando la brasa de sus cigarros, sus delgados cigarros liados a mano, en las comisuras de sus labios. Me acerqué a su puesto asomándome entre dos hombres que les pedían a las vendedoras que confirmaran si la población del oso pardo había crecido en los últimos años. Cuando les pregunté a las chicas cuánto costaba la leña y si tenían terminal para pagar con tarjeta, me respondieron de manera cortante, sin apartar la mirada de los brazos velludos de los hombres, que solo recibían efectivo. Después de vender un producto, guardaban el dinero en una bolsa de cuero que se cerraba con un cordón. Al finalizar la venta de toda la mercancía, cada una de ellas sacaba una petaca y se bebían el contenido de un solo trago entre muecas teatrales. Los espectadores reían y ese ritual se convertiría luego en un gesto chusco. Ellas invitaban a beber a los hombres de alrededor y pronto en el puesto de las hermanas había más gente que en cualquier otro. Silbidos y aplausos a todo volumen. Logré llegar a la primera fila, junto a unos tipos de espalda ancha, y saqué la cámara para hacer la foto del año, enfocando el rostro de una de las hermanas y la cicatriz que corría como un gusanito de la comisura del párpado a la de los labios en el rostro de otra de las muchachas. En un instante, el ambiente alegre se volvió amenazante: las miradas de las hermanas se clavaron en mí —recuerdo el movimiento pausado como a cámara lenta—, los destellos se convirtieron en negrura; el coqueteo, en enemistad, cuatro agujeros negros apuntándome. La de la cicatriz trazó con el dedo un corte sobre la garganta. Me temblaron las piernas, el corazón me latió más fuerte: ¿por qué no les había pedido permiso? Tenía la costumbre de hacerlo antes de tomar una foto a cualquier persona. Le puse la tapa a la lente y me colgué la cámara al hombro. Las chicas volvieron a entretener a su audiencia; se tomaron las últimas gotas de alcohol e inesperadamente, sin que yo lo pidiera, me vendieron a un muy buen precio la última cola de zorro. La de la cicatriz balanceó la cola ante mi rostro con un gesto provocador. Me dejé llevar por la tóxica energía de las vendedoras y, para mi estupor, me temblaba la mano cuando les entregué el billete.

No pude dejar de preguntarme cómo vivían, qué desayunaban, qué hacían cuando sufrían un dolor de muelas. Compré una libreta y anoté mis observaciones; cuando una escribe a mano, las palabras se vuelven realidad. Empecé a investigarlas haciendo preguntas a conocidos y a la gente en la calle. Compré otra libreta. De manera obsesiva continué preguntando a los responsables de diferentes departamentos del municipio qué sabían sobre las hermanas. Las respuestas fueron contradictorias: unas pobres chicas antisociales, respondió la mayoría; por Dios, crecieron sin televisión, ni ordenador ni móvil los últimos diez años, incluso sin teléfono fijo; probablemente apenas saben leer, ya que no fueron a la escuela; dicen que una maestra, que fue despedida cuando amenazó a un alumno con un cuchillo, logró comunicarse con las hermanas y se ganó su confianza hasta el punto de que al menos la menor aceptó que le diera un silabario. La menor tenía unas ganas voraces de estudiar y era astuta, pero, después de aprender el arte de leer, rompió el contacto con la maestra, que ya no supo más de ella.

Al parecer, todo empezó a ir mal desde que las hermanas tuvieron que hacerse cargo del cuerpo mutilado del padre después de que fuera víctima del ataque de un oso. Según dicen por ahí fue una escena horripilante. El animal, gravemente herido, aún con pulso y la sangre chorreando de las fauces, yacía junto al cazador muerto. El cuerpo maltrecho y el rostro irreconocible del padre atestiguaban que había tenido lugar un combate cuerpo a cuerpo. La hermana mayor disparó al oso liberándolo del sufrimiento.

El padre era conocido por su habilidad para cazar osos. Su resistencia física y su capacidad de dar largas caminatas bosque a través pese a que cada año aumentaba notablemente de peso intrigaban a la gente. Las pocas personas que lo vieron en acción percibieron la dificultad que tenía el hombre para moverse, que sus movimientos parecían un poco los de un corredor en una carrera de orientación en terreno accidentado.

Al final, la fama fue su veneno. Lo acusaron de cacería furtiva y la policía lo buscó en varias ocasiones, mas él nunca se presentó a los juicios. Por entonces, la hija mayor había empezado la escuela, pero los padres decidieron que la dejara. La familia esquivaba todo contacto con la sociedad y se suponía que la vecina, la viuda Niskanpää, cuya granja estaba a diez kilómetros de la de las chicas, era quien hacía los recados y compraba lo necesario; llenaba los bidones de gasolina y asistía los partos, oficio que le enseñó su madre, que había hecho un breve curso de asistencia sanitaria y luego se dedicó a tareas de samaritana en las regiones salvajes. Por temporadas, el padre se escondía en el bosque de perseguidores reales e imaginarios. Seguramente llegaba a casa por la noche y salía de nuevo por la mañana hacia lo profundo del bosque. Tras su muerte, las hijas encontrarían rastros de él en casas abandonadas y en ruinas, así como en grutas de las selvas montañosas.

[…]

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Autora: Anneli Jordahl. Título: Las hijas del cazador de osos. Traducción: Petronella Zetterlund. Editorial: Siruela. Venta: Todos tus libros.

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