Casi toda la gente se queja de lo mismo: el tiempo no le alcanza. Por temprano que empiece y tarde que termine, la lista de pendientes no para de crecer. Paradójicamente esto tiende a agravarse en el confinamiento, cuando el problema no es que el tiempo falte, como que hay demasiado y eso quiere decir que acabará escaseando. Pregunten a un heredero arruinado —hombres la mayoría, naturalmente— cómo logró la hazaña de quedarse en la calle y verán que tampoco pensó en administrar la fortuna que entonces le sobraba.
Uno sabía, en años escolares, que cuando se le daban varios meses para entregar un trabajo especial iba a acabar haciéndolo en las últimas horas de ese plazo, mismas que a buen seguro no le permitirían esmerarse gran cosa. Y hoy que cada mañana cuento como un avaro las horas que me quedan para hacer lo mío, llego a la noche presa de la angustia de quien las vio escurrirse como agua entre los dedos. ¿Cómo explico que tres me rindan más que seis… sin delatar que apesto como administrador? Acudo por lo pronto a una vieja parábola:
Había una vez un leñador que cortaba diez árboles por día. Cierta vez decidió levantarse una hora más temprano, pensando en aumentar su productividad, pero al caer la noche descubrió que llevaba nueve árboles cortados. Inconforme con ese sinsentido, comenzó aún más temprano al día siguiente, y terminó dos horas más tarde. Resultado: siete árboles cortados. Al paso de los días, fue trabajando más y produciendo menos, sin poder explicarse cómo la aritmética le jugaba esas bromas incoherentes.
—¿Has pensado en sacarle filo al hacha? —le preguntó una noche su mujer.
—¡Cómo crees! —rezongó furibundo el leñador. ¿No estás viendo que no me alcanza el tiempo?
¿Qué ocurre, sin embargo, con aquellos que invierten tantas horas en afilar el hacha que luego ya no hay tiempo para usarla? Les pasa a los adictos en rehabilitación, que no bien se han curado regresan a una vida repleta de horas huecas con las que no imaginan qué demonios hacer. Pese a todo, la ciencia nos demuestra que las horas perdidas nadie las devuelve, y su paso traumático abona a la certeza de que no sirve uno para nada.
Todo confinamiento es un tiempo de espera y ésta invita a la desesperación. No consigo entender por qué los pasajeros del avión que recién aterrizó han de aguardar parados y en tumulto a que las puertas se abran, en lugar de quedarse en sus asientos y hacer algo con ese tiempo muerto. Suena a burla cuando alguien te pregunta qué planes tienes para la cuarentena, cuando lo cierto es que la falta de ellos bastará para hacer tus días miserables. Pues el trabajo es droga poderosa y su carencia sabe a esclavitud.
“Imaginar la nada, o creer que se gobierna la nada”, advierte Carlos Fuentes desde esa cuarentena que es la eternidad, “es una de las formas, acaso la más segura, de volverse loco.” Y para eso seguro que no tiene uno tiempo.
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