Imagen de portada: Hu Feitao, pájaros y flores, sobre seda, siglo XVIII.
Su Dongpo sentía una nostalgia, dulce y tiernamente melancólica, por aquellos que ya no estaban en el mundo de los vivos. Con todo su corazón amó los pájaros y los libros. A aquellos por su madre, a estos por su amigo Li Gongze. Su madre jamás consintió que se hiciera daño a ningún pájaro, les profesaba un tierno amor. Allá donde vivía, el poeta siempre respetó su memoria no hostigando las aves, no destruyendo sus nidos y no consintiendo que a su alrededor se pusiera trampa alguna. Además cuidaba con esmero los árboles y los jardines, disponía con cuidadosa atención la construcción y decoración de los pabellones. Flores, pájaros y pinturas debían de mantener vivo el afecto por la madre. La belleza del arte acariciaba su espíritu. Frente a cualquier ambición que como alto funcionario imperial pudiera haber tenido, su amor al estudio, a la literatura, la música y la pintura siempre fue mucho más poderoso. Personas como Li Gongze lo acrecentaron. Este no sólo fue su amigo, fue además un sabio, que retirado a las montañas de Lushan, en el eremitorio de la Piedra Blanca, acumuló una gran biblioteca con los volúmenes de sabios escritores. El placer que le ocasionaba la presencia de aquellos rollos, manuscritos y copias tan difíciles de conseguir era poco, o nada, comparado con la alegría de la conversación obtenida entre los amigos que iban allí a leer, con él, aquellos signos venerables. A su muerte, una biblioteca magnífica y seleccionada quedaba a disposición de quienes quisieran renovar los votos sagrados que han vinculado la sabiduría y la amistad. Su Dongpo había de rendir culto a su amigo, evocar sus palabras, sus gestos, rememorar las conversaciones, cada que vez que penetrara en los límites del monasterio. Tendría frente a frente el rostro del amigo muerto, como tenía el de su madre cuando escucha el canto de los pájaros.
Todo ello le brindaba la fortaleza y la sabiduría para sobrellevar los sinsabores de su vida. Los mayores que había de padecer no eran precisamente los derivados de las oscilaciones del poder, del destierro o la pérdida de su posición pública. Pues hay una tumba abandonada a miles de li, un pequeño túmulo rodeado por los abetos, cuya figura cortada a la luz de la luna sugiere la imagen de una espectral guardia fúnebre. Pertenece a una mujer que está ahora lejos de aquellos que un día la conocieron y la amaron. En aquel sepulcro yace la esposa de Su Dongpo. Al lugar no acude nadie que efectúe rito alguno. Los años pasan y el desterrado ha visto cómo demasiadas veces su vida fue una barca a la deriva, arrastrada por la corriente veloz de los acontecimientos, a riesgo de estrellarse contra los rápidos del destino. Errante, proscrito primero, amnistiado luego, itinerante siempre, gracias a su temple de sabio conserva la calma y la razón, pero no puede ni cumplir las prescripciones debidas a los difuntos. Tampoco le queda lugar para reunirse con su mujer que no sea en el espacio misterioso de un sueño. Era entonces, en el sueño, cuando la veía a través de una ventana. Los amantes se contemplaban mutuamente con rostro triste; ella estaba sola. El tiempo no sana la herida pero, al menos, transcurre; y arrastra al poeta a lo largo de su cauce, lentamente, hacia un remanso de tranquilidad, último lugar de reencuentro y de paz.
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