Portrait of an artist (Pool with Two Figures), de David Hockney.
El gesto es de vigilia en honda noche
el de un farero frente al mar con niebla
El único inconveniente del amor son las cosas que lo rodean en el tiempo.
I. El anticipo: es de día y las cosas no parecen preocuparnos.
Mi diana ya es la mira de mi flecha:
en mis ojos coinciden mundo y gloria.
Es una suerte, dices. Me miras y lo repites: es una suerte. Tienes razón. Es una suerte que las cosas hayan cuadrado así, que el césped esté tan verde, tan limpio en esta época del año; las flores moderadamente asilvestradas y pequeñas hormigas escurriéndose entre los tréboles. Es una suerte este momento exacto: el reflejo nacarado de la luz del sol en tu cabello, desplomado sobre tus hombros como un millón de hilos de bronce. Observo ahora mi vida pasada, hago un resumen ágil y no alcanzo a comprender el proceso mediante el que he terminado aquí, ahora, en este instante común que ambos comprendemos de la misma manera. Es una suerte, digo. Te miro y lo repito: es una suerte.
***
Mario Míguez escribió Casi es noche, un poemario que no ha visto la luz hasta después de su muerte. Ahora ya es noche profunda: sus versos relampaguean el cielo de la misma manera en que el recuerdo de aquel instante afortunado sacude mi memoria de vez en cuando. El gesto poético de Míguez era imprevisible, místico; estaba en busca de una comunión ancestral con lo sublime. Él levitaba sobre lo terrenal, observaba los árboles y las casas como figuras de relieve titánico. Escribe Vicente Gallego en su sentido y bello prólogo a la edición de Casi es noche, acogida por Pre-Textos: «Mario estaba y no estaba, como la luna llena sobre el estanque».
***
Primero, antes de nada, están los días. A las noches se llega después. Ese es el orden conocido de las cosas.
II. El instante: sostienes el sol con las manos sin quemarte.
Dice Mario Míguez: Casi es noche. Casi.
Casi es noche, y son brillo moribundo
flor, libro, crucifijo y calavera…
Este es un paisaje de sombras futuras. Podemos intuir, a nuestro alrededor, la posible disolución de las cosas que amamos: el decaer de las flores, el crecimiento desmedido de las malas hierbas, la extinción del brillo que corona tu rostro. Mientras aguantas el sol con tus manos, tratando de extender la mayor cantidad de tiempo posible este segundo, de acercarlo a la inmortalidad en la medida de lo posible, mi mente dibuja ya todos los escenarios posibles de la muerte. Estamos aquí, aún resuenan tus palabras —es una suerte, dices—, pero los colores parecen haberse apagado aun siendo los mismos. Esta consciencia terrible de que te marcharás, de que no podré terminar este día contigo, de que no podré comenzar el siguiente a tu lado; de que acaso yo no existiré mañana, o no lo hará el amor que acaricio. ¿Cómo podría yo mismo no quererte? ¿Sería yo entonces? Querría viajar al futuro y hablar con esa versión descreída, decirle que me avergüenzo de su olvido.
[…] el olvido no es completo jamás. ¿Alguien previene un recuerdo? […]
Ya no dices nada. Te recuestas sobre la hierba fría, miras directamente al sol. Ya no te hiere; sonríes con tristeza. Los árboles se mueven muy despacio, tanto que resulta casi inapreciable. El viento no se distingue. Está dentro de nosotros. Ahora somos dos cuerpos tendidos sobre la hierba, observando la caída del mundo. Me das la mano, una mano fría: ¿cuál es la mano fría? ¿Es la tuya o es la mía? ¿Quién soy yo? ¿Soy tú o soy yo mismo? ¿Si tú mueres, estarás muriendo tú o estaré muriendo yo?
Este es el último relámpago de luz que asalta mi memoria, el último rayo naranja que atraviesa el verdor de nuestras adolescencias. Cuando ya casi es noche, te giras sobre el rocío, me miras a un palmo y dices, despacio y en susurros: es una suerte.
III. Las cenizas. He muerto pero no moriré jamás.
Hay amor dentro
de mí: ya al alma ¿qué podría dañarla?
Porque amo, puede ya sólo la muerte
guiarla por su espacio, no apresarla…
Este es un texto que tiembla. No quiere ser una roca ni una vela izada. Quiere ser una bola de nieve que rueda por las laderas, que se transforma, que se derrite y vuelve a formarse cada vez que aterriza el invierno.
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La poesía de Mario Míguez era esencialmente inocente. Estaba teñida con colores blancos, limpios: él pensaba que el amor sí que salva a las personas de la muerte, pese a que resulta complicado pensar que existe algo capaz de evitarnos ese destino borroso, extraño e inconcebible. Pensaba que, si la vida es una cosita breve, más vale destinarla al amor, esforzarse por sostener los atardeceres y alargarlos hasta la infinitud si es posible. Quizá no sea justo que nuestra adolescencia muera antes que nosotros, que con ella se disipen nuestras esperanzas ingenuas y todavía limpias. Se imponen después las cicatrices: eso ya es territorio de oscuridad. Eso ya es muerte.
***
Ya hay sólo voluntad y frío instinto
tras niebla cada vez más sucia y densa:
las formas casi ya no se perciben…
Este es un paisaje de luces pasadas. En medio de la noche, abro los días con las manos y escojo el sábado de verano más apropiado. Tu piel es tan blanca, tu pelo es tan negro; pienso que tú misma ya contienes los dos colores posibles del universo. El rayo de luz y el cosmos eterno de oscuridad. Pienso, mientras el mar choca contra nuestros pies y regresa a su lugar original, que a estas alturas ya no me importa.
Tu piel o tu pelo. Las dos cosas me parecen, a fin de cuentas, la misma.
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Autor: Mario Míguez. Título: Casi es noche. Editorial: Pre-Textos. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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