Foto de portada: Miguel Plaza Moreno y José María Plaza, autores de Las mariposas nunca se rinden
Dana es una adolescente feliz. Tienen unos padres que la quieren, dos buenas amigas, una larga melena de la que se siente muy orgullosa y es admirada por sus compañeros de clase. Parece tenerlo todo. Pero un mal día, su destino se torcerá y le pondrá a prueba. Las mariposas nunca se rinden (Everest) es una historia de lucha, fe y solidaridad, inspirada en el caso de Marlee Pack, una chica de Colorado del que se hizo eco la prensa de todo el mundo. Esta es la segunda novela juvenil que escriben juntos José María Plaza y Miguel Plaza Moreno.
En Zenda reproducimos el comienzo del capítulo 17.
*****
Estaba agotada. Su cuerpo no resistía un tratamiento tan duro. Así lo creía. Pero ello, con ser terrible, no era lo peor.
Al alzar la cabeza no pudo evitar verse reflejada en el espejo, a pesar de que no había encendido la luz.
—¡Oh, dios! —se echó hacia atrás, tratando de desviar la mirada.
No se reconocía. La imagen que veía en la penumbra no era la suya. No podría serlo. Sin poder evitarlo, como un gesto automático, se llevó mano hacia la cabeza; la palpó una vez más, y comprobó que no tenía pelo. Estaba completamente calva.
—¿Quién es esa?
Se volvió a mirar en el espejo, con precaución, con prevención, casi de perfil, como esperando la huida, y lo que vio la dejó tan sin fuerzas que necesitó sentarse en la taza del váter para no derrumbarse inmediatamente.
Las arcadas volvieron a su cuerpo, pero no había nada que expulsar. Tan sólo la angustia. Y no sabía cómo sacársela de encima.
¿A dónde había ido a parar su esplendorosa cabellera de rizos dorados, que era la admiración de medio colegio?
Apretó los ojos y se llevó las manos a las mejillas para pellizcarse. Tenía que ser un mal sueño.
El cuerpo le dolía. Se sentía muy débil y la imagen que le mostraba el espejo era la de alguien que no era ella, pero no le quedaba más remedio que serlo.
—¡Oh, no!
Era una visión del horror. Debía aceptar que se había convertido en un monstruo.
Era alguien a quien no se puede mirar sin reírse o asustarse. ¡Si hubiese sido un chico al menos! Y se acordó de esos futbolistas a los que les gusta ir con la cabeza rapada y marcan muchos goles.
Pero ella era chica, y tenía —había tenido— la cabellera más envidiada de su colegio. O al menos, de su curso. ¿Conseguiría recuperarla?… Trató de animarse pensando que algún día todo volvería a ser como antes, como siempre. Pero ¿qué hacía hasta entonces? ¿Cómo podría aguantar ese infierno cada día?
Se imaginó encerrada en casa. Encerrada sin salir nunca. Sin mirar siquiera la calle, excepto por la noche. Tan sólo pendiente de la televisión, del Instagram, donde ya no podría colgar ninguna foto suya, y del Whatsapp para seguir en contacto con sus amigas, si le quedaban. Pero ¿qué contarles si no iba a verlas nunca más? O mejor, no quería que la vieran. Nadie. Ni siquiera Iris, su mejor amiga, o Angie.
¿Y Manu?
¿Por qué entonces pensó en Manu?…
Quizás porque le recordaba su infancia, cuando estaba en Primaria e iban juntos a la escuela y se divertían por el camino haciendo tonterías (casi siempre las hacía él). Entonces no tenía estos problemas, ni se preocupaba por el pelo. Ahora lo veía como una época de felicidad que había tratado de superar a grandes paso, como si tuviese prisa en llegar a alguna parte, ¿y para qué?…
No pudo evitar volver a mirarse un instante en el espejo.
Era una bola de billar. O aún peor: una patata. Una patata que tenía patas y boca, y ojos…
Unos ojos que descubrieron de repente —y siempre habían estado ahí— los botes, cajas y cremas que tenía para cuidar su pelo, incluido el secador ultramoderno que le regaló su madre el día de su cumpleaños, y que ya nunca más podría volver a usar.
Con rabia, quizás con desesperación, cerró los ojos, alargó su mano y, como si fuese un bate de beisbol, arrasó todos aquellos trastos, que cayeron al suelo, alborotando el silencio de la casa.
Su madre llegó asustada, creyendo que Dana se había caído al suelo.
—¿Te encuentras bien?
Las baldosas del baño estaban encharcadas de líquidos pastosos, que flotaban entre cristales, botes y cajas. A la madre no le importó. Ni siquiera miró.
—¿Qué ha pasado, hija mía?… —le acarició, como si aún fuese ese niña pequeña—. ¿Qué te pasa?
—Que ya nunca voy a tener pelo —gritó Dana.
La voz le salía del estómago. Tal vez de algún lugar más profundo.
—Ya te irá creciendo poco a poco…
—Sí, pero no será lo mismo. Ya no será ese pelo tan… —se acordó de su larga cabellera—. ¿Y si no me crece?
—Te crecerá.
Dana no estaba segura de las palabras de su madre.
—¿Has visto como estoy? —y se llevó la mano a la cabeza.
—Es una consecuencia lógica de la quimioterapia. Ya nos lo advirtió el médico. Hay que destruir las células malas, pero también se destruyen algunas buenas. El pelo no es tan importante.
—¡Sí lo es, mamá!
—Míralo por el lado bueno, hija. Así te vas a curar. El médico te dijo que eres joven y fuerte, y estás llena de energía y…
A la madre se le ahogaba la voz. No pudo continuar hablando.
—¿Y qué hago mientras tanto? (…)
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Autores: José María Plaza y Miguel Plaza Moreno. Título: Las mariposas nunca se rinden. Editorial: Everest. Venta: Todostuslibros.
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