Los making of en literatura son mucho más aburridos que los del cine. En mi caso la cinta resultante sería una sucesión de escenas en las que aparezco mirando a las musarañas, tachando frases, releyendo, rompiendo papeles, perdiendo el tiempo miserablemente o buscando cualquier pretexto para no escribir. Pero puestos a contar el «cómo se hizo» de Las confabulaciones (memorias de un hombre rana), supongo que lo mejor será comenzar por el principio.
La escritura parte de una anécdota real, aunque probablemente haya otras en la novela que parecen mucho más reales y son pura fábula. En mis años mozos, mientras estudiaba la carrera, trabajé en la librería de un gran almacén y una tarde un señor mayor se me acercó y me preguntó por un libro. Como no lo encontraba, acabé preguntando al encargado y este lo sacó de un cajón para que lo pusiera en los estantes entre los libros en oferta. El hombre resultó ser el autor de un libro descatalogado que venía a comprobar si se seguía vendiendo su novela y al que engañaban piadosamente. Esta anécdota fue la chispa que encendió el motor de un relato sobre las ficciones en las que vivimos, sobre las mentiras que nos construyen o contribuimos a construir. Decidí contar la historia desde la perplejidad de un outsider. Por eso elegí que fuera Julián Montero, un chico reñido con el mundo académico, laboral y social, el que contara la historia. Creo que, al igual que solo desde los oídos de un extranjero es posible detectar los misterios de tu propio idioma, para ver la trama de la vida y sus trampantojos nada como la perspectiva de un inadaptado.
Contra lo que pudiera parecer no es un libro autobiográfico. A Julián le he prestado experiencias y lecturas, sí, yo también trabajé como él en una librería, pero no es un trasunto mío, porque desde que comenzó a andar por el papel Julián fue generando un pensamiento propio. Él es un poco más joven que yo, probablemente más agudo y divertido, pero sin duda más vago, más descreído que yo, que además he tenido mucha más suerte que él. Pero lo pasé en grande en su compañía.
Para mí, el gran acierto de la novela, la inspiración fundacional, fue dar con ese personaje narrador. A los poetas los dioses les dan los primeros versos, a mí me enviaron un personaje cuando comencé a escribirla allá por el año 1999. Entonces había dejado el periodismo activo y trabajaba en el gabinete de comunicación de una empresa. A trompicones, robando horas al sueño, comencé los primeros capítulos, pero en una crisis de inspiración y falta de tiempo, abandoné el proyecto y al pobre Julián justo en la entrada la vida adulta.
La comezón verbal la canalicé a partir de entonces con la poesía. La lírica no es tan exigente como la narrativa en términos de dedicación. Escribir una novela, como decía Gil de Biedma, exige un esfuerzo físico, hay que sentarse a esperar que se te ocurran cosas, es como sacarse una oposición a abogado del Estado.
En el año 2009, expulsado del mundo laboral por un ERE decidí sacarme la oposición a abogado del Estado de la Ficción y reanudé la escritura de la novela, justo en el capítulo en el que, precisamente, el protagonista encuentra trabajo en una librería. Así que a partir de enero de aquel año, cada día, después de llevar a mi mujer al trabajo y a mi hija al colegio, encomendándome a los santos patrones de la Ficción, me sentaba en mi escritorio a que se me ocurrieran las peripecias de mi perplejo hombre rana, a la sazón embarcado en una trama que avanzaba hacia una inadvertida gran cascada de acontecimientos.
Desgraciadamente, escribir no siempre es divertido, pero tiene momentos impagables: el adjetivo que te llega caído del cielo, la frase afortunada que te justifica un día de improductividad, y luego están los personajes que surgen venidos de esa maravillosa agencia de casting que está en la esquina de la avenida de la memoria con la calle imaginación, y que dirige una representante un tanto ciclotímica.
Así, por las páginas de esta demencial historia comenzaron a desfilar multitud de personajes: una madre de ambiciones desmedidas que asegura haber sido doble de Sofía Loren en El Cid; una hermana envidiosa, tan carente de belleza como de piedad; unos activistas universitarios de tres al cuarto; un patético escritor fracasado que vaga en pena por las librerías con su manuscrito inédito; un viejo poeta epicúreo y plagiario; una despampanante chica rusa, tan solícita como esquiva; un enigmático detective jubilado que advierte sobre las mentiras del género negro; un mafioso feroz y salaz; el fantasma catódico y satinado de Roldán, el exdirector de la Guardia Civil; un cargante profeta de la era del Consumo; una camarera con poderes y gustos paranormales; un cínico periodista y su círculo de adoradores de la Santa Brevedad; un paparazi dispuesto a pescar merluzos y combatir el mal con su objetivo…
He de confesar que el título lo puse cuando tenía la novela avanzada y buscaba un término omnicomprensivo para una trama con varios frentes… En mis primeros borradores la novela se tituló el hombre que no podía escribir una novela, lo cual no era probablemente el mejor acicate. Pero al final di con Las confabulaciones; como dice su protagonista, un buen título canaliza las fuerzas centrífugas de la inspiración.
En la primavera de 2015 enfilé la recta final de mi novela. Me faltaba el capítulo final. Sabía lo que iba a pasar, pero necesitaba encontrar la manera de contarlo sin que resultara —o por lo menos a mí me lo pareciera— forzado, artificial o tramposo. Los medicamentos administrados al protagonista —sí, lo sé, Deus ex chemica— me permitieron encontrar la bruma que necesitaba para darle el sfumato que requería el final. Pero la novela distaba mucho de estar acabada. Afortunadamente, encontrar editor no fue fácil y el dilatado proceso de publicación me permitió pulirla. Nuevas relecturas y lecturas de ojos ajenos aconsejaron eliminar ciertos adjetivos, frases, párrafos, personajes y capítulos…, hasta que ya sí, por fin, la novela quedó lista y creo que mejorada en 2018.
Manuel Longares, a quién nunca agradeceré lo bastante su apoyo, fue el primero en apuntar lo cervantina que me había salido la criatura en el prólogo que escribió. Pero cuando leí las primeras frases de la crítica de José María Pozuelo, titulada “Juegos de un simulador” y en la que relacionaba mi novela con Juegos de la edad tardía, me llevé un sorpresón. Inmediatamente pensé en el escritor del pueblo de la película Amanece que no es poco que reconoce que el nuevo libro que escribe le está saliendo Ada o el ardor, y traté de imaginar la cara que pondría mi amigo Jesús Alonso, gran lector de Landero, al leer semejante comparación. Pero luego entendí que lo que me emparentaba con Landero era más el espíritu que la letra. Lo cual es un honor, por tratarse de uno de mis escritores de referencia. Pero sí, reconozco que me ha salido un tanto landerino-cervantina, por su pesimismo risueño. Creo que es difícil resumirla, a mí me costó un triunfo hacer la sinopsis. Pero por hacerlo en unas pocas palabras, diré que la novela habla de las mentiras de la vida y la verdad de la ficción. Pero hasta esto, a lo mejor, es mucho.
En el fondo es, como toda novela, un cuento de hadas verosímil. Con ella reivindico la capacidad de la palabra para construir ficciones más reales que la vida, o al menos tan irreales como la vida misma; y el humor como opción vital y artística: el viejo recurso desacralizador y liberador de miedos y tensiones. Ambos, ficción y humor, son los dos grandes recursos con que contamos para ensanchar los confines de la experiencia y hacer más vivible la vida. Porque como el mismo protagonista de Las confabulaciones dice: “si no fuera por la imaginación la vida sería una sucesión de trámites sin cuento…”.
Ahora, a Julián Montero y a mí no nos queda más que esperar estar de suerte y encontrar nuestros lectores ideales, esos que según Carver, “leerán el relato hasta el final, y al acabar las últimas frases se quedarán sentados en silencio un minuto”, como dicen que quedan los que han disfrutado mucho.
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Autor: Ignacio Miquel. Prólogo: Manuel Longares. Título: Las confabulaciones (memorias de un hombre rana). Editorial: Drácena. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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