Los españoles de los siglos XVI y XVII eran gentes sedentarias. Aquellos que se aventuraban a emprender viaje tenían dos alternativas: ser soldados o cruzar el Atlántico y buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Como soldados, cabía enrolarse en los tercios y recorrer el llamado Camino Español, que cruzaba Europa desde Italia hasta los Países Bajos, o embarcarse para luchar contra el turco por el Mediterráneo.
Pedro Gobeo era un niño: «comencé mi viaje, siendo entonces de edad de trece años», pero ya «anhelaba salir de mi patria, pareciéndome que un hombre no había de vivir entre las paredes de su casa». Así justificaba su «deseo aventurero» de abandonar España y buscar fortuna en Perú, «de cuyas grandezas había oído harto».
Mientras leía esta extraordinaria narración, con la misma avidez con la que se lee una novela, no podía evitar pensar (salvando las oportunas distancias) en el relatode otro muchacho contemporáneo de Gobeo, el Discurso de mi vida del capitán Alonso de Contreras. «Salí a servir al rey de edad de catorce años», escribe este soldado en el título mismo de sus memorias. Apenas un adolescente.
Los tratados de ciencia de la época denominaban infancia a la etapa de la vida que iba desde el nacimiento hasta los cuatro años. Venía seguida de la puericia que finalizaba a los catorce, un tiempo dedicado a la escuela y a aprender un oficio. La etapa siguiente era la adolescencia, que transcurría entre los catorce y los 22 cumplidos, la fase de la vida —decían— para que el «futuro hombre» se hiciera.
Pedro Gobeo de Vitoria (Sevilla, 1580) estaba pues al final de la puericia cuando se subió a una galera, capitaneada por un tío suyo, camino del Perú, «y conmigo otros dos casi iguales en edad y deseos». A los pocos días de navegación, vivió con «miedo» una tormenta nocturna en mitad del Atlántico y entró en batalla, escopeta en mano, con corsarios escoceses; acaba herido y muerto uno de los chicos de su misma edad. Después de un malhadado desembarco, peregrina 800 kilómetros por costas inhóspitas: estruja fango para beber, come raíces y cangrejos crudos, está a punto de ahogarse, ve morir a sus compañeros de expedición (uno de ellos entre sus brazos); y «flaquísimo, consumido y deshecho» cava su propia sepultura, «ayudándome de una conchuela». Estaba solo: «me hinqué de rodillas, alzando al cielo las manos y ojos, ciegos de llorar». Tenía «quince años de tan corta y malograda vida que aún no se habían cumplido». Fue uno de los 18 de 60 que sobrevivió. A los 17 ingresó en la Compañía de Jesús.
Alonso de Guillén Contreras (Madrid, 1582), inauguraba su adolescencia, surcando el Mediterráneo, «en una nave que iba a Palermo», el primer paso para convertirse en un levente, «un soldado de la infantería española que, embarcados en las galeras de Nápoles, Sicilia y Malta, practicaban el corso, con métodos idénticos a los del enemigo», en palabras de Arturo Pérez Reverte. En los momentos iniciales de su alistamiento, por no tener la edad para ser soldado, le hacen mozo de cocina. No ceja en su afán, «vi algunos soldados que me parecían eran tan mozos como yo», hasta que, al poco, consigue sentar «plaza en la compañía del capitán Mejía». De él diría Ortega y Gasset que era «un ejemplo químicamente puro del hombre aventurero».
La mayoría de edad en el siglo XVI se alcanzaba a los 25 años. Como menores que eran, Pedro de Gobeo y Alonso de Guillén, necesitaban la licencia paterna para partir. Los dos eran huérfanos de padre, así que acudieron a sus madres.
Todo apunta a que Pedro Gobeo era de familia bien («me crié con todo el cuidado posible»), y por el precioso castellano con el que se expresa en su relato, parece que había leído vidas de santos y algunos clásicos, educación propia de las familias ricas.
La madre de Pedro Gobeo, Isabel de Mena, inicialmente «tomó el asunto a risa». Ante la insistencia del joven por embarcarse y con la amenaza cierta de escapar, «que, sin su permiso, hiciera mi gusto», la madre se da cuenta de que «no eran burlas mis intentos». Acaba aceptando la partida del muchacho: «A Dios te encomiendo y vete antes de que veas mi muerte», le dice, «traspasada de mil dolores, más muerta que viva». Con un pie en la galera, «me salí de entre sus brazos casi ahogado, embarcándome al punto».
En 1610, 17 años más tarde de aquella despedida, Isabel de Mena daría a una imprenta sevillana el manuscrito de Naufragio y peregrinación para su publicación.
Alonso de Contreras, cuyos padres «fueron pobres», se crió en las calle: «en saliendo de la escuela, como era costumbre, nos fuimos a la plazuela de la Concepción Jerónima». Era el mayor de 16 hermanos. «Estas familias prolíficas y famélicas dieron aquel enorme contingente de soldados que Castilla saco de sí», dejó escrito Ortega y Gasset.
Alonso cumplió en Ávila la pena por dar muerte con un «cuchillejo» a un compañero de escuela: «Me salvó el ser menor y me dieron una sentencia de destierro por un año». Al regreso, su madre, Juana de Roa Contreras, le había concertado un puesto como aprendiz de platero, que él rechaza airadamente: «yo quiero ir a la guerra». A lo que la madre le contesta: «¡rapaz que no ha salido del cascarón y quiere ir a la guerra!». Juana de Roa cede finalmente y le compra «una camisa y unos zapatos de carnero», y le da cuatro reales. Y después de que «me echó su bendición, salí de Madrid». No dejó de visitarla cada vez que regresaba a España.
Alonso de Guillén Contreras será para siempre Alonso de Contreras, pues «quise tomar el apellido de mi madre andando sirviendo al rey como muchacho, y por tal nombre soy conocido».
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