“He conocido a algunos astronautas del programa Apolo”, dice alguien en una película, creo que en El hombre que cayó a la Tierra. “Todos eran carne de manicomio”.
A una velocidad endemoniada.
Y para regresar después.
Otro montón de locos, que no necesitaron viajar al espacio para estar profundamente perturbados, reunieron toda la energía cósmica que lograron arrancar a ese mismo vacío y la embutieron en unas balas de titanio. Que alojaron después en unas fortalezas volantes, y arrojaron indolentemente sobre dos bonitas ciudades de Japón: Hiroshima y Nagasaki. “Los ríos de Hiroshima eran preciosos”, he oído decir. “Tenían una especie de belleza somnolienta. Alargados y azules, parecían estar dormidos en una amplia llanura”.
Una mañana, los preciosos ríos de Hiroshima despertaron de golpe. Como toda la ciudad.
Ōta Yōko estaba dormida cuando escuchó la explosión, en el piso más alto de la casa que compartían su madre y su hermana en el barrio de Kyuken-chō, en la zona de Hakushima. Ōta Yōko vivía en Tokio, pero estaba pasando una temporada con su familia para tratar una enfermedad de la que empezaba a reponerse. Había un bebé muy pequeño en la casa, una niña. El marido de su hermana, que tenía una biblioteca muy apreciada con más de 3.000 volúmenes, había sido destinado al frente. Ōta Yōko nos habla de las chicas de Hiroshima, jóvenes muy guapas, con la piel tostada por el sol y los dientes muy blancos. Se tiene la impresión de que todos los hombres habían sido destinados al frente, porque si Ōta Yōko abría las ventanas, no veía otra cosa por las calles que amas de casa.
“En esta ciudad, una mañana de verano, una luz espeluznante brilló inesperadamente en el cielo”.
Primera vez que utiliza ese adjetivo: espeluznante.
Pero el libro no empieza por ahí. Empieza por gente que se echa a morir ya desde la primera página. Los vemos así, recostándose en un pequeño hueco entre dos párrafos, y no despiertan más.
Hoy no es una mañana de verano, pero el cielo está completamente despejado, como un día cualquiera en aquel agosto de Hiroshima, 1945. Han pasado —es un decir— ochenta años de aquello. Ayer, sin embargo, las manecillas del reloj del Fin del Mundo, en Chicago, fueron situadas a 89 segundos de la medianoche. Pero nuestros relojes interiores nos dicen otra cosa.
Y lo que dicen es que la medianoche ya pasó.
Son las diez de la mañana, a apenas hora y media de la explosión. Espero un poco, mirando sobre los árboles este cielo tan azul. Dentro de poco parecerá un espejo roto, con soles y rayos azules por todas partes. Pero de momento lo que veo es el mismo encantamiento cotidiano, la belleza sin novedades de otro día más.
Mientras escribo esta reseña, voy a ir haciendo un recuento de cadáveres:
1) El hombre que Ōta Yōko vio en la consulta del médico, y que había empezado a vomitar sangre negra.
2) La “hermosa chica” con la que se encontró en la calle: había perdido todo el cabello y estaba cubierta de manchas moradas, “a la espera de su muerte”.
3) La chica que “había perdido a sus padres a causa de la bomba atómica”, y que llegó tambaleándose hasta la cima de la montaña, donde la encontraron ya muerta: “Su vida se había extinguido mientras intentaba beber agua del río”.
Pobre chica… Cuánto hubiera querido cubrirle los hombros, y darle de beber —aunque fuera por última vez— agua del río.
Después de la explosión de la bomba en Hiroshima, los edificios quedan desmantelados de fachadas y tejados como si fueran casitas de muñecas. Eso también sucede en la casa en la que duerme Ōta Yōko. En la planta inferior, la hermana de Yōko, con la ropa volatilizada y “una cara monstruosa” —los supervivientes que se dejan ver por las calles deambulan arrastrando a su paso tiras de piel—, aparta el montón de escombros que se apilan al pie de la escalera para que su hermana pueda bajar desde esa cama suspendida en el aire que apoya el cabecero en una columna retorcida. El lugar parece sacado de una película de Murnau: casas que son ahora una columna contra la que se apoya una cama, o una silla, o una mesa de patitas flotantes. La propia Ōta Yōko observa algo irreal: “Soñaba que estaba envuelta por una luz azul, como rayos cayendo en el fondo del mar”. Esa luz es la de un nuevo amanecer, aunque sin el sentido esperanzador que conlleva la noción de un nuevo día: el azul es ahora una clase diferente de azul, tal y como el centro del infierno es una región helada. Pero aquí ha habido una flexión en la naturaleza del espacio y el tiempo y el alma del mundo ha despertado en un lugar del que todavía no ha sido rescatada.
Los supervivientes, qué cosa tan extraña, se reúnen involuntariamente en el único lugar intacto de Hiroshima: el cementerio situado a las afueras de Kyuken-chō.
Se diría que alguien está allí, una presencia invisible, pronunciando pesadamente sus nombres.
Y naturalmente, los muertos no dejan de llegar:
4) El joven Gin-chan, de veinticuatro años, que había tenido “una tupida melena color negro azabache de la que se sentía orgulloso”, y que ahora había perdido casi todo el cabello, excepto una rala mata de color gris sobre las sienes. Se le habían caído los dientes y “se había quedado tan escuálido como un árbol seco”. El color de su piel era tan extraño que nublaba la vista. ¿Podemos imaginar algo así, un color que nubla la vista? Ōta Yōko le encuentra entonces una terrible semejanza: “Era un color semejante al de las berenjenas asadas”.
5) La mujer de Gin-chan, que murió por “una especie de diarrea sangrante”. Se había quedado completamente calva, pero no llegó a tener los mismos síntomas que sufrió Gin-chan. Sencillamente, murió vaciándose por dentro.
6) La actriz de teatro occidental Midori Naka. Se alarmó cuando las encías le empezaron a sangrar.
“El cementerio, como un espeso bosque, era un lugar agradable y espacioso, y curiosamente no se había caído ni una sola lápida”. La gente espera un nuevo ataque, y sin embargo está tranquila. “Extrañamente” tranquila. Más tarde alguien llegará con reservas de comida, que se distribuyen mientras unos y otros se hacen vendajes con los restos de sus obis. Se mira con desconfianza a quienes no tienen ni quemaduras ni heridas, ni pedazos arrancados de la cara. Había varias mujeres en muy mal estado: una joven que deambulaba completamente desnuda, una niña que había perdido todo el cabello y una anciana que caminaba balanceando los brazos dislocados. Se andaba por ahí evitando pisar los cuerpos de quienes habían muerto ya, sin fuerzas para quejarse de un terrible dolor. Si alguien pisaba a alguien, sobre la hierba quedaba un miembro inexplicable, separado de su cuerpo.
A todos los supervivientes (que recibirían más tarde el nombre de hibakusha: “persona bombardeada”) los fueron trasladando poco a poco al hospital. Aquellos que no parecían haber sufrido daños tampoco se sentían demasiado confiados. Se miraban continuamente al espejo para comprobar que el lacrimal no se les había puesto azul, que la piel no adquiría ese color “espeluznante” (mil veces nos encontraremos en el libro esta palabra, que aquí resuena a mayor profundidad que cualquiera de sus sinónimos), el color como de berenjena asada.
7) La chica que visitó al médico y “no tardó más de una semana en morir”. Se había curado milagrosamente, pero entonces empezaron a salirle unas tenues manchas negras en los brazos. Tosía sangre “y tuvo una reacción similar a la sepsis. Su sangre no era roja, sino que se había vuelto negra y densa, como si estuviera putrefacta”.
8) La esposa del cocinero de barco. Muerta entre mil dolores.
9) El cocinero de barco. Que dijo antes de morir: “La guerra ha terminado, pero, aun así, nosotros seguimos muriendo por su culpa. Es algo tan extraño…”.
Ōta Yōko vivió el resto de su vida —menos de veinte años— obsesionada con la bomba y la posibilidad de morir bajo sus efectos. Escribió varias obras más sobre los muertos y sobre los heridos, sobre las ciudades radioactivas, y cada mañana se examinaba en el espejo en busca de un indicio de que iba a perecer por el terrible “síndrome de la bomba atómica”. La élite literaria de Hiroshima la acusó desdeñosamente de “haber comercializado y explotado el tema de la bomba”, y llegó a cuestionar “la veracidad y validez de su experiencia como víctima”. Pero Ōta Yōko, que había comenzado su carrera como escritora popular, era incapaz de escribir ya sobre otra cosa. En 1952, en un ensayo titulado La actitud del escritor, trató de explicar su postura… que sin embargo no tenía nada de inexplicable:
La gente piensa que la bomba atómica es algo lejano, un desastre natural caído sobre Hiroshima y Nagasaki, y por lo tanto no es algo importante sobre lo que hacer literatura. Algunos críticos dicen que mis obras son “cosas de Hiroshima” o “cosas de la bomba atómica”. Los críticos no saben lo duro que es para mí ser la única que escribe sobre esto. Yo no puedo escribirlo sola. Me parece que es una vergüenza que los demás escritores me lo hagan escribir a mí sola. El novelista Kan Eguchi, en su comentario literario en la revista Shin Nihon Bungaku, escribe: “Se ve que se le han agotado las excusas para escribir sobre la bomba atómica. Ota-san, ¿por qué no va a Hiroshima a abastecerse de nuevos temas?”. Pues si Eguchi tiene tiempo libre para escribir estas cosas, que vaya él mismo a Hiroshima y vea cuántos lisiados de la bomba atómica están viviendo duramente en los rincones de las callejuelas.
Lisiados que enseguida ocuparán otro rincón en la lista de cadáveres:
10) El joven de dieciséis años cuyo nombre nadie preguntó, “para poder decirle a su familia dónde había muerto”.
11) Ōta Yōko, que murió antes de cumplir sesenta años.
12) 250.000 personas más, en su mayoría civiles, algunos deambulando por las calles como solitarios perturbados, gente profundamente herida y sin hogar.
Los hombres que lanzaron esas bombas, quienes ordenaron que se lanzaran esas bombas, quienes idearon y construyeron esas bombas, eran gente considerada absolutamente cuerda. No se volvieron locos, como los peregrinos del espacio que trataron de llegar hasta la luna, ni se arrepintieron de aquel imperdonable golpe a la vida que supuso la concepción, el desarrollo, la fabricación, el lanzamiento sobre una inocente población civil de esas bombas. Muy al contrario, aparecieron en las portadas de periódicos y revistas, se les agasajó por todas las ciudades y se les celebró como héroes, se convirtieron en estrellas de la radio y de la televisión, y daban charlas en colegios e institutos. Se hacían fotografías con niños muy pequeños.
¿Es posible que realmente necesitemos un Astolfo (véase Orlando furioso), y hayamos ido a la Luna en busca de la botella donde bulle nuestra cordura perdida?
“Lo único que impedía realmente el fin de la guerra eran los militaristas. Por ello, en mi cabeza no deja de dar vueltas una idea perversa: que los que tiraron la bomba atómica sobre nuestras cabezas no fueron solamente los americanos, sino también los militares que gobernaban nuestro país”.
Llamémosles militares, aunque los responsables no vestían necesariamente —como sucede hoy día— un traje con pasadores para las medallas.
Todos ellos, como es sabido, vivieron vidas muy largas.
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Autora: Ōta Yōko. Título: Ciudad de cadáveres. Traducción: Kuniko Ikeda y Marta Añorbe Mateos. Editorial: Satori. Venta: Todos tus libros.
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