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Las noticias vuelan

Los 864 estadios que van en línea recta desde Olimpia hasta Egina suponen aproximadamente unos 160 kilómetros, incluido el periplo por mar. Acerca de Tauróstenes, vencedor en la competición de lucha en la Olimpíada 84 (año 444 a.C.), contamos con dos referencias en las fuentes clásicas. Por un lado, Pausanias (VI, 9, 3) nos refiere que en la edición anterior fue derrotado por Quimón de Argos, padre a su vez de Aristeo que vencería en dólico unos años más adelante. Tauróstenes le devolvería la moneda en los juegos siguientes. Pausanias refiere también la leyenda extendida de que el fantasma (φάσμα) de Tauróstenes apareció el mismo día de la victoria en la ciudad de Egina para anunciar a su pueblo la victoria. Por otra parte, Claudio Eliano (Varia Historia 9, 3) también menciona la historia del fantasma que se presentó a su padre, pero añade otra leyenda según la cual el luchador egineta se llevó consigo una paloma que tenía sus polluelos tiernos en Egina y que, cuando venció, soltó la paloma a la que había atado una cinta color púrpura y que ésta volvió desde Pisa hasta Egina el mismo día. Sobre las consecuencias que la victoria de Atenas acarrea para Egina y la forzosa incorporación de la isla a la Liga de Delos, cf. Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso I, 108, 4.

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Egina, 444 a.C.

La brisa fresca de la noche no basta para sosegarlo. Ahora tendría que estar junto a él. Nunca antes se había separado tanto tiempo de su hijo, pero las tres jornadas de viaje hasta Olimpia y las incomodidades del santuario le exigirían más de lo que su cuerpo achacoso podría soportar. Se estira sobre el costado derecho. Un arranque de tos le obliga a incorporarse de nuevo. Se concentra en respirar superficialmente, dosificando la cantidad de aire que infla sus pulmones. Al mismo tiempo trata de suavizar la garganta tomando pequeños tragos de saliva. Lo consiguió. Ya no tose. Se tumba otra vez. Está sudando. Tal vez si se arquea hacia el lado izquierdo lo consiga. El ring en que se ha convertido su camastro se le ha quedado pequeño. Nada. Es una batalla perdida. Imposible conciliar el sueño. Desde que le diagnosticaron la enfermedad duerme en un pequeño cuarto separado del resto de la familia, que ocupa las estancias de la segunda planta. Puede que no le queden muchos amaneceres y es consciente de ello. Eumetis, la esposa de su mejor amigo, consiguió vencer la tisis y ahora disfruta de su nieto recién nacido ¿Por qué los dioses no van a consentir que él también se recupere y vea crecer a los suyos? Pero antes Tauróstenes tendría que encontrar esposa. Y no lo hará hasta que se haga con la victoria que todos ansían. Sólo se retirará de la competición con el deber cumplido. Conoce bien a su hijo. Como dice el refrán, cual el ama, tal la perra. Le ha salido a él en tozudez y no renunciará hasta que lo consiga. ¿Cómo va a poder dormir si han ido descontando juntos los 1440 días desde su derrota ante Quimón? El caso es que en la noche de vísperas no está con él, y eso le duele más que la enfermedad. Vuelve la tos. El esfuerzo bombea el dolor hasta las sienes, a las que siente hinchadas como el mar de cobalto que presagia un inminente cambio de tiempo. Tras probar de mil y una posturas, renuncia a seguir intentándolo. Cuanto más se esfuerza en dejar la mente en blanco, más vívidas le asaltan las emociones. No aguanta más. Da un brinco del jergón y sube al piso superior. Su mujer, rendida por el sopor, resuella profunda y acompasadamente. Observar su placidez no lo consuela, antes bien lo enerva aún más. Ingenuamente se concentra en algo positivo. Intenta transmitir su escasa energía para que su hijo consiga pegar ojo en el albergue destinado a los atletas en Olimpia. Es fundamental que un deportista descanse bien antes de la competición. Qué tontería. Sabe que lo que tendrá que ser será y que poco puede hacer ya por él, excepto rezar.

" Las imponentes columnas del recién construido templo de Apolo a su espalda lo invitan a encomendarse a su hermana gemela, Artemisa"

Decide subir al terrado a ver cómo están las palomas. Allí podrá ordenar sus pensamientos. Sí, eso lo relajará. Su fatiga tras subir los escalones contrasta con la quietud en que están sumidas las aves. Todas duermen. Mientras las contempla, se siente unido a Tauróstenes a pesar de la distancia. Han compartido las horas muertas ocupándose de que no les falte nada ¿A qué chaval no le atraen los animales? Mientras que toda la chiquillería de la isla se dividía entre los que protegían a los chuchos callejeros y los que les hacían perrerías, Tauróstenes sólo tuvo ojos para sus palomas. Se crió entre ellas y aún hoy le ayudan a canalizar su descomunal fuerza. Para compensar la falta de su padre, el joven ha cargado en su equipaje a Cleo, su paloma predilecta. Dudó si hacerlo, porque aún tenía sus dos polluelos en el nido, pero no sería la primera vez que unos pichones salen adelante sin la madre con los cuidados oportunos. El padre lo animó a seguir adelante. Él se encargaría de todo. Qué otra cosa mejor podía hacer por su hijo que quedarse en vela sin perder ojo del palomar.

En la terraza se respira una mezcla de pino y algas frescas. La luna ha transitado ya casi la mitad de su recorrido, aunque sigue siendo noche cerrada. Desde el oeste pronto empezará a brillar una estela de plata sobre el abismo del mar, lo que significa que la luna habrá cubierto más de la mitad de su recorrido, y él sigue con los ojos como platos. En estas noches de plenilunio, el horizonte nocturno, apenas discernible normalmente, ve interrumpido su monótono perfil rectilíneo por el negro contorno de la isla vecina de Cecrifalia. Las imponentes columnas del recién construido templo de Apolo a su espalda lo invitan a encomendarse a su hermana gemela, Artemisa. Quiere creer que los dioses obrarán mañana con justicia. Las palomas, a su vez, siguen muy tranquilas. A excepción de un ejército de grillos dispersos aquí y allá, toda la ciudad está sumida en un profundo sueño.

"Toda la ciudad reconocía la valía de Tauróstenes y tenía depositadas fundadas esperanzas en quien poseía el ímpetu de un toro"

La voz grave de su esposa lo sobresalta. Se había quedado dormido apoyado sobre su propio brazo en un viejo escabel junto al palomar y ahora no puede moverlo. Ha amanecido hace ya rato. Los palomos zurean hinchándose, subiendo y bajando compulsivamente la cabeza y girándose una y otra vez sobre sí mismos. Ufanos, parecen estar convencidos de impresionar a las hembras con esa danza ridícula. La estampa le trae a su memoria un cúmulo de recuerdos. Le viene la imagen de Ciclobates, un palomo torpe y pesado al que comparaba con esos muchachos eginetas que se pavoneaban en las fiestas delante de las mozas con absurdos alardes de virilidad. Tauróstenes los dejaba hacer, hasta que, haciendo gala de su nombre, ponía fin a ese cacareo presuntuoso. De un solo agarre y con un rápido movimiento de cadera desarticulaba cualquier oposición de sus adversarios. Toda la ciudad reconocía la valía de Tauróstenes y tenía depositadas fundadas esperanzas en quien poseía el ímpetu de un toro. Hoy, no obstante, Tauróstenes no se enfrentaría a voluntariosos chicos desmañados. Hoy tendría como rivales a los mejores luchadores de la Hélade, tal como había ocurrido cuatro años antes.

En aquella ocasión, la salud todavía le había permitido acompañar a su hijo al sagrado certamen. Allí presenció cómo, tras superar eliminatoria tras eliminatoria, en un reñido combate final, el gran Quimón de Argos lo derrotó in extremis. Lloró desolado. No encontró consuelo en la digna resistencia ofrecida por su vástago ante un luchador de la talla del argivo. Fue una oportunidad perdida. Su hijo podría haber devuelto a Egina la dignidad arruinada ocho años antes cuando Atenas la humilló en una dolorosa guerra que supuso derribar sus murallas y entregar su poderosa flota y onerosos tributos a la Liga de Delos. No pudieron adornar el dintel de la casa con cintas de color púrpura en señal de victoria. La gloria en la arena de Olimpia podría haber aliviado la depresión de toda una ciudad, pero no pudo ser.

"Ambos, fundidos en una única silueta, mantienen la mirada perdida en el horizonte que se les abre a poniente"

Debido a la mala postura con la que le había rendido el sueño, una fuerte contractura le impide girar el cuello. Su esposa le masajea suavemente la espalda. Ambos, fundidos en una única silueta, mantienen la mirada perdida en el horizonte que se les abre a poniente. Aguzan el oído a los vítores del estadio olímpico, que sólo escuchan en su imaginación. Como mucho, barruntan los ecos de las conversaciones que deben de circular por el puerto de Egina. Toda la polis está en ascuas por su campeón. Si hubieran bajado al ágora, estarían asediados con cumplidos y exigencias. Es una presión a la que prefieren no someterse ¿Y si al final no vuelve con la corona de olivo sagrado? Por notable que resulte su participación, a estas alturas sólo interesa la victoria. Así que mejor mantenerse al margen del ruido y rodearse de las palomas. Ellas no les piden ninguna rendición de cuentas. Además, organizar el palomar y alimentarlas es la mejor manera de acompañar a Tauróstenes. Como en un ritual, tras una dura jornada de agarres, revolcones y levantamiento de pesas, el muchacho solía subir los escalones del terrado de tres en tres, para sumergirse absorto en la observación de las idas y venidas de sus palomas. El tiempo parecía detenerse. La fatiga siempre quedaba atrás.

"¿Se habrá interpuesto Quimón una vez más en el camino de su hijo a la alada victoria?"

Pasan las horas entre la atención a las aves y la contemplación de un horizonte, ahora ya sí, azul y rectilíneo, solo quebrado por la verde silueta de la pinosa isla de Cecrifalia. Tauróstenes debe de haber cerrado su participación hace ya tiempo ¿Se habrá interpuesto Quimón una vez más en el camino de su hijo a la alada victoria? El orgulloso padre hace un repaso de la infancia de Tauróstenes, que, como la de todos los niños de su edad, fue apacible hasta que estalló el conflicto con Atenas. Y desde entonces, todo estrecheces y pesimismo ¿Volverían aquellos momentos como cuando toda la ciudad en masa peregrinó para celebrar la erección del flamante templo de Afaya? Toda la Hélade estuvo una vez unida y fue esa unión la que propició la victoria en la vecina Salamina. Los festejos duraron varias jornadas. Él y su esposa acudieron con el pequeño, que aún no caminaba, en brazos y lo ofrecieron a la ninfa, hermanastra de Apolo. Rogaron a la diosa que el niño creciera sano y feliz. Y escuchó sus votos, vaya que sí lo hizo. Ahora el dios disponía de un templo propio sobre la suave colina que preside el puerto. A él dirige ahora la mirada y eleva sus súplicas por última vez, en este interminable día que ya alcanza su ocaso. Al fondo, aún se divisa un diáfano horizonte entre violáceo, verduzco y azul. En unos instantes, dejará de separar el cielo del mar y todo se confundirá en una tiniebla opaca y continua. Antes de que eso ocurra, sin embargo, el perfil rectilíneo se ve alterado por una minúscula mancha negra que poco a poco parece dejar adivinar la silueta de una paloma. Es Cleo, que viene a alimentar a sus pollos, y trae atada a una de sus patas una pequeña cinta color púrpura. Las mejillas del anciano se ven surcadas por lágrimas, que esta vez no son de desolación. Tauróstenes, su hijo, con la ayuda de los dioses, acaba de restituir el honor de los eginetas ante toda la Hélade.

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